El lenguaje de tocador
Que la ciencia es un lenguaje bien hecho se suele expresar en nuestros días con la misma rotundidad que los medievales afirmaban que Dios es todopoderoso. La ciencia intenta conocer el mundo y dominarlo y, en consecuencia, ha de ajustar el lenguaje, ha de refinarlo para evitar las confusiones que generaría un lenguaje inadecuado para tal preciso fin. Ese lenguaje inapropiado para la ciencia es, desde luego, apropiado para la flexible vida diaria, para la cambiante, variada y contextualizada charla de la comunicación cotidiana. Su finalidad no es la finalidad científica. Por eso la ciencia, que se destaca del lenguaje ordinario, es, en su lenguaje, como el vértice depurado de una pirámide de palabras.El hombre científico, así, crea su consiguiente lenguaje en función de unos fines previamente determinados. No podía ser de otra manera. De ahí que se dé el prurito en el hombre civilizado (que muchas veces no es sino un paleto que ha estudiado obnubilado por el resplandor de la ciencia, pero con una incultura que, en países cuasi tercermundistas como éste, no desaparece por mucho que se raspe) de que todo lenguaje vaya a misa, es decir, que sea claro como la luz de la aurora, trarsparente como perla preciosa y escrutador como potente telescopio. De ahí también que ese hombre civilizado (el cives que ha encontrado su puesto en la superficial armonía de la incultura estatal) desee, por encima de todo, que desaparezcan lo que él llama Ias míticas oscuridades, de incido que el conocimiento científico se extienda y, deshaciendo las tinieblas, abarque todos los órdenes. Y si, finalmente, la política se rigiera por dichos cánones -piensa nuestro hombre-, daríamos un paso de gigante destronando los falsos ídolos de la misma manera que la segura ciencia destronó a dioses y demonios.
Pero, ¿para qué hablar claro? Porque, ocurre, que con lenguajes cristalinos se suele estar completamente mudos respecto a cosas que importan mucho o se suele caer en la vaciedad que todo lo vicia. Dos ejemplos, uno para cada caso. Se puede definir con precisión, echando un pulso en las definiciones, qué es la violencia humana, pero puede resultar muy molesto -y es lo menos que se puede decir- condenar toda violencia. Es fundamental subrayar eso de toda violencia. Porque, ocurre, que los que, digamos, se esfuerzan en definir la violencia para condenarla y desterrarla ("venga de donde venga", "a toda costa" o el sambenito que se quiera escoger) lo hacen, las más de las veces, instalados en ella o sin atreverse a volver la vista ante quienes dicen defenderles o simplemente les atemorizan; o fijándose, trivialmente, sólo en un reducto espectacular que abulta y se nota por que la violencia general está es condida y el reducto mete más ruido... Al final, hablar claro pide hablar bien. Vayamos al otro ejemplo. La palabra democracia, al margen de disputas más o menos académicas, funciona con relativa claridad. En su nombre nos alzamos contra las dictaduras y las actitudes autoritarias tratando de establecer, también en su nombre, una forma social civilizada, racional, a la altura de una época supuestamente evolucionada. Pero resulta molesto -y es lo menos que se puede decir- reivindicar la democracia. Porque, ocurre, que la democracia puede servir para bautizar cualquier cosa. Basta con pronunciarla y ya se está en el campo de los demócratas. Con ello lo que se ha conseguido es vaciarla, por mucho que la pureza de la palabra planee sobre nuestras cabezas. Es el eterno poder mágico de las palabras. Algo grandioso deben tener -se piensa-, luego al proferirlas participo, de alguna manera, de su esencia. La democracia se esfuma, por tanto, en la definición o en la propaganda política... Al final, hablar claro pide hablar bien.
Por eso sería deseable que quien use tales y tales palabras -Estado, guerra, muerte, etcétera- fuera exigente. Que las use hasta el final. Que la claridad choque de tal forma con las cosas que el lenguaje claro no valga, ocurra lo que ocurra. Es probable que esto asuste y, entonces, la huida busque el refugio de la claridad. La claridad de tocador es, así, el refugio del miedo. Y es que hablar claro, hoy como ayer, no sólo es dificil, sino que es más que molesto: es prácticamente imposible. Pocas cosas son más imperdonables que llevar hasta las últimas consecuencias la claridad del lenguaje.
Decía el poeta que de la pura inteligencia nunca salió nada inteligente. Podríamos parafrasearle diciendo que en las aparentes claridades no hay ni inteligencia ni pureza. No basta con saber que Beirut puede ser bien una ciudad o un filme. 0 que Belfast puede significar bien una ciudad o bien una canción (quien esto no supiera y a tales distinciones se dedicara sería, simplemente, un incompetente). Si tal cosa bastara, sería como un don del cielo y a todos nos iría muy bien.
Lo que ocurre es que, como es bien sabido, no sirve para casi nada. Al final, la búsqueda de la claridad no es sólo una cuestión de lógica, sino una cuestión de moral. Esto es lo difícil y comprometido. Es terriblemente comprometido. Por eso, si nos decidimos a hablar claro, hablemos bien. Si no, es mejor callarse.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.