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Frustraciones históricas

Allá por el año 1893, en vísperas de la última guerra de ultramar -la que desembocaría en el conflicto armado con Estados Unidos-, surgió, todavía a tiempo, un programa prudente y bien meditado para dotar de autonomía a la Gran Antilla. Fue Maura su autor, en un Gobierno Sagasta que contaba -¡tiempos del turno pacífico!- con amplia mayoría parlamentaria. Pero inmediatamente levantaron cabeza los grandes beneficiarios del inmovilismo, y Maura fue acusado de "traidor a la patria", de "filibustero" y otras lindezas por el estilo. Iniciada la marea desde la oposición conservadora, no tardó en mostrarse reticente la misma mayoría liberal. Sagasta, aun a costa de una eventual ruptura de sus bases, debió -luego se vería esto muy claro- sostener a su ministro de Ultramar y sacar adelante el proyecto; posiblemente ello hubiera evitado el estallido que se produjo, por supuesto, cuando el plan autonómico de 10 aura naufragó (o se redujo a algo inservible, en manos de Abárzuza). Meses después ardía ya Cuba en una guerra que anunciaba el final de la presencia española en América. Cuando, tardíamente -en 1897-, un nuevo Gobierno Sagasta volvió a abordar la autonomía antillana, había pasado ya la hora propicia: los cubanos, interesadamente apoyados por Estados Unidos, se aferraron a una solución maximalista. Y sobrevino el desastre.El mismo Maura -convertido ahora en jefe del Partido Conservador, tras la muerte de Silvela- articuló, en 1904 y 1907, un plan descentralizador para España, atento a la hora precisa en que amanecían los regionalismos -Cataluña., Vasconia-. Fue su célebre proyecto de ley de Bases de Régimen Local, que contem plaba un problema abordado de lleno por la crítica regeneracio nista: el problema definido en el título de la célebre encuesta de Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo. Justamente, Maura llamaba a su proyecto "ley de descuaje del caciquismo". En realidad, quizá anduviese más atento al plano administrativo que al plano político, pero ya de entrada logró tender un puente de entendimiento hacia Francisco Cambó y la Lliga Regionalista. Pareció abrirse entonces el camino de re dención para nuestro país: "La libertad se ha hecho conservadora", proclamaba gallardamente el político mallorquín. Pero aquella "revolución desde arriba" suscitó una oposición durísima, sostenida por todos los intereses afectados -los intereses que agrupaban a caciques y oligarcas, a todos los beneficiarios de unas estructuras todavía feudales, que convertían en ficción la vida parlamentaria.Maura contaba con una mayoría compacta y disciplinada. Exigió la discusión minuciosa de su proyecto de ley -discusión con "luz y taquígrafos"- Elevó la dignidad de la representación nacional en aquellas memorables sesiones que a lo largo de tres legislaturas fueron abriendo lentamente el camino a la aprobación del proyecto. Pero a partir de 1908 la misma mayoría conservadora empezó a flaquear. La crisis de Melilla, y tras ella la Semana Trágica catalana, alinearon luego frente a Maura un heterogéneo conjunto de fuerzas encastilladas en la resistencia a permitir el avance de las discusiones. Los errores en que se resolvió el proceso liquidador de las violencias de Barcelona dieron pretexto suficiente para que la corriente antimaurista desembocase en mar embravecido. Y el jefe conservador se vio ante una alternativa extrema: dimitir, o gobernar dictatorialmente. Maura -su Gobierno- no resistió a esta presión; y el propio rey le retiró su apoyo cuando, por segunda vez, acudió a palacio para plantearle la cuestión de confianza. La crisis de 1909 -en que naufragó la solidaridad mínima entre los "partidos dinásticos", que era clave del pacto de El Pardo- obturó definitivamente el cauce abierto por Maura a la solución del problema esencial de España: la renuncia al centralismo, que implicaba, por lo demás, una corrupción medular de la vida pública. Hubo de sobrevenir la II República para quePasa a la página 10

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aquel problema, no por eludido menos real, hallase nuevas soluciones, en situación mucho más tensa y conflictiva.

En 1916 -en plena guerra mundial-, cuando los nuevos mercados franqueados a las exportaciones españolas estaban llevando un río de oro hacia nuestro país, sin que ello sirviera para enderezar sus estructuras industriales con vistas al previsible cambio de coyuntura en la paz, un ministro inteligente, adelantado a su tiempo -Santiago Alba-, elaboró otro proyecto de ley cuya clave estaba en el impuesto sobre beneficios extraordinarios propiciados por la guerra -es decir, por nuestra neutralidad en la guerra-. El proyecto de Alba se desplegaba, según alguien ha dicho, como un "plan de estabilización" seguido de un "plan de desarrollo". De haber llegado a buen puerto, pudo ser la solución de un problema fundamental: el que suponía un Estado pobre en contraste con un país que se estaba enriqueciendo desordenadamente. Pero se alzaron, también ahora, todos los intereses afectados. Los que habían multiplicado su fortuna gracias a los negocios facilitados por una difícil neutralidad enfilaron su artillería contra el ministro y contra su proyecto. No se pararon en barras para hacer imposible aquella obra de regeneración económica y social, y acudieron a la difamación y al descrédito para destruir a su valedor, y se rasgaron las vestiduras ante la supuesta ingratitud de unos "políticos ineptos" que se constituían en obstáculo contra el despliegue de sus saneados negocios. Alba formaba parte de un Gobierno Romanones, y Romanones no se sintió con ánimos para respaldar a su ministro frente a la crítica de "propios" y "extraños": prefirió prescindir de él, cerrando un camino de salvación. Pasados los años, cuando en 1932 se discutía -en plena República- la ley de Bases para la Reforma Agraria, Alba evocó sus malogrados proyectos de 1916: "Uno de ellos... se encaminaba a transformar, mediante el impuesto, el régimen jurídico de la propiedad inmueble. Por primera vez, un hombre de gobierno trasladaba de los discursos a la iniciativa en la Gaceta el redentor afán de abrir a los obreros del campo un cauce jurídico que había de convertirles en propietarios, sin daño cierto de los que ya lo fuesen legítimamente, dirigiendo, mediante el instrumento fiscal, la evolución de la propiedad de la tierra. Pero las clases conservadoras españolas no habían querido comprar la prima de seguridad par el porvenir que esa política evolutiva hubiera significado". Y las consecuencias de aquella lamentable frustración se registraron muy pronto, en la triple crisis de 1917: la que iniciaron las juntas militares de defensa y prosiguió en la Asamblea de Parlamentarios para degenerar luego en la huelga revolucionaria de agosto. El equilibrio sociopolítico de la Restauración quedó desarticulado irremisiblemente, y tendido el plano inclinado hacia la dictadura.

No se agotarían fácilmente los ejemplos de esas lamentables frustraciones de nuestra política contemporánea. Pero al menos habría que añadir dos más a las ya recordadas: el de la legislación proyectada por el general Cassola para dar modernidad, eficiencia y contextura democrática al Ejército; el de Canalejas, para situar en un plano actual las relaciones entre Iglesia y Estado. En todos estos casos -Maura, Cassola, Canalejas, Alba-, un complejo de intereses creados, de egoísmos y de pasiones inconfesables fue capaz de imponerse a la voluntad lúcida del Gobierno, o de determinados gobernantes; y el fracaso de éstos trajo a la larga, como última consecuencia, el derrumbamiento del régimen.

Atravesamos hoy una coyuntura política en la que el partido en el poder, respaldado por fuerte mayoría parlamentaria, lucha por abrir camino a un ineludible programa de Estado, que le compromete de cara a sus propias bases, sin ganarle como contrapartida la benevolencia de las oposiciones -por supuesto, las de la izquierda y las de la derecha-. Histórica, patrióticamente hablando, ese programa -con sus claves en las carteras de Economía y de Industria- puede ser decisivo para el futuro de España. Pero tal como se están poniendo las cosas, ¿llegará a realizarse? ¿No se interpondrán consideraciones de corto alcance, presiones de partido o de sindicato capaces de convertir en una frustración más -o de desvirtuar irreparablemente- la penosa senda de salvación remontada valerosamente por. los señores Boyer y Solchaga? Si esto ocurriese, reviviríamos situaciones -y consecuencias- que en otro tiempo, a lo largo de nuestro último siglo, provocaron, para nuestro mal, crisis cargadas de insospechable trascendencia.

Hay, claro es, una diferencia básica entre los casos que he enumerado -correspondientes, todos ellos, a los días de la primera Restauración- y esta nueva y apasionante "prueba de fuerza" a la que hoy nos toca asistir. Aquéllos se produjeron en un cuadro político que sólo teóricamente podía ser entendido como democrático. Hoy vivimos, por fin -toquemos madera- en una democracia real indiscutible. En último término, ello quiere decir que si las frustraciones de comienzos de siglo fueron decisivas para el hundimiento de un. régimen que no acababa de lograr la fusión entre "España oficial" y "España real", la posible frustración del lúcido plan de regeneración económica e industrial sostenido por Boyer y Solchaga podría implicar nada más y nada menos que la quiebra de la democracia actual, sin necesidad de golpes a lo Pavía. Confiemos en que prevalezca la talla de estadista que ya ha demostrado el actual presidente del Gobierno. Felipe González no es Sagasta. Ni Romanones.

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