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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Madrid pensado

"PENSAR EN Madrid" es el absorto infinitivo con el que la Comunidad celebra unas jornadas a las que ha convocado a unos intelectuales para que le digan cómo ha de ser la cultura madrileña a la que entrega 550 millones de pesetas de los presupuestos que ahora está examinando la Asamblea (de los que supone menos del 2%). Salvo alguna excepción, los pensantes son nacidos y educados en provincias, que vinieron a Madrid a su tiempo para triunfar: la medida en que lo han conseguido se advierte en que ahora son ellos quienes definen Madrid. Es una peculiaridad madrileña, es su hecho diferencial, al que da mucho apuro llamar nacionalidad, tan fácil de aplicar en algunas otras comunidades autónomas.A nadie debe sorprender la abundancia de vecinos madrileños oriundos de otros lugares de España, entre otros el presidente y algunos altos cargos de la Comunidad Autónoma. Es natural: del cortísimo millón de habitantes que tenía Madrid cuando terminó la guerra, después de los exilios y las muertes, a los casi cinco millones de hoy no se llega simplemente por pasión demográfica ni por anexión administrativa de territorios adyacentes. La población se ha acumulado por la inmigración de todas clases, desde los riquísimos y poderosos cantineros que seguían a las tropas de 1939 y se lanzaron sobre el suelo, el comercio y la industria sin un punto de amor, hasta el incesante éxodo de gentes de las provincias deprimidas que buscaron en la capital oportunidades de empleo durante los años del desarrollo. Pasando por los genios e ingenios utilísimos, fecundos, como los que ahora piensan en Madrid, convocados por la Comunidad. Es, por tanto, una ciudad donde los ciudadanos natos están sumergidos por los de aluvión, y apenas se pueden encontrar los que lo sean de segunda, de tercera generación.

Es, por tanto, una Comunidad inversa a las otras. Las demás se han establecido como un hecho natural, aguzado y desprendido de unos hechos de lenguaje, cultura y economía, o de paisaje, costumbres y tradiciones, o de historia y derecho, que han conducido a la idea general de su diferenciación político-administrativa. En Madrid se ha creado primero la comunidad autónoma, y ahora se piensan las razones de civilización que hay para nutrirla. La piensan los llegados, los foráneos, los conquistadores, los adaptados y adoptados, los fundidos entre sí por lo que fue crisol nacional que fue y sigue siendo: como Londres, París o -sin estar afligida por el recelo de la capitalidad- Nueva York. Lo que se llama madrileñismo desapareció; y nunca fue, realmente, más que una materia cultural de segundo orden. El madrileño comienza ahora a sentir un tirón, más bien sospechoso, de esa esencia antigua, sobre todo decimonónica, de verbenas y mantones, de romancillos y vocablos, pero no deja de ser un sobresalto defensivo. Muchas autonomías -sobre todo las mas artificiales- están pasando por la enfermedad infantil del localismo y Madrid se lo está reinventando por reacción; pero no pasa de ser un regusto. En realidad, la capital tiene ahora un considerable desapego por su autonomía; y cuando los madrileños ven izada su bandera en algún caserón se preguntan si es que ha venido un rey extranjero: no la realizan, no se realizan en ella.

Por eso cabe imaginar que los pensadores de Madrid que se reúnen ahora, después de otras jornadas previas, terminarán decidiendo que la verdadera peculiaridad madrileña es la de ciudad abierta, la de rompeolas, la de crisol donde se funden y se aúnan las otras culturas españolas. Debe estar en su propia naturaleza de metal fundido aquí. Inventarse una cultura propia para una comunidad inventada no dejaría de ser un contrasentido; si se acudiera a la cultura propia, nos encontraríamos con que es una cultura nacional, traída por el canario Galdós o por el alicantino Arniches, por citar dos madrileñistas de la vieja y muerta cepa. Una de las funciones de la joven Consejería de Cultura sería la del fomento madrileño de una cultura nacional mediante la relación estrecha con las otras autonomías, para establecer bien los canales de ida y vuelta. Dado que vivimos en sociedades miméticas cabe temer, sin embargo, que la autonomía madrileña sea un mero reflejo de la estatal en la cuestión de cultura, como pueden estar siéndolo ya otras autonomías más notorias, y se dedique al establecimiento de fielatos, al reparto de subvenciones, al fomento del espíritu de prestigio, a la invención de cargos, al despilfarro en lo ostentoso, a la rebusca de clasicismo y casticismo que o brotan por generación espontánea o pierden su razón de ser. Nada menos madrileño.

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