_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

La sombra de una fiesta...

Veo con pánico acercarse la fecha y anunciarse los preparativos para la celebración de los 500 años del descubrimiento de América. Tal vez no exista en la historia un hecho que se haya prestado a mayores distorsiones de la peor retórica, a manipulaciones políticas de tanta torpeza como mala fe; en fin, a una tan completa como desoladora muestra de la necedad humana.De una y otra orilla del Atlántico vamos a tener que sufrir la resobadamonserga de lugares comunes tales como "la madre patria", "la herencia invaluable del idioma y de la religión", "el encuentro de dos culturas", "el crisol-secular del mestizaje", "el visionario genovés que obsequió a España con medio mundo"; y por ese camino podemos seguir hasta la náusea. Ya se encargarán de ello los oradores oficiales; evitemos, pues, a los lectores la duplicación innecesaria de semejante tortura. Pero lo que hay que lamentar no es la avalancha de memeces, sino que todas estas festividades sólo van a contribuir a ahondar y hacer más insalvable la brecha que separa a España de los países que en América se expresan en castellano.

Porque la razón de que toda esta basura verbal haya existido casi desde la llegada de los primeros conquistadores y se haya mantenido durante cinco siglos sin mayores modificaciones es de un orden más profundo y se esconde en esos repliegues de un subconsciente colectivo que sólo un buen discípulo de Jung o de Szondi lograría sacar a flote para fortuna y sosiego de las dos partes.

Tanto en España como en Hispanoamérica -sí, ya lo sé, el nombre es más que discutible, pero desafío, al lector a encontrar uno que no lo sea- flota una mala conciencia, un desasosiego moral, un propósito de maquillar y, por ende, ignorar la verdad sobre el viaje de Colón, que son el origen de que unos y otros nos hayamos refugiado en el vacío de la retórica con tal de no afrontar la verdad. Tal cosa sucedió también con las Cruzadas y la Revolución Francesa. Un riguroso proceso de examen y una ciencia histórica sin compromisos ni tartuferías han logrado hoy sacar a flote una buena parte de la verdad sobre dichos acontecimientos.

Steve Runciman y René Grousset, en el caso de las Cruzadas, y Tocqueville, Taine y Furet, en el de la Revolución Francesa, son claros y espléndidos ejemplos de una desmitificación y un replanteamiento honesto de la historia. No ha sido éste el caso del descubrimiento de América y sus secuelas.

Ni soy historiador ni es mi propósito ahondar en ese terreno, pero me atrevería a proponer que partiéramos de una tesis un tanto escueta y despojada de falaces intenciones ulteriores: el viaje de Colón desde Palos de Moguer hasta la isla de Santo Domingo fue una magnífica hazafia de navegación, un logro científico y humano notable, realizado con un tesón y una exactitud pasmosas, si tenemos en cuenta los medios que se tuvieron al alcance. ¿Qué sucedería si nos detuviésemos allí y repensáramos los hechos evitando el sartal de pomposas conclusiones y de siniestras hecatombes que suelen esgrimirse desde uno y otro lado de la mar océana cuando se trata el asunto? Tal vez así se lograría poder ver con mayor claridad qué fue lo que en verdad sucedió y terminar con este diálogo de sordos que lleva cinco siglos.

Hablar, por ejemplo, del don del idioma y de la fe católica no deja de ser una inconsecuencia y una vaciedad flagrantes. Hablar del encuentro de dos culturas y de la supervivencia de una a costa de la otra, esto ya es mala fe y peligrosa tergiversación de un proceso histórico. Es como si hoy día un romano se desgarrase las vestiduras por la desaparición de los etruscos ante el empuje de helenos, galos y samnitas. Es una verdad de Perogrullo que la historia, al revés que las películas del Oeste, no supone siempre el triunfo de los buenos -si es que hay buenos y malos, que está por verse en este caso- ni trae siempre un final feliz. Pero ya estamos cayendo en la simpleza por ponernos a derribar montañas de farragosa sandez.

Cuando vivía don Alfonso Reyes en Madrid, alguien se lo encontró por la calle un 12 de octubre y tuvo la feliz idea de preguntarle al juicioso y ameno poeta y ensayista mexicano: "¿Cómo, don Alfonso, no escribió usted sobre la fiesta de la raza?". A lo que don Alfonso respondió con búdica sonrisa: "Cómo cree usted que pueda ocuparme de esa fiesta, que es la sombra de una fiesta de la sombra de una raza?". No podía definirse en forma más feliz y directa la celebración de marras.

Ya volveremos a insistir sobre este tema, tan ingrato como esquivo. No faltará, por desgracia, la ocasión.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_