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Tribuna
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La sombra de una fiesta...

Veo con pánico acercarse la fecha y anunciarse los preparativos para la celebración de los 500 años del descubrimiento de América. Tal vez no exista en la historia un hecho que se haya prestado a mayores distorsiones de la peor retórica, a manipulaciones políticas de tanta torpeza como mala fe; en fin, a una tan completa como desoladora muestra de la necedad humana.De una y otra orilla del Atlántico vamos a tener que sufrir la resobadamonserga de lugares comunes tales como "la madre patria", "la herencia invaluable del idioma y de la religión", "el encuentro de dos culturas", "el crisol-secular del mestizaje", "el visionario genovés que obsequió a España con medio mundo"; y por ese camino podemos seguir hasta la náusea. Ya se encargarán de ello los oradores oficiales; evitemos, pues, a los lectores la duplicación innecesaria de semejante tortura. Pero lo que hay que lamentar no es la avalancha de memeces, sino que todas estas festividades sólo van a contribuir a ahondar y hacer más insalvable la brecha que separa a España de los países que en América se expresan en castellano.

Porque la razón de que toda esta basura verbal haya existido casi desde la llegada de los primeros conquistadores y se haya mantenido durante cinco siglos sin mayores modificaciones es de un orden más profundo y se esconde en esos repliegues de un subconsciente colectivo que sólo un buen discípulo de Jung o de Szondi lograría sacar a flote para fortuna y sosiego de las dos partes.

Tanto en España como en Hispanoamérica -sí, ya lo sé, el nombre es más que discutible, pero desafío, al lector a encontrar uno que no lo sea- flota una mala conciencia, un desasosiego moral, un propósito de maquillar y, por ende, ignorar la verdad sobre el viaje de Colón, que son el origen de que unos y otros nos hayamos refugiado en el vacío de la retórica con tal de no afrontar la verdad. Tal cosa sucedió también con las Cruzadas y la Revolución Francesa. Un riguroso proceso de examen y una ciencia histórica sin compromisos ni tartuferías han logrado hoy sacar a flote una buena parte de la verdad sobre dichos acontecimientos.

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Steve Runciman y René Grousset, en el caso de las Cruzadas, y Tocqueville, Taine y Furet, en el de la Revolución Francesa, son claros y espléndidos ejemplos de una desmitificación y un replanteamiento honesto de la historia. No ha sido éste el caso del descubrimiento de América y sus secuelas.

Ni soy historiador ni es mi propósito ahondar en ese terreno, pero me atrevería a proponer que partiéramos de una tesis un tanto escueta y despojada de falaces intenciones ulteriores: el viaje de Colón desde Palos de Moguer hasta la isla de Santo Domingo fue una magnífica hazafia de navegación, un logro científico y humano notable, realizado con un tesón y una exactitud pasmosas, si tenemos en cuenta los medios que se tuvieron al alcance. ¿Qué sucedería si nos detuviésemos allí y repensáramos los hechos evitando el sartal de pomposas conclusiones y de siniestras hecatombes que suelen esgrimirse desde uno y otro lado de la mar océana cuando se trata el asunto? Tal vez así se lograría poder ver con mayor claridad qué fue lo que en verdad sucedió y terminar con este diálogo de sordos que lleva cinco siglos.

Hablar, por ejemplo, del don del idioma y de la fe católica no deja de ser una inconsecuencia y una vaciedad flagrantes. Hablar del encuentro de dos culturas y de la supervivencia de una a costa de la otra, esto ya es mala fe y peligrosa tergiversación de un proceso histórico. Es como si hoy día un romano se desgarrase las vestiduras por la desaparición de los etruscos ante el empuje de helenos, galos y samnitas. Es una verdad de Perogrullo que la historia, al revés que las películas del Oeste, no supone siempre el triunfo de los buenos -si es que hay buenos y malos, que está por verse en este caso- ni trae siempre un final feliz. Pero ya estamos cayendo en la simpleza por ponernos a derribar montañas de farragosa sandez.

Cuando vivía don Alfonso Reyes en Madrid, alguien se lo encontró por la calle un 12 de octubre y tuvo la feliz idea de preguntarle al juicioso y ameno poeta y ensayista mexicano: "¿Cómo, don Alfonso, no escribió usted sobre la fiesta de la raza?". A lo que don Alfonso respondió con búdica sonrisa: "Cómo cree usted que pueda ocuparme de esa fiesta, que es la sombra de una fiesta de la sombra de una raza?". No podía definirse en forma más feliz y directa la celebración de marras.

Ya volveremos a insistir sobre este tema, tan ingrato como esquivo. No faltará, por desgracia, la ocasión.

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