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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Ensayos de liberalismo

EL INTERVENCIONISMO y la participación directa del Estado para proteger a los ciudadanos de los excesos del liberalismo (monopolios privados) o completar las deficiencias del mercado (el núcleo rural que no justifica un servicio de cartero) están siendo sometidos a un importante proceso de revisión en los países occidentales. Las críticas hacen especial hincapié en que las regulaciones o los monopolios estatales no sirven a los intereses del público. Estos críticos del intervencionismo recuerdan que la sociedad y la economía de los países industriales tienen sus raíces y un gran caudal de su savia en dos de las grandes ideas del liberalismo: el trabajo como única fuente de riqueza (el capital es trabajo y experiencia acumulada) y la libertad como elemento de transmisión; es decir, como un orden opuesto al de economía dirigida o reglamentada. En la medida en que las sociedades dan la espalda a estos principios y refuerzan el papel del Estado como organizador y planificador de la vida económica, el crecimiento se detiene y se regresa, aunque a un nivel de complejidad muy distinto, a la época en que el Estado no sabía cómo financiar sus gastos y añadía a los impuestos un endeudamiento creciente con sus súbditos.En EE UU, la participación directa del Estado en la economía es relativamente menor que en otras naciones occidentales, pero las intervenciones y reglamentaciones han seguido un proceso -ahora en dramática revisión- bastante semejante al de otros países europeos.

En el Reino Unido, la solución a la pesada máquina pública se enfoca ahora por el lado de la privatización de las empresas y monopolios estatales. Monopolios tan naturales como Telecom -es decir, telégrafos y teléfonos- y otros, como los aeropuertos y el propio espacio aéreo británico, aparecen en el punto de mira de los privatizadores. Las compañías petroleras del mar del Norte o las plantas siderúrgicas en vías de saneamiento han pasado o están a punto de pasar al sector privado. Sin embargo, los teóricos de la desreglamentación afirman que los argumentos en favor de la privatización (acabar con las subvenciones estatales y el paraguas del gasto público) no garantizan totalmente la aparición de un mercado de libre competencia. Una cosa es privatizar, y otra, una concurrencia libre. Es necesario un paso más, mediante la supresión o revisión de las regulaciones, cuyos principales beneficiarios son industrias ineficientes que imponen al público un precio superior al que pagarían en condiciones de mercado libre. En este caso, afirman, la cuestión de propiedad pública o privada es secundaria.

El proceso de liberalización o desreglamentación con un mínimo de respaldo político comenzó en Estados Unidos bajo la Administración de Gerald Ford, contó con un fuerte apoyo en la era de Carter y siguió en los primeros tiempos de Reagan. Sin embargo, recientemente se observa un repliegue, quizá a causa de los problemas sociales planteados y también de la presión ejercida por los sectores afectados por la liberalización.

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El proceso se inició en 1968. Se autorizó entonces la instalación y conexión de equipos telefónicos no fabricados por la AT&T a la red servida por esta especie de gigantesco monopolio privado. El equivalente en Espa¡la sería la liberalización del mercado para adquirir e instalar, por ejemplo, receptores telefónicos. La Telefónica sería simplemente la red de transmisión de comunicaciones. Siguió luego la liberalización de¡ sistema financiero, con dos puntos culminantes: libertad en la remuneración de intereses de las cuentas corrientes en 1980 y la aparición en el mercado financiero de una serie de intermediarios que prestaban nuevos servicios, desde la gestión de las tesorerías de las empresas hasta el ofrecimiento de activos líquidos en condiciones más ventajosas que los depósitos bancarios. Los resultados han sido un aumento de la competencia y, al decir de los pronosticadores, la desaparición hasta el final de este decenio de unos 4.500 bancos del censo actual de 14.000 establecimientos de crédito.

La liberalización ha revolucionado el transporte interior en Estados Unidos. En el transporte aéreo y por carretera se han suprimido, por ejemplo, la reserva en exclusiva de determinadas, líneas de tráfico a determinadas compañías. El más eficiente es ahora quien consigue el mayor volumen de mercancías y viajeros. Algunas grandes y prestigiosas compañías han quebrado, y todos se aprestan a mejorar su productividad para sobrevivir. La productividad de las compañías aéreas ha mejorado. Ahora, con prácticamente la misma plantilla, el sistema aéreo norteamericano suministra un 19% más de tráfico interno. Sus precios, en dólares constantes, en los trayectos largos han disminuido en casi un 50% en los últimos siete años. En el transporte por carretera los precios han disminuido, siempre medidos en dólares constantes, en un 30% con relación a 1980. El coste de adquisición de equipos telefónicos, por una parte, ha disminuido en una tercera parte sólo en el último año.

Naturalmente, el proceso ha provocado grandes reajustes en las empresas desreglamentadas. Hoy es normal que los empleados de una compañía de aviación dediquen un 20% de sus ingresos a la compra de acciones de la compañía como única manera de mantener la viabilidad de la empresa. El sueldo, por ejemplo, de los pilotos se forma en el mercado como resultante de la oferta y demanda. En general, los salarios en el sector del transporte aéreo se han aproximado a los de los sectores no protegidos. La estrategia para abaratar y mejorar el sistema de transportes y comunicaciones está, en cualquier caso, en vías de conseguirse. El desarrollo económico de un país depende en gran parte de su infraestructura; es decir, del coste y facilidades de los servicios financieros, de transporte y de telecomunicaciones. Si los productores son competitivos, pero sus apoyos de infraestructura son -por virtud de monopolios o regulaciones- costosos o ineficientes, sus posibilidades de competir en el mercado internacional e incluso en el nacional se verán recortados. El bienestar general de la comunidad quedará sacrificado a los afortunados beneficiarios de esas situaciones de privilegio.

Es imposible aceptar sin matices este nuevo liberalismo que amenaza con resucitar la ley de la selva en las relaciones industriales. Pero es difícil también rechazarlo de plano y por entero y no observar en él síntomas de que los modelos económicos tradicionales están en bancarrota y de que es preciso buscar y dar cauces a la creatividad y a la iniciativa individual y del mercado sin dejar desprotegidos a los débiles y sin abandonar los esfuerzos por una mayor igualdad y solidaridad de todos. Hay lecciones, por eso, que deben ser aprendidas en esta historia, y algunas hasta parece que lo han sido ya por el gobierno socialista. Si no se sucumbe al dogmatismo reaccionario ni al doctrinarismo que se pretende progresista, podrá encontrarse en cualquier caso alguna de las respuestas, no clásicas, que está necesitando la economía española. A costa, como es obvio, de una pérdida de poder del Estado y un aumento de protagonismo de los ciudadanos y, sobre todo, de los grupos intermedios de la sociedad.

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