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Tribuna:CRÓNICA DE LA CIUDAD
Tribuna
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Entre mi buey y una mula

A 13 kilómetros de Madrid, entre un pabellón para ancianos y otro para locos, los niños de la Inclusa celebran la Nochebuena luego de hacer una incursión navideña por esta coronada Corte.

En la antigua Inclusa, hoy Casa del Niño, encendieron las velas de una hermosa tarta y las criaturas aplaudieron muy felices alrededor del pastel. Aquello parecía una gran fiesta que jamás fuera a acabarse. Sin embargo, ni siquiera había comenzado: la tarta, las velas, las llamas de las velas y los ni niños tan risueños eran falsos. La leyenda del cartel pegado en la pared del rectorado del centro lo decía muy claro: "La Constitución cumple cinco años".Los niños se habían vestido con sus mejores trajes, algunos llegados por caridad, y esperaban que la rectora, doña Dolores Requena, les hiciera subir al autobús y diera la orden maravillosa al chófer: "¡A la plaza Mayor!". El autobús se pondría en marcha y avanzaría esta misma mañana del 24 de diciembre por la M-30, con su cargamento de incluseros por decreto, hasta devorar los 13 kilómetros que separan a unos seres que apenas tienen algo de otros a los que les sobra todo.

Madrid, pues, aparecía allá abajo envuelto en un celofán de humos y alegrías familiares. Estos 60 niños miraban, cada cual desde su propia edad y su común aislamiento, la animación navideña de esta coronada Corte. Algunos se habían quedado atrás: Paula, por ejemplo, no se movía del pasillo, con la muñeca de pelo lacio aplastada en su pecho. Y Juan Carlos, que tiene año y medio y parece un crío de meses, debía guardar carria: "Este pobre lo coge todo, resfriados, diarrea, todo", dijo una enfermera. Pero el resto brincaba en sus asientos de plástico por las callejuelas de Madrid, y los más mayores olvidaron el regreso a Villa Libre, nombre de un pabellón, y también habría de desdibujárseles el contorno del complejo, el edificio para ancianos y el internado para Ios locos.

Esta de hoy iba a ser una locura distinta. ¿Qué menos que mezclar a estos muchachos y muchachas sin familia con el gentío que llena la más hermosa plaza de la capital? Lo único que angustia a doña Dolores Requena es el miedo a que algún crío se extravíe y desaparezca aquí. Deben de seguir muy juntos.

Abetos de Vallecas a 1.200

En la plaza gritaban los Morenos de Vallecas: "¡Oiga! ¿Saben que están aquí los Morenos de Vallecas con el vivero de abetos? ¡Vamos, caballeros, pasen al interior sin ascensor ni pijadas, y llévense este bonito pino con raíces por 1.200 pesetas!". Uno de ellos, llamado Antonio, lamentaba que fueran tantos vendiendo lo mismo en la misma plaza; otro, José Fernández, dijo: "Además, este año es una estafa, por los mismos metreis que el año pasado nos cobran el doble, a 2.600 pesetas el metro, o sea, que el Ayuntamiento se me embolsa 32.000 pesetas por esta miseria de adoquines".

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Los niños se daban cuenta de que la plaza no es una miseria de adoquines. Es la plaza Mayer de Madrid, una de las más hermosas plazas porticadas de España. Y también es el refugio de un pueblo ametrallado de ruidos, de impuestos y de multas. Los vendedores prendían hogueras con ramas de los pinos especialmente muertos para la fiesta, más muertos que un pavo en sus trufas, y todos podíamos ver cómo ponían el puchero sobre las brasas, igual que esta gente de aldea hace en sus tierras de Cáceres. Alguno gritaba con la boca llena de garbanzos: "¡Eh, sí, usted, pare un momento! ¡Mire este arbolito qué verde y qué tierno es!".

Otros decían que la mercancía venía del pueblo vasco, de un sitio que llaman Galicia, y pasaban la vara de mulero de su mano derecha a su mano izquierda, con un gesto de campo abierto y ganados.

Sobre la sabia y eterna ignorancia de estos hombres de intemperie dominaba la escena la estatua ecuestre. En su caballo de bronce verdoso, el señor rey don Felipe afirmaba su importancia y la razón de estar aquí: "Hijo de esta villa que restituyó a ella la Corte en 1606 y en 1619 mandó construir esta plaza Mayor".

A los niños les gusta contemplar monumentos grandes, mirando al cielo, y al vendedor de belenes José Ponce le importaba mucho sacar la mercancía sin que le rompieran ningún barro: "Cuidado, nene, que no es plástico". Había muchos papás comprando cielo. El cielo es barato: por 10 duros se ofertaban 60 centímetros, con mucho azul y estrellas, porque "el cielo lo tenemos congelado desde hace tres años", aseguró el tal Ponce. Y su esposa, "la Josefa, que cogió aquí su primera teta", mostraba un pastorcito que pescaba el besugo en el río.

Los vendedores de intemperie y musgo, ramas de abeto y pinos sin cepellón, atacaban a los belenistas: "Eso del misterio, o como le llamen, ya está pasado, ahora se lleva el árbol con adornos", dijo uno. Y los vendedores del misterio afirmaron lo contrario: "A Dios gracias el nacimiento, como su bonito nombre indica, renace, y si no que lo diga la Josefa".

Unas monjas de medio hábito daban vueltas por los.puestos para comprar peras iluminadas, muy monas, o en todo caso manzanas iluminadas. Cuando las esforzadas religiosas dieron con su artículo, no podían creerlo: "¡Dios bendito, por fin!", exclamó la más anciana. Y el alborozado vendedor de la caseta replicó: "¡Coñi, reverenda, llévese algo más y ayuden al santo negocio!".

De pronto, los niños señalaban unos objetos colgados en la caseta del marroquí señor Jadú, unos objetos increíbles, y se reían dándose palmadas y gritando: "¡Andá, qué culo, qué culazo!". Eran los traseros para la broma de la sobremesa navideña, grandes y desnudos y procaces, en toda su fría y sonrosada esplendidez de plástico.

El señor Jadú bajó un ejemplar de aquéllos. "Si me compráis uno para cada uno os los dejo en 600 pesetas, y valen 800, guapos". Pero los niños no tenían esas pesetas, y otros niños con papás de la mano y barriga de turrón debajo de las gabardinas importadas sólo señalaban la ristra de culos sin atreverse a probárselos. Éstos iban a por la pandereta (la más grande, a 1.000 pesetas), así como las jovencitas sentían interés por la zambomba y el modo de tocarla.

Escarcha, serrín, arena, nieve, piedras de río y un puente fue el lote que compró una señora que se movía ante las casetas como una pularda la víspera del sacrificio. Decía: "Me le pone todo en orden, y encima me le deja caer el puente ese de 250 pesetas, y me le envuelve todo para que no se me caiga por ahí". La señora era de posibles, pues aún dio media vuelta y pidió dos baterías de bombillas de colores para voltaje normal.

La plaza fue llenándose de desperdicios

Era pasado mediodía cuando la plaza se revolvió, en un feroz espasmo, a los gritos de una mujer robada: "¡Párenlo, párenlo a ése! ¡Al ladrón, al ladrón!". Por la calle de Felipe III escapaba un tipo a saltos, dando zancadas como si lo moviera un muelle, y, aunque muchos podían echarle el guante nadie lo hizo. Un señor ya mayor insultaba a la juventud y maldecía nuestros tiempos: "¡Bribones, eso sois todos, bribones y cobardes! ¡Esto no pasaba antes!".

La plaza fue llenándose de desperdicios, y por un ángulo penetró, lento y dócil, un barrendero empujando el carromato. Era Antonio Amado, 59 años, con gafas, gorra, y el chapetón de hule. Dijo: "¿Mierda? ¿Cómo no va a haber tanta mierda, si antes éramos 320 y ahora, para sábados y domingos y festivos, sólo somos aquí 18?". Dejó a un lado el escobón y el recogedor de aluminio y echó mano de una carta. El escrito iba fechado el día 6 del mes en curso, y la firma era del alcalde Tierno. El viejo profesor respondía al barrendero en estos términos: "Como tengo mi agenda muy apretada me resulta imposible recibirle, por ello le agradeceré que me exponga por escrito su problema con el fin de ver la forma..., etcétera".

El problema del señor Amado es, entre otras cosas, su pánico al despido inminente: "En abril termina el contrato y dicen que nos van a tirar".

Más allá estaba, como tantos años, Luis Pérez, desdentado, abrazando su bandeja de barquillos, que él mismo hace. Los niños pedían rebaja al vendedor, de 70 años, y éste hizo lo que pudo: "A cinco céntimos los daba en 1921, y ahora valen 30 pesetas cada uno, pero mírelos, sí, pruebe uno. ¡Esto es género!". Los guardias le piden la licencia y esas cosas que piden los guardias, y Luis Pérez contesta que cuando era un niño tenía que caminar hasta el pueblo de El Pardo a vender lo mismo que intenta vender ahora, y aún se levanta a las cuatro de la madrugada para hacer sus barquillos. "¿A qué hora se levanta usted, joven? ¿Cobra usted las 8.000 pesetas que me dan de pensión?".

Ya tenían que regresar a la Casa del Niño. "Vamos, niños, todos al autobús". Estaban contentos. Era excitante la ciudad. Lo que se veía y lo otro, lo que se imaginaba. Había parejas tocándose por todo el cuerpo delante de la gente, y se besaban en la boca como si quisieran quitarse la lengua. También había pobres pidiendo limosna. Pobres siempre hay. Y muchas personas con coches fenomenales, niños con juguetes en el asiento de detrás. Las madres reían con ellos.

En Colmenar les llevaron al cine, primera sesión. Del cine les trajeron nuevamente a la Casa del Niño. La cena de Nochebuena es pronto, empezaba a las nueve en punto. Iban muy repeinados, relamiéndose de gusto, vestidos con lo mejor. Había bastantes adornos. "Ponemos mantel blanco, algunas niñas se disfrazan de hadas, sacamos entremeses variados, gambas, la morcilla con lombarda, turrón, sidra, también tenemos sidra", había dicho la rectora del centro.

Luego echaron petardos, porque el ruido seco rompe ese nudo de soledad que va creciendo, espantoso, absurdo, en la garganta. ¡Petardos, niños! ¡Alegría, niños, petardos, niños!

Se cantaron villancicos, ese tan bonito que empieza con lo de "entre un buey y una mula". Los mayores del pabellón San Fernando podían bailar con las chavalas de Villa Libre, igual que en una fiesta de verdad. Así hasta que se acabaran los sueños, la sidra y las ganas. Porque todo se acaba.

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