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Miró

Una ventana abierta a la pintura

La herencia que un gran artista deja tras de sí es algo difícil de definir. Debemos, por supuesto, contabilizar en primer lugar su obra, así como la aventura personal que le dio origen y que nos ilumina sobre su sentido. Pero no es eso todo. Por herencia entendemos también la huella que esa obra y esa aventura dejan en el propio devenir de la pintura, en esa tarea inverosímil que ha de ser reinventada por cada pintor, en la que cada cual ha de construir su propia senda sobre el vacío, pero que se aprende en el espejo de otras sendas trazadas previamente. Y ahí comienza la dificultad.Embarcados aún en una idea de la modernidad que ha antepuesto la raíz individual del genio al diseño colectivo de un estilo, encontramos una herencia menor, marginal, en aquellas sendas que .para un arte que es ante todo discurso para la vista- mantienen una identidad visual más estrecha con aquella que le sirve de modelo, mientras que una herencia verdaderamente fructífera será aquella que de modo esencial servirá de plataforma a otras cuyo horizonte resulte insospechado desde el origen, mas no se entienda sin él.

El caso de Joan Miró es también, en este último sentido, el de una de las sendas capitales para el devenir de la pintura contemporánea. Forjador de un universo pictórico muy personal, cargado de elementos característicos, a menudo asimilamos su obra a un cierto arquetipo de sí misma, olvidando cómo una lectura minuciosa revela al punto una curiosidad plástica mucho más compleja, una invención continua y diversificada, ejemplarmente prolongada en el tiempo, y en la que son muchos y muy tempranos los caminos abiertos.

Cuando se emplea el término mironiano para rastrear la influencia de su trabajo en el de algún otro pintor, precisamente suele ser ese paradigma el que se invoca y no esa visión panorámica de la obra de Miró, su alcance profundo, confundiendo ciertos rasgos de estilo con el sentido del texto. Pintores mironianos en este sentido existen, por supuesto; los casos más interesantes serán los que a la postre resultaron menos literales, los de quienes, desde la fascinación inicial por una determinada constelación de signos, acabaron por desarrollar una escritura realmente personal. Pero no es tanto ahí donde hay que rastrear la herencia mayor de la obra de Miró.

Gigante de la vanguardia

La figura de Miró se sitúa entre las de aquellos gigantes de la vanguardia histórica que desarrollaron su aportación fundamental a la pintura contemporánea en las tres primeras décadas de nuestro siglo. Su figura también se sitúa de modo muy especial entre las de quienes ofecerían con esa aportación un punto de partida, clave y reconocido, para la gran eclosión de la abstracción americana en la década de los cuarenta. Tradicionalmente suele entenderse como germen de la aventura del expresionismo abstracto el encuentro de los jóvenes pintores neoyorquinos con algunos de los protagonistas del movimiento superrealista desplazados a América por el fragor de la guerra mundial. Y es cierto que ese contacto resultaría decisivo, aunque no tanto por un impacto colectivo de la pintura superrealista como por el interés por las posibilidades expresivas del automatismo psíquico.

En este sentido, la obra de algunos superrealistas especialmente ligados a las tesis del automatismo producirá un impacto mayor y su huella se hará perceptible en la pintura de los norteamericanos. Será éste el caso de Roberto Matta o de André Masson, pero lo será, ante todo, el de Miró.

Aun cuando Miró no escogiera el exilio neoyorquino, hemos de recordar en este sentido la presencia de una gran retrospectiva suya en el Museum of Modern Art, justo en 1941. Su pintura, sus actitudes, se ajustaban mejor a las aspiraciones de los jóvenes norteamericanos -a ese acercamiento al plano real del lienzo que será su credo esencial para los pintores de acción- que a la ilusión de profundidad mantenida por Matta o Masson. Y así le será pronto reconocido. Clement Greenberg le adjudicará ese papel de faro del movimiento y Polock sentirá por él una admiración sólo compartida por la de Picasso.

Robert Motherwell, años más tarde, describió así esta situación: "De todos ellos (los superrealistas) era Miró, sin duda, por su ingenioso humor, quien con sus métodos de trabajo y los valores de su pintura estaba más cerca de nosotros los norteamericanos".

Automatismo psíquico

Y efectivamente, los nuevos pintores neoyorquinos encontraron en el trabajo de Miró, en su ausencia de profundidad, una aplicación del automatismo psíquico que, como apunta Irving Sandler, es menos una vocación de sondear el inconsciente que un arma específicamente plástica o, como lo definiría William Baziotes, una aplicación que sabrá mantener la primacía de los valores pictóricos.

Por todo ello, la herencia mironiana será rastreable en períodos concretos de Pollock y de Baziotes, de Arshile Gorky, de Kooning, Helen Frankenthaler y en los pintores del hard edge y del color field.

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