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Tribuna
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Poderes terrenales

El año en que vivimos peligrosamente terminará con una buena noticia. Por fin casamos a Carolina. No se puede pedir más.Me tenía a mí angustiada ver cómo personajes de la jet society de menos mérito que la primogénita de Rainiero, conseguían echarse unas vicarías o unos juzgados en un tris-tras, mientras la chica, pese al trajín de tanto patearse la ruta Montecarlo-París-Nueva York-Montecarlo, no alcanzaba resultados apetecibles en la búsqueda de pretendiente retozón y saneado. Sin contar con la humillación que a toda lectora bien nacida del Hola nos producía la contemplación de Robertino en brazos de otra, o de Junot trabajándose la inmobiliaria a pulserazo limpio ante el rimmel de Gunílla von Bismarck.

Era un verdadero frenesí sufrir por la muchacha, por esa princesa verdaderamente democrática, de la que nunca podrá decirse que distingue el bulto de un garbanzo cuando la acuestan sobre 12 colchones. Era un lamentarse y un crujir de muelas verla pasear cual alma en pena por los lugares de moda, con el terrier de poche debajo del sobaco izquierdo y el Paris Match apresado bajo el derecho, viva imagen de la melancolía y la desesperación.

A punto estuve de ponerle un velón al Gran Poder para que, al menos, don Gonzalo de Borbón se fijara en ella. No hizo falta, afortunadamente, y ahora la tenemos al borde de proporcionarle a su padre el segundo gran braguetazo magistral de la historia del Principado, mientras que a Juan Pablo II va a darle un disgusto pontifical de muchísimo quirie, casándose por lo civil y sin esperar la anulación de su primer matrimonio.

Y esta última reflexión, no menos profunda que las anteriores, me induce a preguntarme si será cierto que se ha abierto estos días la veda: Carolina, hija de la Iglesia en su versión ringo-rango, va y desobedece, y Paloma Gómez Borrero se ve obligada a abandonar Roma.

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