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Reportaje:Asesinato de Carrero y agonía del franquismo / 1

"No veo el coche del presidente"

"No te preocupes, el ministro de la Gobernación me ha dicho que no pasará nada". El presidente del Gobierno español estaba muy tranquilo aquella noche del 19 de diciembre de 1973. Pero no así su mujer, a quien preocupaba que la vista oral del Proceso 1.001, prevista para la mañana siguiente, degenerase en disturbios por todo el país. El matrimonio compuesto por Luis Carrero. Blanco y Carmen Pichot cenaba aquel miércoles en su domicilio de Hermanos Bécquer 6.Apenas hacía unos días, el almirante había visto en un cine de la Gran Vía la película Chacal, y al salir comentó a sus escoltas:

-Esto sólo ocurre en las películas. Carrero pasaba por alto que Chacal, aun basada en una novela de Frederick Forsyth, parte de un hecho real: un atentado frustrado contra el general De Gaulle. Y quizá no conocía cuál fue el comentario que hizo el presidente francés al escapar ileso de aquel atentado:

-No son tiradores de elite.

Carrero, por olvidar, olvidaba que sólo una semana antes se le había advertido de un peligro de secuestro; que la policía tenía informes -no muy concretos, bien es verdad- sobre amenazas a varios ministros e incluso a su propia mujer, Carmen Pichot. Olvidaba, en fin, la frase tantas veces repetida por Rafael Galiana, uno de sus escoltas:

-Cualquier día nos va a caer un estacazo por cualquier sitio.

No eran, pues, cosas de películas. Contra Carrero había fracasado ya un primer golpe, en el que, por cierto, participó un director de cine. Para la ejecución del segundo, el definitivo, apenas faltaban unas horas.

En realidad, había sufrido un aplazamiento. La presencia en Madrid del secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, en visita oficial, retrasé 24 horas los planes de ETA para asesinar al presidente Carrero. Al hallarse tan próxima la Embajada de Estados Unidos del sótano de Claudio Coello donde se encontraban, los etarras temieron ser descubiertos por el dispositivo de seguridad montado para proteger a Kissinger. Y aplazaron su plan hasta el día siguiente. Pero se equivocaron en sus apreciaciones. El secretario de Estado no durmió en Serrano 75, sede de la representación diplomática de su país, sino en el hotel Palace. Por tanto, fue esta zona y no aquélla la batida y vigilada por la policía.

Kissinger se había entrevistado con Carrero la mañana del 19 de diciembre. En la reunión hablaron de las relaciones bilaterales y de diversas cuestiones internaciona les. Kissinger comprobó, con cier to asombro, la habilidad política de Carrero, que le explicó los pro blemas mundiales, los riesgos de la guerra nuclear y los graves peligros de lo que denominó "guerra subversiva".

Por la noche de ese mismo día, la televisión había ofrecido el telefilme norteamericano Amarga lección. Mientras, un temporal de lluvias ponía fin a la sequía que asolaba España desde muchos meses atrás. Se predecían abundantes nevadas en esas fechas y buena parte del país se preparaba para unas navidades blancas.

Sobre las diez, el policía armado José María Clemente, de 28 años, que compatibilizaba su trabajo profesional con el servicio de portería del número 104 de Claudio Coello, había terminado,su guardia en la vivienda del ministro de Agricultura y volvía a su domicilio en medio de la fuerte tormenta que azotaba Madrid. José María Clemente llegó a su casa calado hasta los huesos. No notó nada extraño.

El jueves 20, Madrid amaneció tan nublado que todo hacía presagiar una nueva tormenta. Hubiera sido un día cualquiera, de no ser porque para las diez de la mañana estaba señalado el juicio contra 10 obreros acusados de asociación ilícita -el que llegaría a ser el famoso Proceso 1001- en la Sala Segunda de la Audiencia Provincial. Se habían convocado huelgas y concentraciones en numerosos puntos de España, especialmente en el cinturón industrial de Madrid. Observadores nacionales y extranjeros, y muchos madrileños, hacían cola desde primeras horas de la mañana en el palacio de Justicia. Carlos Arias, ministro de la Gobernación, había tomado una decisión difícil: retirar incluso parte de la policía de las fronteras y aeropuertos para reforzar las zonas que se preveían conflictivas en todo el país.

José María Clemente se levantó ese día a las siete de la mañana, como de costumbre, para preparar la caldera de la calefacción que poco antes del atentado encendería su esposa, Avelina Durán Oreja, de 27 años de edad. Luego se arregló para ir al trabajo y salió de casa una hora más tarde.

El etarra José Miguel Beñarán Ordeñana, Argala, debió. sobresaltarse al ver salir a un policía uniformado de Claudio Coello 104, pero trataría de no ponerse nervioso mientras terminaba de unir los cables del explosivo en la fachada con el cordón detonador del interior del semisótano a través de la ventana.

Carrero se disponía a iniciar una nueva jornada de trabajo. A las 10.30 estaba prevista la reunión del Gabinete en la Presidencia del Gobierno. Había que discutir las nuevas directrices de gobierno y, sobre todo, cambiar impresiones a cerca de la posible legalización de las asociaciones políticas. También se iba a preparar el Consejo de Ministros, previsto para el día siguiente en El Pardo, como todos los viernes.

La Prensa recogía esa mañana los ecos del suceso ocurrido el día anterior en Roma, en cuyo aeropuerto cinco terroristas palestinos habían destruido con granadas incendiarias un Boeing de la Pan Am. Perecieron carbonizadas 31 personas.

Una peña de quinielas

A la misma hora en que Carrero salía de casa por última vez, se terminaba el recuento de los votos en el Colegio de Abogados de Madrid, donde se enfrentaban dos candidaturas: una, oficialista, que encabezaba Antonio Pedrol Ríus, aún decano y presidente del Consejo General de la Abogacía; otra, democrática, cuyo primer lugar ocupaba Joaquín Ruiz Giménez, ese día defensor del principal encartado en el sumario 1.001.

Como siempre, el grupo de escolta esperaba al almirante Carrero a las 8.30 en la puerta de su casa. Juan Antonio Bueno Fernández, uno de los escoltas, con sus compañeros Rafael Galiana del Río y Miguel Alonso de la Fuente discutían la quiniela que estaban preparando para esa semana. Los miembros de la escolta -ocho en total, que se iban turnando habían creado una pequeña peña quinielística.

Pasadas las 8.45, Carrero Blanco entraba en su coche, un Dodge Dart, modelo 3.700, color negro, matrícula PMM 16416. El vehículo, no blindado, lo conducía José Luis Pérez Mogena, de 32 años, y en el mismo viajaba el escolta Juan Antonio Bueno, de 5 1. Iniciaron su marcha hacia la iglesia de San Francisco de Borja, de los padres jesuitas, donde el presidente del Gobierno acudía a oír misa y comulgar diariamente. A unos cinco metros del coche del presidente iba otro,vehículo, denominado de respeto, con otros dos escoltas y el conductor, el policía armado Juan Franco.

Siguiendo su recorrido habitual, los automóviles se dirigieron hacia el principio de Hermanos Bécquer, allí giraron a la derecha para tomar López de Hoyos y continuaron por Serrano hasta la entrada principal de la iglesia de San Francisco de Borja, situada entre Diego de León y Maldonado.

Los etarras habían comprobado este trayecto durante más de 14 meses, desde que vieron la posibilidad de secuestrar a Carrero y canjearlo por 150 etarras encarcelados.

A menudo, el presidente se encontraba en el interior del templo con una de sus hijas, Ángeles Carrero Pichot, quien luego le acompañaba en el coche de regreso a su casa para desayunar. Ese día, Ángeles no fue a la iglesia. Pero sí se encontraba allí oyendo misa el ex ministro Gregorio López Bravo.

El almirante, enfundado en un abrigo gris, entró en la iglesia acompañado de tres policías. Los chóferes se quedaron en la puerta del templo, junto a los automóviles. Acostumbraban -sobre todo Pérez Mogena, que tenía cierta amistad con el quiosquero de la esquina- a hojear periódicos y revistas a la espera de que terminase la misa. Los tres escoltas se repartieron por el interior del templo como todos los días.

También en este caso los etarras habían estudiado el escenario: la disposición de los bancos, de los confesionarios, las salidas a ¡res calles distintas, las costumbres y el número de los fieles asiduos. Todo ese análisis formaba parte de un plan de secuestro que habían terminado por rechazar.

Carrero -como tenía por costumbre desde hacía más de 30 años- se sentó en el segundo banco de la fila de la izquierda más próxima al pasillo central, a unos dos metros y medio del comulga torio, entre los altares de la Virgen y de san Francisco de Borja. Frente a él, y tras el sacerdote, una gran cruz presidía el altar central. Des de su banco, el almirante podía leer, aunque forzando algo la mirada, la mitad del salmo escrito en el anillo de la bóveda: "Venid a mí todos los que andáis agobiados...". El oficiante podía completar la lectura: "...con trabajos y cargas, que yo os aliviaré". Al comenzar la misa había en el templo unas 70 personas.

Fuera de la iglesia, por su parte posterior, Argala, enfundado en un mono de electricista, esperaba con la caja de herramientas. Junto a él, en la confluencia de Diego de León y Claudio Coello, un segundo etarra esperaba la llegada del coche del presidente. Mientras tanto, el tercer miembro del comando -el único de los tres que sabía conducir- había aparcado en la acera, contraria al portal del 104, en doble fila, un Austin Morris 1.300.

"Cogí la pistola y la guardé en el bolsillo

Este etarra había comprobado previamente que Carrero había salido de su domicilio y que estaba dentro de la iglesia. Después, se dirigió al lugar donde estaba preparado el coche para la huida de los terroristas, en la calle Lagasca, casi esquina a Diego de León. Encendió el motor, dejó las puertas entreabiertas y esperó. Mientras aguardaba, se colocó detrás del vehículo una furgoneta. Entonces para facilitar la salida rápida, sacó ligeramente el morro del coche.

El escolta Rafael Galiana había sentido ese día una premonición extraña. "No sé qué fue, pero cogí la pistola, la guardé en el bolsillo de la gabardina y la mantuve agarrada para poder disparar sin pérdida de tiempo. Fue un sexto sentido". Galiana siempre andaba merodeando por los confesionarios. Bueno se sentó dos bancos detrás del presidente y Alonso al final del templo, cerca de la puerta. Eran los emplazamientos de rutina.

Los policías del servicio de seguridad del presidente habían comentado en reiteradas ocasiones al jefe de la escolta, Agustín Herrero Sanz, su preocupación por la exigua protección que podían ofrecer a Carrero Blanco. A su vez, Herrero había reclamado en varias ocasiones a sus superiores un aumento de la escolta. Peticiones que siempre cayeron en saco roto. Con todo, Herrero nunca fue informado de una confidencia que llegó días antes del atentado a los servicios de la Guardia Civil: se afirmaba que ETA preparaba el secuestro de Carrero y su mujer en alguno de los viajes que el matrimonio solía hacer en su coche. Desconocía también toda la información que bajo la denominación Turrón negro se había interceptado 12 meses antes.

Pasadas las 9.20, el presidente salió de la iglesia y volvió a entra en su automóvil. Éste, y el coche de respeto iniciaron la marcha por Serrano hasta la calle de Juan Bravo. Aunque en línea recta no hay más de 150 metros desde la iglesia hasta Hermanos Bécquer 6, las direcciones prohibidas de la zona obligaban a hacer un trayecto de más de medio kilómetro para que el almirante regresara a su domicilio y desayunar, antes de salir hacia Castellana 3, donde tenía previsto llegar minutos antes de las diez. A esa hora tenía citado en su despacho al ministro de Obras Públicas, Gonzalo Fernández de la Mora. A éste y al titular de Trabajo, Licinio de la Fuente, quería verlos antes de iniciarse el consejillo, que estaba previsto para las 10.30.

La primera calle a la izquierda, Maldonado, es prohibida. El coche giró por Juan Bravo. Tomó luego Claudio Coello, en un nuevo giro a la izquierda, con el propósito de llegar a Diego de León, y, en un tercer giro a la izquierda, enfilar hacia Hermanos Bécquer. Se trataba de bordear dos manzanas.

Carlos del Pozo bajaba por Maldonado en dirección a Serrano, al. volante de su taxi, y cedió el paso a los dos vehículos de la comitiva presidencial. Cuando éstos hubieron recorrido unos 20 metros, y llegaron a la altura del 104 de Claudio Coello, el Austin Morris aparcado en doble fila obligó al coche del presidente a pasar por el centro justo de la calzada. Eran las 9.28.

"Entonces oí una tremenda explosión", recuerda Del Pozo, que luego, semiinconsciente, fue trasladado a un centro sanitario.

La explosión fue sorda al principio. Fuerte después, hasta resultar insoportable para los oídos. Miguel Alonso, de 26 años, sentado junto al chófer en el coche de escolta, recuerda que, en un primer momento, pensó que se trataba de un terremoto. "Creí que se acababa el mundo". Rafael Galiana, de 27 años, que iba en el asiento trasero, y resultó herido de cierta gravedad en la cabeza, vio y no vio el vehículo del presidente. "Estaba y no estaba. Desapareció y luego el suelo se abría".

Ese segundo les pareció interminable. Su reacción siguiente, instintiva, fue agacharse, protegerse en el suelo del vehículo. Sobre el automóvil comenzaron a caer cascotes y adoquines. La primera imagen que vio Miguel Alonso al levantar la cabeza y mirar al exterior fue la de una joven -Francisca Millán Gallego- que, con la cara ensangrentada, gritaba de dolor. Durante varios segundos, los escoltas no pudieron abrir las puertas del vehículo. Estaban hechos un manojo de nervios. Miguel Alonso llamó por la radio del coche a la Dirección General de Seguridad: "Ha habido una explosión en Claudio Coello. Huele a gas. Hay un socavón. No veo el automóvil del presidente".

PRÓXIMO CAPITULO: "La policía se sigue luciendo, ¿eh?".

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