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La razón de Estado y otras razones

El asunto Rumasa ha sido planteado a la opinión pública, sobre todo, como un pulso entre el Gobierno y el señor Ruiz-Mateos. Eso es lo que hubo en el momento inmediatamente anterior a la decisión expropiatoria y, desde entonces, el Gobierno y el señor Ruiz-Mateos, cada uno por su lado, han alimentado esa presentación, digamos agónica, y la Prensa, en general, también. Parece que no interesan más problemas que aquellos en que puede haber un vencedor y un vencido; mejor dicho, aquellos en que hay un vencido, lo que por lógica ineludible lleva la aparición de un vencedor. El goce aumenta cuando el vencido es el malo y el vencedor el bueno. A nadie le gusta ver derrotado al bueno; cuandoasí sucede, se dice que el espectáculo ha acabado mal; y esta predisposición a los finales felices se transfiere también con frecuencia a las decisiones judiciales.Me atrevo a pensar que el Tribunal Constitucional ha sido víctima, de algún modo, de este ambiente de contienda simplificada. La sentencia que acaba de dictar produce hondo desasosiego. El bueno, el Gobierno que ha pretendido resolver un lío complicado, no ha perdido; por ahí podemos estar tranquilos. Pero esta que en términos más clásicos Podría llamarse razón de Estado (el prestigio del Gobierno es un pilar del edificio del Estado, etcétera) ha prevalecido a costa de algo que quizá sea mucho más sustancial y necesario para nuestra convivencia en libertad, y esa desazón no recibe consuelo ni siquiera en el voto de la minoría del tribunal o de su mitad perdedora, porque ese voto, precisamente por ser perdedor, no puede tranquilizamos sobre el verdadero fondo de la cuestión, que, expresamente, ni la sentencia ni el voto particular abordan: la sujeción del ejercicio del poder al derecho, la defensa de los derechos de los ciudadanos frente al poder, el derecho a una justicia amparadora frente a la prepotencia; porque aquí hay más, mucho más que unos derechos de propiedad afectados de un modo al menos singular.

El decreto-ley tan traído y tan llevado se aplicó a centenares de empresas, todas sociedades; la mayoría de ellas no eran bancarias ni de seguros, ni estaban sujetas a control administratfvo o público especial ni tenían por qué estarlo; en muchas de ellas, parte de las acciones no pertenecían, directa ni indirectamente, al señor Ruiz-Mateos ni a su familia; incluso en algunas la mayoría de las acciones estaba en esa situación; en las sociedades había administradores designados, directa o indirectamente, por el señor Ruiz-Mateos, y

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La razón de Estado y otras razones

Viene de la página 11 otros muchos que correspondían a otros grupos de accionistas; algunas de esas empresas se encontraban en buena situación económica y administradas según los criterios de un empresario normal, es decir, según los módulos de comportamiento de gran número de empresarios españoles tenidos por correctos por el propio Gobierno y por la comunidad empresarial.

De la noche a la mañana, y no es una metáfora, esos accionistas se encontraron privados de sus acciones y sus administradores excluidos de sus puestos, en virtud de un acto del Gobierno contra el que los afectados no tuvieron ni tienen recurso alguno, contra el que no pueden acudir ante la justicia ordinaria para hacer valer sus razones frente a la medida, para defender sus derechos, en este caso su derecho de propiedad y su condición de empresarios. Más aún, esos empresarios (administradores) fueron privados a partir de ese momento de los documentos, de la contabilidad, de los libros de actas, de todos los elementos que les podrían servir eventualmente para defender su gestión, y todo ello, repito, sin poder acudir a un juez. Creo que puede admitirse que, entre los centenares de empresas, miles de accionistas y decenas o centenares de administradores del grupo Rumasa habría algún justo; se deduce, por lo demás, de la información hecha pública por el Gobierno de las acciones emprendidas por el ministerio fiscal y, sobre todo, de las no emprendidas, y a esos justos se les privó de sus derechos y situaciones personales sin más recurso judicial que el derecho al pataleo.

El Tribunal Constitucional ha dicho que ese acto del Gobierno es conforme a la Constitución. No es necesario acudir al supuesto anterior para comprender la significación, para nosotros ciudadanos españoles, de la decisión del tribunal. La eficacia del sistema de derechos se pone de manifiesto en el caso límite, en el caso de quienes actúan en contra de la ley, del delincuente o del infractor; el vacío de la negación o insuficiencia de un derecho se hace más evidente en el caso límite contrario, el del ciudadano cumplidor de las leyes. Pero los mismos derechos asisten a los accionistas y administradores correctos que han quedado afectados por la decisión del Gobierno que a los que pudiera pensarse que no son tan correctos, lo que al final debería poder establecerse, si así lo desea el interesado, por algún juez o tribunal. Pero no es así; el señor Ruiz-Mateos podrá defenderse de algún modo de las imputaciones de delito; pero se le ha privado de los mecanismos judiciales para demostrar lo que dice a la Prensa y a quien le quiere oír: que su gestión era correcta. Por privarle, se le ha privado hasta de las posibilidades de defensa que otorga el procedimiento de suspensión de pagos o de quiebra, incluso necesaria, donde cualquier comerciante puede hacer valer sus derechos en un proceso en regla. Y no sólo al señor Ruiz-Mateos, sino a todos los demás afectados, correctos o no, buenos o malos, justos o injustos.

Que el poder, el poder ejecutivo, tiende al abuso o, si se quiere, a la prepotencia, no debe escandalizar a nadie, y no hace falta, para no escandalizarse, ser un anarco convencido. Una buena parte de la Constitución y no menos de un tercio de lo que se estudia para obtener una licenciatura de Derecho se dedica a los procedimientos para poner coto a los posibles abusos del poder ejecutivo, es decir, del Gobierno y de las administraciones públicas. Ése ha sido el objeto de una lucha que, en su fase más brillante, lleva dos siglos en nuestro mundo occidental y siempre está de actualidad, aun allí donde más se respetan los derechos de los ciudadanos, y no digo aquí, donde la tradición de vulneración de esos derechos se alimentó años y años. Cuando tanto trabajo nos tomamos para defendernos de posibles arbitrariedades del poder será por eso, porque esas arbitrariedades son siempre posibles.

Por eso el hecho de que el Gobierno, respaldado por el voto popular, agobiado por la situación concreta, con las urgencias del lío que se le viene encima y de las derivadas de sus propios errores tácticos, tire por la calle de en medio, incluso con arrogancia, me disgusta, pero no me extraña; un Gobierno que utiliza todo su poder está en lo suyo. Si en esa acción se extralimita, lo que sucede con frecuencia, lo importante es que el ciudadano tenga medios para ponerlo en razón.

El Gobierno hizo por decreto-ley algo que, hecho por simple decreto (y no estoy siguiendo fórmulas legales), hubiera dejado intactas las posibilidades de defensa de los afectados. Y ésa es precisamente la perversión del tinglado, el abuso objetivo del poder; el Gobierno ha utilizado un mecanismo que impide el control jurisdiccional normal de ese acto concreto, la clara defensa de los derechos de los afectados, y de ahí la responsabilidad del Tribunal Constitucional, porque sólo el Tribunal Constitucional podría pronunciarse sobre ese acto del Gobierno, ya que los interesados no pueden reclamar contra él ante nadie. Y no hace falta saber mucho derecho para comprender que si un Gobierno toma una decisión que afecta de manera sustancial a unos ciudadanos concretos identificados por sus señas personales y estos ciudadanos no pueden acudir a la justicia para defenderse, neutralizando en su caso la acción del Gobierno, algo funciona mal en ese Estado de derecho. Será un Estado de derecho menos perfecto de lo que requiere la tranquilidad del ciudadano que quiere verse libre.

En algún lugar he leído y oído que este decreto-ley no constituye precedente, que nunca más se repetirá el caso ni la decisión, etcétera. El Gobierno ya nos ha dicho por boca de su presidente que, si ahora son buenos, en el futuro van a ser buenísimos, y que esto no se volverá a repetir. El tribunal, un poco consternado por lo que ha tenido que sentenciar, parece queremos tranquilizar en el mismo sentido.

Pero quien dicta un acto o una sentencia no tiene en su mano fijar el carácter de precedente o no de ese acto o sentencia, porque si precedente es lo que existe antes, el acto o sentencia lo serán en el futuro por el mero hecho de haber sido dictados en el pasado; y que ese antecedente se utilice como razón o ejemplo de decisiones futuras dependerá de lo que quieran los que tomen las decisiones futuras, y ni este Gobierno ni este tribunal tienen garantizada la eternidad; más bien tienen garantizada, por la Constitución y la biología, la caducidad, y quién sabe lo que pensarán futuros Gobiernos y tribunales, incluso este Gobierno y este tribunal, delante de otro caso singularísimo que afecte al derecho de propiedad o a otro derecho dentro de un tiempo quizá no muy lejano. La única manera de que esta sentencia no pudiera constituir precedente de una actuación gubernamental que produzca parecidos efectos desoladores sería que hubiera mantenido una tesis contraria a la que contiene.

Lo cierto es que el tribunal ha dicho que es conforme a la Constitución un acto singular del Gobierno para un caso concreto, que libera al Gobierno del control jurisdiccional normal de ese acto y priva a los afectados del derecho a reclamar contra los actos ante el poder judicial en defensa de sus derechos e intereses. Las razones pueden ser no convincentes. A una parte del tribunal no le han convencido; a mí, tampoco. Pero eso que no convence es ahora interpretación válida de la Constitución, y, se quiera o no, es un precedente, y además un mal precedente.

Cuando discutí y aprobé, con otros muchos, la Constitución, no pensaba que ésta pudiera permitir un resquicio así, y sigo pensando que no lo permitía. Pero mi opinión de que la mayoría del tribunal se ha equivocado, después de pensárselo durante 10 meses, no me sirve de alivio, por importante que sea el acompañamiento de opiniones coincidentes con la mía. Si la Constitución permite lo que el tribunal admite, es que no hicimos la Constitución que queríamos hacer, es que la Constitución está, al menos en un punto importante, mal hecha. El tribunal nos hace ver ahora, a mí y a otros muchos, que nos equivocamos al hacer la Constitución, que construimos un Estado de derecho menos perfecto de lo que pensábamos. Pues habrá que reformar, en ese punto, la Constitución; porque mientras dejemos esa puerta abierta a decisiones singulares del Gobierno, tan concretas que tienen nombres y apellidos de ciudadanos, no susceptibles de control jurisdiccional ordinario a petición de los afectados, nuestra debilidad frente al poder será mayor. Y habrá, después de éste, otros Gobiernos de variado pelaje e innumerables situaciones de urgente necesidad y derechos, de propiedad o no, en juego. Francamente, a mí me gusta y me tranquiliza un Estado de derecho más redondeado; y no por razones puramente estéticas.

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