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Enseñanza y religión

Hay ciertos temas polémicos, como el aborto o la educación, que se vienen tratando con exquisita erudición. Se habla de genética, metafísica y psicología, y se trae a colación a Pestalozzi, Monod, los padres de la Iglesia y algún que otro premio Nobel. Parece como si se tratara de ocultar las realidades sociales que yacen bajo estos problemas. Ahora, con el espinoso asunto de la colisión entre enseñanza pública y enseñanza confesional, estamos en lo mismo. La única voz que no se oye es la del hombre de la calle. El deseo, pues, del que esto escribe es que por tal fueran tornadas sus palabras. Y como no podía ser menos, que en ellas se encontrara incluso algo de ese "viejo, cuerdo y sabroso anticlericalismo" al que aludíaSavater en uno de sus jugosos artículos -Osadía clerical-, publicado en este diario hace ya algún tiempo. Y no vamos a tratar de desentrañar ahora la raíz histórica y sociológica de la ancestral animadversión que el buen pueblo español siente hacia las sotanas, a pesar de su religiosidad colorista y folklórica. ¿Podía ser de otra manera? Cuarenta años de nacionalcatolicismo más unas centurias de alianza entre el trono y el altar sólo podían producir agnósticos y ateos, y no tanto como muestra de "resentimiento por su captura, edípica en las escuelas católicas", como decía el teólogo y periodista José María González Ruiz, sino por pura hartazón de ritos y patrañas, amén de saludable reacción ante los purgatorios físicos y los infiernos metafísicos con los que nuestros ensotanados propedeutas trataban de salvar nuestras almas.

Cuando la gran derecha habla hoy de este problema de la educación se eleva a intangibles principios constitucionales, y con la boca pequeña se refiere a la libertad de enseñanza. Pues bien, hablar de dinero o de poder político sería una ordinariez en boca de los padres de la patria. Libertad de enseñanza es un bonito eufemismo para referirse a financiación por el Estado -o sea, por todos los españoles, creyentes, tibios o ateos, adventistas o episcopalianos- de los colegios confesionalmente católicos. Da risa, por no citar otros sentimientos más biliosos, oír la palabra libertad en boca de los que durante 40 años impusieron a todos los niños españoles una educación religiosa del más cerril dogmatismo, una ideología política de corte fascista y una moral en la que era más gravepensar en los senos de Rita Hayworth que torturar comunistas.

Pero no hay que pensar que fue Franco el inventor de esta educación esperpéntica. En los colegios religiosos de la década anterior a nuestra guerra, los enseñantes de varita y palmeta descargaban sus frustraciones y su ignorancia sobre una grey de perplejos y atribulados alumnos. Era una enseñanza libresca y memorística, de la que estaba ausente toda belleza o realidad. Todo enemigo de la Iglesia lo era del género humano. Así, era mejor Fernando VII que Felipe IV, Torquemada que Lutero y el padre Coloma que Pérez Galdós. Los socialistas eran demoniacos, pero al general Primo de Rivera hubimos de remitir preciosas tarjetas de adhesión caligrafiadas con nuestra mejor letra inglesa. Se nos prevenía además contra la Prensa liberal, augurando los mayores males para los padres de los alumnos que cometían el pecado de leer El Sol o El Heraldo de Madrid. Y el sexo acechando por doquier hasta convertirnos en tarados o enfermos contagiosos. Las periódicas inquisiciones en la penumbra de los confesionarios sólo dejaban un regusto de suciedad y rebeldía. Quizá hacernos vivir en el rechazo de la carne y de la belleza era una sutil forma de rebajar el orgullo de ser hombre. Como decía Terenci Moix en su libro El sadismo deb nuestra infancia, "se nos educaba al margen de todo humanismo, haciéndonos creer además que, en tanto que hombres, éramos sólo una raza de sabandijas".

Por todo esto, muchos de los españoles que han doblado hoy el cabo de los 50 años, que tuvieron que afrontar un vía crucis para lograr que sus hijos recibieran una educación lo más libre posible, se sienten estafados al tener que contribuir con su dinero a que los hijos de aquéllos que les cerraron la vía de la libertad y de la inteligencia puedan seguir educándose en la intolerancia y el dogmatismo. Puede parecer exagerado enjuiciar la enseñanza confesional tan duramente, pero a la mano está el ejemplo en el famoso catecismo del padre Ripalda, versión franquista. De acuerdo con este espiritual vademécum de pedagogía, la libertad de imprenta es la facultad de publicar sin censura toda clase de opiniones "por absurdas y corruptoras que sean". Señala como libertades perniciosas la de enseñanza, propaganda y reunión. El matrimonio civil sólo es un "torpe concubinato"; la libertad de expresión sólo sirve "para enseñar el error, propagar el vicio y maquinar contra la Iglesia"; el socialismo es "un sistema absurdo y sobre todo injusto"; la teoría de la evolución es un disparate, y suscribirse a periódicos liberales, un grave pecado.

Es de suponer que la enseñanza en los colegios religiosos habrá evolucionado, pero dudo mucho que éstos puedan compaginar la creación divina con la evolución de las especies, el amor predicado por Cristo con la bendición de la Cruzada, la salud de la mente con la represión sexual y la ética con la existencia del infierno post morten. Y sobre todo que sean capaces de lograr seres humanos libres y tolerantes si las premisas de su educación es la fe ciega, el dogmatismo y la intolerancia, llamada incluso santa por el Ripalda de nuestra época, monseñor Escrivá de Balaguer.

La verdadera educación ha de ser objetiva y aconfesional. Ha de enseñar a pensar y no a creer. Y sobre todo, mientras la escuela pública no posea los medios económicos y pedagógicos necesarios, la enseñanza confesional debe ser sufragada por los que la requieran. Lo contrario sería defender una libertad ficticia que, como siempre, sólo sería real para los que, por su dinero, pueden escoger los medios de formación que más les satisfacen.

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