En el centenario de Indalecio Prieto
Este año es el centenario del nacimiento de uno de los políticos más deslumbrantes que tuvo España, muerto hace ahora veinte años.A lo largo del tiempo me ha sorprendido el respeto y admiración de cuantos conocieron a Indalecio Prieto, sobre todo de sus adversarios políticos. Franco, en sus años de poder absoluto, dijo a un gobernador civil, amigo personal: "A veces siento la necesidad de un Indalecio Prieto a mi lado". Parece una confesión increíble, por lo que debo aclarar que Prieto y Franco se conocieron, antes de proclamarse la República, en la tertulia de don Natalio Rivas. Incluso se sabe que don Paco, todavía soltero, cortejó a una hija del ex ministro granadino. Por entonces no sospechaba que con el tiempo sería caudillo, sintiéndose en aquellas reuniones tan sugestionado por la lucidez del líder socialista que, según contaba don Natalio, nunca abrió la boca delante de Indalecio".
Era Prieto un auténtico hombre del pueblo. Sin estudios ni título universitario, en una famosa sesión de las Cortes dijo algo inaudito: "Estoy en tan excelentes condiciones para gobernar que no me estorba ni la cultura". Y en otra ocasión, cuando en la Cámara se oían rumores mientras que hablaba don José Ortega y Gasset, figura indiscutible, Prieto exclamó: "¡Silencio, que habla la masa encefálica!", lo que desconcertó a todos.
Tuvo Prieto, a lo largo de su fecunda existencia, un acendrado sentido de responsabilidad, una mezcla de impulso y reflexión, junto a un fervoroso y enraizado amor a España que le hizo exclamar en uno de sus últimos discursos: "Deseo ardientemente volver a España para que, si no puedo ser útil de otra forma, sirvan mis restos para criar jaramagos en mi amada tierra".
Vi a Prieto por primera vez en un acto de la Agrupación Socialista de Granada. Mientras Jiménez de Asúa hablaba de la Constitución, él, a su lado, después de un día de gran actividad, se quedó dormido. Yo escribía, oyéndole roncar. Era algo que chocaba, preguntándome qué podría decir aquel gordinflón con aire de tendero, ajeno al hervor del ambiente, mas instantes después, al tocarle don Luis en un hombro, sacudió la cabeza como un león sorprendido, bastando unos minutos para que cuantos llenaban el local vibraran de entusiasmo. Fue tal el arrebato del orador que, acompañando la acción a la palabra, en un instante de sinceridad se dio un puñetazo en el pecho que retumbó como un tambor, y yo, asombrado, perdí el hilo de mis notas.
Tolerante y severo
En otra ocasión, junto a Fernando de los Ríos, recriminó a los obreros su indiferencia y pasividad en el trabajo, advirtiéndoles que si todos no colaboraban para mejorar la situación económica, evitando enfrentamientos, nos veríamos invadidos por otro país, como en cierto modo aconteció. Tenía don Indalecio la obsesión de España, el dolor de España, el hondo afán de superar atrasos y fanatismos para reconstruir una nación libre, moderna, con justicia social. La política fue para él un arte de realidades, alentándole de tal modo el deseo de estar bien informado que sorprendían sus conocimientos en las más opuestas materias, como cuando en un debate parlamentario con Calvo Sotelo impresionó por sus conocimientos de hacienda. Igual ocurrió al pasar por el Ministerio de Obras Públicas, en el que dejó huella. En el Gobierno Civil oí a don Juan José Santa Cruz, ingeniero jefe de Granada: "Don Inda es un monstruo, le han bastado unos meses para conocer los problemas más difíciles del departamento, intuyendo soluciones realistas y de gran imaginación, cara al futuro, que no se nos ocurren a los técnicos".
En una de sus visitas estuvo el ministro en Sierra Nevada. Se estudiaba la posibilidad de que por un túnel cruzara la carretera, bajo el Veleta, a la vertiente de las Alpujarras. Don Inda se alejó del grupo, reapareciendo minutos después apretándose el cinturón, y de pronto, en uno de sus famosos desahogos, dijo a los amigos que lo acompañaban: "No he querido perder esta ocasión para, desde tan gran altura, acordarme de los que me calumnian". Muy tolerante con sus adversarios y enemigos, aprovechaba cualquier oportunidad para aguijonear a los del golpe bajo o la ofensa personal. En otro discurso del año 1933, en el teatro Cervantes de Granada, con De los Ríos, Otero y María Lagarraja, oí a un Prieto encrespado, severo: "Esos diputados que me ofenden tienen la obligación de ir con sus acusaciones al Parlamento, cara a cara, y que tengan todos cuidado con sus expresiones. Yo no he abdicado de mi hombría y si un día, en un arrebato irrefrenable, que no quiero que muera hasta que muera yo mismo, se cruza un difamador, yo me siento con energía viril y salvaje, no ya para cubrirle el rostro a escupitajos, sino para horadarle el cráneo a pistoletazos".
Prieto se adelantó a la tolerancia y el entendimiento actual entre cristianos y socialistas. En otro discurso aclaré: "Yo no veo en las grandes religiones incompatibilidad con nuestro programa y creo que la revolución socialista será el complemento o, si se quiere usar una palabra litúrgica, la coronación del cristianismo". Don Inda era, como lo fue Besteiro y lo sigue siendo José Prat, respetuoso con todos los credos e ideologías, pero no me imagino a esos hombres con una vela en las procesiones, como algunos improvisados militantes de la última ola que con una mano se santiguan y con la otra levantan el puño.
El respeto a cualquier creencia y a la libertad de cada ciudadano eran temas favoritos en el viejo luchador. "El socialismo", repetía, "debe detener sus avances allá donde tropiece con una vulneración de la libertad; es para mí más preciada la libertad humana que cualquier progreso económico".
Diputado desde el año 1918, reveló su capacidad de estadista como ministro durante los años de república y más aún en el huracán de la guerra civil. Fue Prieto, entre todos los políticos de izquierdas o de derechas, el que más se afanó para evitar el conflicto. Tuvo tal actividad en aquellos, cruciales días que, como se ha dicho, "el despacho de Prieto era otro Gobierno, acaso el único Gobierno". Fracasados todos los intentos de compromiso, ante la fatalidad de lo inevitable, luchó denodadamente por la victoria, superando el íntimo vislumbre de que, dadas las circunstancias internacionales, todo estaba en contra. Se mantuvo en su puesto con el alma dolorida, sin dejar de sondear cualquier forma de paz; era su obsesión. Quiso que se hiciera el canje de José Antonio y envió emisarios a Hedilla, Femández Cuesta y otros jefes nacionalistas. Vano empeño. Cuando todo parecía perdido, ya ministro de Defensa, alentó la batalla del Ebro y la toma de Teruel para, con algún éxito más o menos esporádico, forzar un pacto digno. Imposible. A pesar de todo, en sus discursos, superando todos los contratiempos, sin olvidar que los otros eran también españoles, repetía: "¡No imitéis a los fascistas en sus desmanes. Superarlos con vuestra conducta moral y en generosidad". A la vez, sus voces y órdenes hacían temblar el edificio del ministerio. Afrontaba con coraje cada circunstancia y cuando algunos creyeron que le faltaría tacto y entereza para entenderse con los altos jefes militares, vieron que no era un ministro de paja, acomplejado: "El jefe noruega, ordena", solía decir.
Al hundirse el frente del Este, amenazada Cataluña, el general Rojo, jefe del Estado Mayor, y el jefe de la aviación, Hidalgo de Cisneros, decidieron, como solución al tremendo drama, entregarse a los rebeldes. El ministro Prieto les dijo: "Si consideran que esa solución puede ahorrar dolor a los soldados, cosa que personalmente no creo, y se disponen a ese gesto, cuenten ustedes conmigo; les acompañaré". En otro trance crítico, afirmó: "Si hemos de perecer, yo soy partidario de ir a la muerte cuidando de que quede a salvo nuestro decoro".
La pugna entre Prieto y Negrín merecería muchas cuartillas. Don Juan, hombre también excepcional, envidiaba la intuición, agilidad mental y oratoria del orondo compañero. A veces sentía el impulso de alejarlo de su lado, mas pronto comprendía lo que significaba su presencia, las chispas de luz de aquella mente, capaz de analizar la cara y la cruz de cada situación. "Lo necesito como contradictor", decía a los íntimos. Fue un duelo impresionante y al fin, tras fuertes disputas, se produjo la ruptura. Lo peor de una guerra civil no es el hecho concreto de la muerte, sino el amargo resentimiento entre corazones hermanos. Cuando meses después coincidieron en un acto, Negrín, sobreponiéndose a todas las rivalidades, seguro de que la derrota los separaría para siempre, pidió un abrazo al compañero y éste, consciente de la responsabilidad histórica que asumían, le abrió sus brazos.
Sólo he dicho algo, muy poco, del singular hombre que, ya enfermo, en México, tras una pesada noche, dijo a su médico, el exiliado Santiago Villanueva: "Adiós, doctor", quien le contestó: "No, si no me voy hasta que se quede usted tranquilo y dormido". El enfermo repuso sereno: "El que se va soy yo".
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