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Modernidad y feminismo

Las gentes más atentas, en los comienzos del siglo XX, al espíritu del tiempo nuevo, movidas, en parte, por la magia pitagórica de los números y ese redondo XX que estaban estrenando, pensaron que, en efecto, inauguraban una nueva época. Así, entre nosotros, Eugenio d'Ors primero, José Ortega y Gasset en seguida. A D'Ords debemos la invención de la palabra noucentisme, novecentismo, que fue creada por analogía con otras semejantes, usuales en la historia del arte, para afirmar el renacimiento de una voluntad estética y un estilo que venían a contraponerse al todavía decimonónico, decadentista del fin-de-siglo, al modernista. (Acabo de ver en el programa para este curso del Col-legi de Filosofía que, con excelente acuerdo, se dedicarán en éI varias sesiones a la estética novecentista.) Y casi lo mismo quiso decir Ortega con su divisa de El espectador: "Nada moderno y muy siglo XX'.

Ortega reconoce en sí mismo "cierta hostilidad contra el siglo XIV'. ¿A qué se debe? Justamente a que es nuestro "único enemigo", 'V que llevamos dentro", frente al cual "han de organizarse nuestros rasgos peculiares". ¿Fue una pretensión excesiva -"una avilantez", llega a escribir Ortega- la del siglo XIX al llamarse, por antonomasia, moderno, y una ingenuidad la de su fe dogmática en el progreso lineal? Cada cual es de su tiempo. Muchos, sin embargo, se van quedando rezagados dentro de él; otros, por el contrario, se adelantan, y tal fue el caso de Ortega y D'Ors. Por otra parte, ninguna época se cierra sobre sí misma, en todas se dan rasgos retardatarios y rasgos anticipatoris; en suma, toda época es época de transición a otra.

María Campo Alange, en un Iibro que titula Mi atardecer entre dos mundos, muestra hasta qué punto lo que se acaba de decir es así. En un primer momento, el título -que por lo demás se co rresponde con otro suyo anterior, también de memorias, Mi niñez y su mundo- podría pare cer desmedido, y sin embargo no lo es. Ella vivió en su traslado de la Sevilla natal a Madrid y París, en su desprendimiento de los usos recibidos para adoptar otros nuevos, en su formación artística y en su vinculación esté tica a Eugenio d'Ors, esa instala ción cultural en lo que él denominó novecentismo. Pero también, reflexionando sobre la mujer y l"a secreta guerra de los sexos", se fue distanciando del maestro, quien de ninguna manera habría podido aceptar esa "agonía del patriarcado", de la que habla aquí. El libro de María Campo Alange puede leerse, y así lo estoy leyendo yo, guiado por su título, sacándolo a proyección general: atardecer entre el mundo de lo que, con novecentismo y todo, llamamos modernidad, y lo que, volviéndonos a dejar influir por la magia de los números, ahora el del, milenio, llamamos posmodernidad, a falta de un nombre que sólo podrá imponerse a la nueva realidad histórica cuando ésta haya cobrado ya figura suficiente.

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También la historia de lo que, con un término que se presta a interpretaciones simplistas, suele llamarse feminismo, y que es preocupación por la evolución social de la mujer, se sitúa "entre dos mundos". El movimiento español que, en cierta correspondencia con el internacional de Betty Friedan, inició Lilí Álvarez -quien, a la vez que por la liberación social de la mujer, luchó por la liberación religiosa del laicado- y prosiguió María Campo Alange con sus obras, sus colaboradoras y la fundación del Seminario de Estudios sobre la Mujer, ha constituido una etapa sumamente importante de esa historia reciente. Superpuesto a ella, cabe distinguir el movimiento feminista en sentido estricto, militante y activista, mucho más que teórico, de reivindicación de los derechos de la mujer y de su promoción social. Este movimiento, dejado a sí mismo, corre el riesgo de que, al reclamar, con razón, para la mujer el status social del hombre, pierda de vista lo genuino de aquélla, lo que ella puede aportar en la presente situación de tránsito de la modernidad a la posmodernidad. Una psicología -y más que psicología- diferencial de la mujer que toma como punto de partida a un Freud vuelto, en cierto modo, del revés es la tarea llevada a cabo por Magda Catalá en su bello libro Reflexiones desde un cuerpo de mujer. La mujer es, potencialmente, más rica y compleja que el varón. Es el hombre, es su libido o sexualidad activa, y es la libido inmanente, vuelta sobre sí. El "pactó cómplice del patriarcado" apunta aquella primera dimensión y reduce ésta a pasiva objetualidad sexual. La ruptura de tal pacto demanda de la mujer que se mantenga en su constitutiva contradicción, en esa dialéctica de ser y no ser, hueco, vacío y terreno de juego en que consiste y que está en el origen de su creatividad. La mujer posee un para sí-misma en su narcisa "reflexión ante el espejo, donde el hombre no tiene cabida".

Se suscriba íntegramente o no esta indeterminante determinación de la personalidad femenina, creo que sus dos rasgos más distintivos, el narcisismo y lo que dándome cuenta plena de la ambigüedad del término me decido a llamar androginia, pertenecen, a mi parecer, a eso que se anuncia como posmodernidad.

Pero estamos todavía en la modernidad, en la, podríamos decir, madurez de la modernidad. En diversas ocasiones he escrito que llegar tarde a la autocomprensión de sí mismo tiene, junto a la pérdida de tiempo que supone, sus compensatorias ventajas: se ingresa más tarde en la edad plenamente adulta, se mantiene una comunicación casi inmediata con quienes, más jóvenes, llegaron a ella a la vez que nosotros, no se detiene uno a la edad cronológica en que suelen hacerlo otros, se envejece más tarde de espírtu... María Campo Alange, ciertamente, y yo mísmo creo que también hemos conseguido que nuestra vejez "equivalga a una madurez" y que estemos acertando a despedimos de nuestra época, abiertos a la que se avecina...

Mas ¿cómo acabará la época misma, la modernidad? ¿Se extinguirá suavemente, dando paso al tiempo nuevo y entretejiéndose con él? ¿O, por el contrario, se agitará convulsa, negándose a desaparecer y estará destinada al corte brusco, a la violenta destrucción? Hablábamos antes del milenio. Esperemos que, con él, no sobrevenga el apocalipsis.

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