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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Los domingos de la derecha francesa

EL PASADO domingo significó otro revés para la izquierda francesa. Ha caído, después del segundo turno electoral, la alcaldía de Aulnay-sous-Bois; como antes Antony, como antes Sarcelles. De nuevo se derrumba un viejo y sólido feudo del partido comunista; pero el PCF afirma que la culpa no es suya, sino que se ve arrastrado por la decadencia del Gobierno socialista, por el fracaso delyrograma de cambio. Sin embargo, el retroceso de los comunistas en Francia es muy anterior y mucho más pronunciado que la pérdida de popularidad de los socialistas; sufre un desmoronamiento cotidiano, infligido por su propia posición de pasmo y falta de respuesta ante las situaciones nacionales e internacionales. El PCF mantiene, además, cuatro ministros en el Gobierno. Los casos concretos de esos ayuntamientos acarrean, de otro lado, su propio desprestigio. Las elecciones ahora celebradas como secuela de las municipales se han repetido porque los comunistas fueron acusados de fraudes realizados en sus propios ayuntamientos, y bastante tiene que haber de cierto en las denuncias cuando los nuevos resultados son tan distintos de los impugnados.Una vez descontados esos factores, lo que resta, es que las elecciones las está ganando la derecha, en la oposición, y perdiendo la izquierda, en el poder, de forma sucesiva e implacable. A los dos años largos de la victoria de Mitterrand y de la conquista por los socialistas de una confortable mayoría en la Asamblea parece difundirse un segundo desencanto. La derecha clásica multiplica sus acusaciones contra la economía gubernamental, que, según ella, destroza la única energía real del país, la de la iniciativa privada. A la vez, los votantes de la izquierda se ven castigados por el desempleo y por la reducción de sus salarios reales. No faltan quienes comienzan a sospechar que el PSF, como hizo antes la SFIO con los Gobiernos de Guy Mollet, está trabajando objetivamente para la derecha y alentando un nuevo militarismo. La ola de entusiasmo de mayo y junio de 1981 se retrae; sobre aquella hoguera cae el agua fría y se eleva una nube de vapor inútil.

Queda, sin embargo, el prestigio personal de Mitterrand, aunque no, permanezca intacto. Las encuestas muestran que después de unos niveles muy bajos ha vuelto a subir. Hay quien supone que esa rectificación se debe a su última dinámica, su ocupación del puesto de delantero centro en ese desmayado equipo gubernamental. El rapidísimo viaje a Líbano tras la muerte de los soldados franceses se debería a esa.explotación de su propia imagen, dejando incluso caer levemente parte de la culpa sobre su propio Gobierno y sobre las dificultades de entendimiento entre ese Gobierno y el partido socialista, cuyas bases no están nada'satisfechas y cómienzan a hacer visible su descontento.

El problema mayor surge a la hora de interpretar hacia el futuro el significado de las victorias conservadoras en estas elecciones municipales consecutivas. La repetición de los resultados en las urnas suministra poderosos argumentos a quienes afirman que se ha puesto en marcha una tendencia irreversible que devolverá a la derecha la hegemonía política en las próximas legislativas. El PSF se consuela con la idea de que sus derrotas municipales, han sido votaciones de castigo y alberga la esperanza de que cuando llegue, en 1986, la prueba definitiva, tal vez la sociedad francesa haga examen de conciencia y emita un voto de resignación que mantenga, aunque mermada, la mayoría socialista en la Asamblea. Sin embargo, esa modificación de los comportamientos electorales necesitaría, para pasar del deseo a la realidad, que la situación francesa mejorase o, cuando menos, no empeorase.

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Y también, que la derecha continuase herida por sus querellas internas, por lo que algunos llaman "la batalla de los jefes" y otros denominan "las guerras de religión". Chirac, Barre y la delgada sombra de Giscard no cesan de hacer sus oposiciones y de presentar en sus discursos opciones distintas. De ellos, y de sus próximos, los críticos afirman que son excelentes parlamentarios, magníficos diputados de la oposición, pero que no presentan verdaderos semblantes de gobernantes. Aquí radica la esperanza de la actual mayoría: que los antiguos votantes socialistas se pregunten en 1986 si, dada la profundidad de la crisis nacional e intemacional, no tendrían que sufrir más bajo esa derecha desunida en muchas cosas pero firme en la defensa de sus intereses. Mal asunto, en cualquier caso, para un país que tendría que votar por un mal menor y llevado por el espíritu de la resignación y del recuerdo de lo que pudo ser alguna vez el cambio.

Y aun así, para que la firme tendencia conservadora, puesta de manifiesto en las votaciones municipales se

invirtiese, la situación económica tendría que enderezarse o no deteriorarse. Una cosa es la imagen de Mitterrand -cuya candidatura no será sometida a la prueba de las urnas hasta 1988, a menos que una catástrofe socialista en las elecciones legislativas de 1986 le impidiera seguir adelante-, y otra bien distinta la realidad. Nunca un delantero centro ha ganado en solitario un partido, aunque se le atribuyan los méritos. Para que los socialis tas recuperasen el terreno electoral perdido sería nece

sario que los franceses advirtiesen, en sus casas, en sus trabajos y en la calle, que las dificultades habían tocado fondo y que la orientación de futuro se presenta favorable. Pero lo que hasta ahora han percibido los votantes que han abandonado a la mayoría es que las cosas han marchado igual de mal que antes, o incluso peor.

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