Invierno
Dos cosas les mantenían unidos. El sol, que se iba prolongando más allá del verano, y la presencia de la vieja en la azotea de enfrente, que hacía las veces de espejo a sus encuentros. El amor clandestino les había conducido hasta allí a comienzos del verano, y lo que, en un principio, parecía tan sólo uno de los eslabones que podían enlazarles -una sensación de ilegalidad, de engendrar un secreto más intenso, quizá, que el deseo-, pronto se convirtió, exclusivamente, en lo único que les impedía reconocer su derrota.Era duro, para los dos, decirse que se habían equivocado atribuyéndose una generosidad que había ido desgastándose con el uso, confesarse que, en lugar del amor, habían dejado paso a los tics del amor, que habían sustituido las emociones por los gestos.
Llegados a este punto, resultó un alivio para los dos descubrir a la anciana que tronchaba verduras sentada en una banqueta, en un ángulo de la pequeña azotea pinzada entre dos mantos de tejas de arcilla. Ella, especialmente, sentía la presencia de la mujer mientras hacía el amor, podía escuchar el clic de las judías tiernas quebrándose entre sus dedos y cayendo blandamente en la palangana de plástico color magenta.
Así pasaron los días, las semanas, y el sol seguía presente aunque el verano había quedado atrás, vivo cómo el reflejo de sus propios sentimientos muertos. La vieja tenía una mirada opaca, que el hombre notaba en su nuca o en su frente, según la posición que adoptara en el encuentro.
Y de esta forma llegó finalmente el invierno, y el hombre y la mujer siguieron con su costumbre, subiendo las escaleras una vez por semana, dejando los vasos y la botella de whisky junto a la cama, consumiendo cigarrillos de acuerdo con un virtuoso protocolo.
Todo hubiera continuado igual de no haberse detenido, un día, cuando ya nada tenían que decirse, a contemplar la azotea desierta. Pues la anciana había desaparecido, dejando bajo la lluvia la banqueta de madera limada por el tiempo. En ese momento comprendieron que llovía, que era invierno, que estaban solos y no se sentían furtivos, que ya no eran nadie, que carecían de espejo. La vieja se había ido y hacía frío, mucho frío, y no sólo en el calendario.
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