La autodefensa en los barrios
NO SON las mismas personas las que hace unos años gritaban que La Vaguada madrileña era suya y las que ahora piden -y, en parte, obtienen- que los puestos de trabajo generados por la pérdida de un terreno pulmonar y su conversión en propiedad privada se queden dentro del barrio. El movimiento de entonces trataba -o lo explicaba así- de defender un fragmento de la ciudad frente a algo que la viene destruyendo desde hace muchos años: la especulación del terreno, su aprovechamiento máximo por intereses económicos, el hacinamiento, los espacios devorados. Muchas grandes ciudades de Europa han sufrido ese daño, pero se han defendido mejor que las españolas. En Madrid ha sido una catástrofe, y ya es irreversible.Pero eI problema que se suscita ahora ya no es exactamente ése. La entrega de puestos de trabajo con la condición exclusiva de residentes del barrio en que se generan sienta un precedente inquietante y aborda un precedente que pueda significar en el futuro una fragmentación que puede degenerar en caos. El origen de este problema es, sin duda, anterior. Madrid tuvo una etapa anexionista, en la cual se incorporó municipalidades vecinas; en una segunda etapa, los nuevos territorios fueron ya objeto de especulación, que se realizó a veces con carácter despiadado, atrayendo con pistas de tenis y piscinas a una población a la que, sin embargo, se dejaba con carencias de servicios generales -escuelas, ambulatorios, vías, transportes...- y, a veces, con viviendas de papel o sometidas a estafas de inmobiliarias fantasmas. Otras ciudades europeas se habían adelantado a este intento de descongestión: sobre todo París, con sus ciudades dormitorio o sus inventos urbanísticos, pero la presión estatal había solventado de principio algunos de los problemas generales. Aun así, se ha visto en la práctica el mal funcionamiento de estos intentos.
Madrid, como Barcelona y otras grandes ciudades españolas, se ha visto en los últimos años asaltada por una inmigración que buscaba aquí sus salidas: primero, por la huida del campo desprotegido, de las zonas agrarias desdeñadas por un centralismo. Luego, por la busca desesperada de trabajo, fenómeno equiparable al de muchas ciudades del Tercer Mundo. Estos inmigrantes desesperados han sido las víctimas de la nueva especulación, los forzados a vivir en zonas consideradas baratas, sometidos a la esclavitud nueva de la letra y el plazo. La autoridad del "Gran Madrid" y los planes, buenos o malos, ni supieron ni saben atajar los problemas de especulación, ni han sido capaces de crear la infratestura obligatoria mínima. La consecuencia ha sido la creación de un sentido de autodefensa del barrio. En el que se han mezclado cuestiones de clase social y en el que han entrado con mayor o menor dosis de demagogia partidos políticos, organizaciones para eclesiásticas, algunos apóstoles perdidos, algunos progresistas iluminados. Bienvenidos todos si algo han aliviado. A ellos se han unido los miembros de las juntas municipales, muchas veces con entusiasmo y aliento.
Pero a medida que van progresando estas acciones de autodefensa va apareciendo un minicantonalismo. Barrios con más capacidad de presión, con mayor número de votantes o con carácter más levantisco pueden obtener mayores ventajas que otros. La condición de residente aparece como generadora de privilegios, cuando, en este caso de los barrios, no puede tener el menor estado jurídico. Es tan absurdo que los residentes de un barrio obtengan la exclusiva de puestos de trabajo en un nuevo centro, industrial o comercial, instalado en él, como lo sería el que se les prohibiera trabajar fuera de él. La condición a la que aludió en este mismo periódico el presidente de la Junta Municipal de Fuencarral (EL PAIS, 31 de octubre) de "la lucha por la vida" nos remite a un concepto del siglo XIX ("struggle for life": Darwin, Malthus; la "ley del más fuerte", la lucha de "todos contra todos"), que la civilización occidental, y sobre todo la izquierda occidental, se ha esforzado en abolir en la especie humana.
No son los culpables, naturalmente, quienes pelean por el empleo, ni los esforzados presidentes de juntas municipales que buscan donde pueden el dinero para sus bomberos, sus educadores, sus árboles y su libros, sino quienes les remiten a la situación primaria de la "lucha por la vida". A la ciudad hay que convertirla en un todo orgánico, en un desarrollo simultáneo y en una desaparición de privilegios. Si la necesidad de médicos y bibliotecas es unánime, el reparto de puestos de trabajo difícilmente puede hacerse por lugares de residencia ni practicarse discriminaciones. El paro es de todos: el trabajo, también.
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