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Programación del éxito

Hace algunos días, con motivo de su participación en el Primer Salón Internacional del Libro (Liber- 83, Madrid), Peter Weidhaas, director de la Feria del Libro de Francfort, dijo estar "convencido de que la desaparición de la cultura del libro está próxima porque las formas de transmitir información son ya otras muy diferentes a los soportes materiales inventados por Gutenberg". Lo que quizá omitió agregar Peter Weidhaas es que la humanidad, y no sólo la cultura del libro, es la que corre el riesgo de desaparecer. No obstante, si el género humano logra sobrevivir al delirio militarista, es seguro que habrá libros y, por consiguiente, cultura del libro.El eclipse del libro viene siendo cíclicamente anunciado por sucesivos arúspices. Desde la aparición de la radio hasta el auge del cine, desde el mágico atractivo de la televisión hasta la explosión informática, todo ha servido de pretexto para el correspondiente réquiem del libro, olvidando, tal vez, que la mayoría de esos medios están siempre hurgando en la literatura en busca de temas, desarrollos, historias, experimentos, estructuras. En una nota anterior escribí que no había crisis del libro, sino del best-seller, y la afirmación pudo parecer por lo menos aventurada en un momento en que precisamente se efectuaba en Dallas el lanzamiento más impresionante de la historia de los best-seller. Las alas del águila, de Ken Follett, que con cuatro de sus libros anteriores ya había llegado a la friolera de 38 millones de ejemplares. Ahora bien, si hay una lectura recomendable para entender este fenómeno de superventas, esa es la excelente nota de Rosa Montero El lanzamiento de un 'best-seller' (EL PAÍS SEMANAL, 2 de octubre), en la que se relata con divertido estupor el rechinante show montado en Dallas para lanzar esa obra al mercado mundial.

Tanto en ese reportaje como en declaraciones a Televisión Española, el autor ha sido muy explícito a la hora de definir el secreto y los motores de su reciente éxito: por un lado, la adopción franca del final feliz, y por otro, dos palabras clave: amor y miedo. Lo del amor no es precisamente el descubrimiento de la pólvora, pero lo del miedo tiene sus matices. No hay duda de que toda la maquinaria del best-seller industrial nace de un miedo: que un determinado libro, si no es altamente promocionado, se pudra en los anaqueles; o sea, que no revela un colmo de confianza en el autor y su capacidad de convocatoria. El monstruoso aparato, con su técnica de shock publicitario, desplegado por algunas multinacionales de la industria del libro es, antes que nada, un síntoma del miedo al fracaso, pero también del miedo a que la gran masa de lectores vaya por el rumbo de su propio gusto y no por el del gusto que le fabrican las computadoras.

Por ello, para los grandes consorcios, el hecho de publicar un libro en tiradas millonarias no constituye una propuesta cultural. Al autor de best-sellers se le marca, por lo general, el estrecho pasillo por el que debe transitar su historia. A él debe aportar su habilidad o su talento, o los sucedáneos mercantiles de una y otro. Ken Follett ha reconocido que tiene a su disposición, por lo menos, dos personas que le buscan temas, datos, libros alusivos y otros materiales accesorios, para que él luego los adapte a la que constituye su infalible fórmula de superventas: la historia debe tratar el acontecimiento crucial en la vida del protagonista, los personajes deben alcanzar sus objetivos, la novela debe tener un final feliz y el argumento debe tratar bien a las figuras femeninas, a fin de no perder medio millón de lectoras.

Por supuesto que en un nivel estrictamente cultural el éxito de un libro no es un factor negativo. El más digno y sobrio de los escritores siempre ha de considerar una buena noticia que sus libros lleguen a un número significativo de lectores. En cualquier caso, el autor debe ser leal consigo mismo. Cualquier concesión ira en detrimento de la calidad esencial de su obra. Ya recurrí en otra oportunidad a una cita de Rafael Conte particularmente esclarecedora: "Un libro que se vende en cantidades moderadas durante un largo período de tiempo no es un best-seller, debe venderse mucho en un período de tiempo muy corto para alcanzar tal carácter. Para que sea una obra literaria se requiere que su éxito no se apoye sobre todo en el marketing ni en las maniobras publicitarias, sino en sus valores estéticos".

Complementando el juicio del crítico español habría que agregar otra diferencia que me parece previa al resultado de las ventas. Me refiero a la actitud del escritor. Quien escribe primordialmente en función del éxito seguro, acumulando los ingredientes que la informática le brinda para lograr una venta descomunal, podrá ser conside-

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Programación del éxito

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rado muchas cosas, desde buen inversor hasta planificador sagaz, desde alegre negociante hasta experto en marketing; es decir, todo menos artista o hacedor de literatura, ya que el arte y la literatura requieren dosis de entrega, de honestidad y de generosidad, que no tienen demasiada relación con las expectativas mercantiles. Es claro que los trazos se confunden en el caso de escritores (digamos García Márquez o Marguerite Yourcenar), que mantienen un alto grado de exigencia artística, escriben sin encandilarse con las posibilidades del mercado y, sin embargo, obtienen formidables cifras de ventas.

Creo que es tan válido como legítimo que el escritor aspire a una creciente comunicación con el lector y, por supuesto, que quiera obtener una justa retribución a su faena intelectual. Por el contrario, escribir en función del logro de superventas parece más bien una actitud lamentable. Por una parte, es denigrante para el autor que acepta ser usado con ese expreso designio, y por otra, es humillante para el lector, al que se intenta convocar con maniobras tan deslumbrantes como frívolas.

Es obvio que un best-seller internacional puede, mediante una espectacular publicidad, conseguir millones de lectores, ¿pero alguien se ha detenido a analizar el hecho innegable de que la mayoría de esos best-seller desaparecen de las librerías con la misma velocidad de su explosiva aparición? ¿No habrá que preguntarse en cuántos lectores ese fenómeno, tan crudamente comercial, genera una repulsa, ya no hacia un autor en particular, sino a la literatura en general? Aun en el caso de lectores casi iletrados, sin experiencia cultural, el público es, por lo general, bastante más sensible que las computadoras, y a menudo es capaz de detectar cierto tufillo mercantil en los libros más ruidosamente publicitados. El lector elemental, en estado de inocencia bibliográfica, podrá captar o no los diversos signos literarios, pero casi siempre es capaz de percibir la honestidad o el envilecimiento de quien escribe.

Por eso la industria del best-seller es, en última instancia, una agresión a la cultura, ya que aquí y allá va creando muros de contención a su natural desarrollo y sobre todo va generando un lamentable malentendido: que una obra (por el hecho de tener forma de libro) sea obligatoriamente literaria. Creo que es hora de que nos atrevamos a decir que la mayor parte de los best-sellers comerciales no lo son. De ahí que una novela superventas, que hoy puede llenar los escaparates y las mesas escogidas de las librerías y ser objeto de una promoción extraordinaria, semanas después, al dejar su sitio preferente al nuevo best-seller de turno, corra el riesgo de desaparecer para siempre del ámbito editorial. Ya que tan sólo es (a pesar del vertiginoso y perecible éxito) uno más de los productos que oferta el mercado, está condenado a la breve vida, pasión y muerte de los mismos.

A quienes marcan el rumbo de la sociedad de consumo, no sólo en Estados Unidos, sino también en los demás mercados de Occidente, el sociólogo norteamericano Vance Packard los llamó con acierto "artífices del derroche". La planificación centrada en el best-seller internacional forma parte de ese gran despilfarro, que en ningún caso beneficia a la cultura y sí a los que favorecen el trueque de la musa por la computadora. También las empresas editoras de inobjetable intención literaria suelen ser gravemente afectadas por esas operaciones, con las que, evidentemente, no pueden competir. Y otra consecuencia fatal: a partir de sus pingües negocios, las multinacionales del libro llevan, a cabo una paulatina pero irreversible maniobra de fagocitosis, a expensas de empresas menores o en dificultades.

"Cuando empecé", ha confesado Ken Follett, "pensaba que era mucho más chic escribir novelas con un final triste. Ahora sé que eso era simplemente un fallo". Y también: "Es muy halagador levantarse por las mañanas, y plas, descubrir que eres tan bueno en algo, que eres mejor que casi todos ( ... ). La mayor felicidad consiste en hacer un trabajo extraordinariamente bien y que te paguen por ello".

Vamos, Ken, ni tan chic ni tan shock, ¿no?

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