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El cielo y la tierra

La reunión en Roma de la 33ª Congregación de la Compañía de Jesús y la elección de un nuevo prepósito en sustitución del ya legendario padre Arrupe, ha provocado comentarios, juicios y pronósticos en todo el mundo y la insistente referencia al "cónclave negro" como un capítulo más de la contradicción que ha dado en simplificarse corno Trento vs. Vaticano II, en obvia referencia a los concilios llevados a cabo en 1545-1563 y 1962-1965, respectivamente. El hecho de que no resultara electo ninguno de los congregados en Borgo Santo Spirito que, en los comentarios previos, aparecían como posibles candidatos del Papa, y que en definitiva triunfara el holandés Peter Hans Kolvenbach, reputado como un continuador de la línea progresista del padre Arrupe, demuestra que la Compañía ha podido al fin superar el duro golpe que significó, un año y medio atrás, la contundente intervención del papa Wojtyla en la estructura de la misma al destituir al norteamericano Vincent O'Keefe, hombre de confianza y vicario de Arrupe, y nombrar como delegado personal a Paolo Dezza. No es descartable que con este resultado, que en cierta manera sirve para normalizar la vida errante y externa de la Compañía, ésta resurja como la opción vanguardista que asumiera dentro de la Iglesia durante la larga y decisiva gestión del célebre jesuita vasco.En un reciente programa de Televisión Española se mencionó que en su última visita a América Latina el Papa llevaba una preocupación casi obsesiva: evitar a toda costa una posible ruptura entre el Vaticano y la llamada Iglesia popular. La tensión papal tuvo su clímax, no tanto en la entrevista del Pontífice con el entonces dictador guatemalteco Ríos Montt como en su comparecencia pública en Managua, donde la negativa de Juan Pablo II a orar por los jóvenes sandinistas que en esos días habían caído en su lucha contra las fuerzas invasoras, desató una masiva exteriorización de apoyo a la Iglesia popular.

Es seguro que los miles de cristianos revolucionarios que en Managua habían ido a vitorear al Papa y se estrellaron con el imprevisto desaire, no tenían la menor voluntad cismática y probablemente jamás habían oído hablar del concilio de Trento ni del Vaticano Il. Sin embargo, Nicaragua es quizá el país más católico de América Latina, y por eso el campesinado cristiano tuvo participación esencial en la lucha contra Somoza y la tiene hoy en la construcción de una sociedad más justa.

Dos sacerdotes españoles, Maximino Cerezo Barrero y Teófilo Cabestrero, que han publicado este año un conmovedor libro testimonial (Lo que hemos visto y oído) sobre la Nicaragua actual, lo expresan así: "Se equivocan los que imaginan que se puede dividir y separar a los sandinistas de los cristianos. ( ... ) Ser revolucionario y ser cristiano son dos dimensiones de la identidad de la gran mayoría de este pueblo, tal como se ha gestado en la historia desde los primeros indios de Nicaragua hasta nuestros días. Y querer oponer esas dos dimensiones, o negar y suprimir cualquiera de ellas, es mutilar y destrozar la identidad profunda de este pueblo". Y citan este fragmento de la misa campesina nicaragüense: "Vos sos el Dios de los pobres / el Dios humano y sencillo / el Dios que suda en la calle / el Dios de rostro curtido". También el comienzo del Credo: "Yo creo en vos, compañero, Cristo humano".

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A lo largo de su compleja historia, la Iglesia siempre ha probado su notable capacidad para adaptarse a cada circunstancia. Y su unidad ha estado normalmente ligada a esa maleabilidad que, por supuesto, siempre ha tenido límites, confines. Después de todo, la transformación más importante que ocurre en la Iglesia a partir de la entrañable y removedora figura de Juan XXIII y de la democratización interna por él impulsada, dentro de esa "sociedad religiosa fundada por Jesucristo", se concentra en una apertura hasta entonces virtualmente inédita: las nuevas posturas no siempre son digitadas y planificadas desde las altas jerarquías, sino que pueden originarse en los modestos, oscuros y sacrificados sacerdotes del Tercer Mundo, que comparten la miseria de sus pueblos y también los riesgos de sus luchas de liberación.

Los citados Cerezo y Cabestrero señalan con acierto que "en la actual coyuntura nacional e internacional el poder de la Iglesia será determinante para la revolución o contra la revolución". También podría invertirse la proposición y expresar que de su postura revolucionaria o contrarrevolucionaria dependerá el poder de la Iglesia en América Latina. En esa región al menos, la frontera más verosímil tal vez no sea la que pasa entre Trento y Vaticano II, sino la que pone a un lado la incalculable opulencia del Vaticano y al otro la voz de los obispos latinoamericanos que en Puebla establecieron que la Iglesia católica tenía "una opción preferencial por los pobres". La ruptura es acaso la que medía entre un monseñor Paul Marzinkus, banquero del Vaticano y del Ambrosiano, y monseñor Óscar Arnulfo Romero, el arzobispo salvadoreño que poco antes de ser asesinado anunciaba: "Precisar el momento de la insurrección, indicar el momento cuando ya todos los canales están cerrados, no corresponde a la Iglesia. A esa oligarquía le advierte a gritos: abran las manos, den anillos, porque llegará el momento en que les cortarán las manos". La grieta que paulatinamente se va abriendo es entre los grandes capitales cercanos a la Iglesia, al Opus Dei y a la banca vinculada, y el hambre de los campesinos, en su mayoría católicos, de América Latina y otras regiones del Tercer Mundo.

Las voces de sacerdotes y prestigiosas figuras del catolicismo que se escuchan en América Latina, difieren sustancialmente de los planteos ortodoxos de L'Osservatore Romano. En la revista católica uruguaya La Plaza, clausurada por la dictadura, escribía el presbítero Juan Martín Posadas: ".La Iglesia no puede velar en primer lugar por sí misma. Tiene que velar por otro. De lo contrario y siguiendo la inexorable paradoja evangélica, mientras busque preservarse, mientras se guarezca para limitar los riesgos y salvarse a sí misma, se irá perdiendo, se irá esfumando y desapareciendo. Sólo cuando la Iglesia se olvide un poco de sí misma y pierda el miedo por su suerte para preocuparse por la suerte del hombre y, en este caso, de la sociedad uruguaya, entonces se salvará ella misma y será signo y sacramento de salvación universal".

Otro cristiano, el venezolano Antidio Cabal, dice: "Ha llegado el momento de que los cristianos se cristianicen o desaparezcan y agrega que los cristianos "no pueden seguir funcionando como funcionarios de confianza del capitalismo".

Es probable, sin embargo, que el gran dilema que hoy enfrenta la Iglesia no sea otro que la cada vez más visible desavenencia entre su férrea y conservadora cúpula oficial y la rotunda enseñanza de Cristo. En definitiva, ésta es sencilla y auguralmente progresista, y, a pesar de los siglos transcurridos, siempre ha estado a la vanguardia (y a la izquierda) de cuantas encíclicas en el mundo han sido. La Iglesia popular, en cambio, esa que surge desde abajo en América Latina, gracias al impulso vital de curas y feligreses, ésa no sólo no tiene contradicción con las propuestas de Cristo, sino que se siente estimulada cuando lee en san Lucas: "¡Pero ay de ustedes los ricos, porque ya han tenido su alegría! ¡Ay de ustedes los que ahora están hartos, porque van a tener hambre!".

Es también un sacerdote, Ernesto Cardenal, el que escribe en sus Salmos de 1964: "Tu presencia es para nosotros como una línea de defensa / como un refugio antiaéreo", pero también: "El Dios que existe es el de los proletarios". Lo más notable es que esta Iglesia popular, que va cubriendo todo el continente mestizo y se halla tan vinculada a la realidad latinoamericana y a los sufrimientos y alegrías de sus pueblos, en cierta forma ha ido catequizando a Dios, lo ha ido transformando a su propia imagen y semejanza. El Dios omnipotente y paternalista, el Dios de la aureola y el escarmiento, parece interesarle mucho menos que el dios compañero, interlocutor válido de sus miserias, partícipe de su ansiada libertad. Y todo esto en un régimen de solidaridad que es opera aperta, ya que las discrepancias acerca del cielo no tienen por qué entorpecer las coincidencias sobre la tierra.

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