Reflexiones sobre la neutralidad
La neutralidad es, en esencia, una opción abstencionista. Como actitud, individual o colectiva, implica la insolidaridad con las partes en litigio, si bien no necesariamente la indiferencia. Es la voluntad de colocarse al margen de un acontecimiento, sustrayéndose a los avatares de la pugna, aunque a menudo no a sus efectos.Es una vieja tentación del hombre, que a veces encuentra su razón en la evaluación realista de las propias fuerzas y conveniencias; otras, en una sagacidad egoísta; acaso -las menos-, en una expresión genuinamente pacifista, o en un deseo de no desequilibrar a las partes en disputa, para intentar después arbitrar el resultado. En no pocas ocasiones ha sido consecuencia de una errónea lectura de los pros y los contras de las diversas opciones posibles o del escrutinio de lo que ha de deparar el futuro. En todo caso, la experiencia acumulada indica que cada ejemplo histórico de neutralidad ha tenido su peculiar fundamentación de origen y su propia gradación de autenticidad.En el marco de la convivencia internacional, su institucionalización jurídica se desarrolló con la lentitud y relatividad propias del derecho internacional. Poco a poco, sin embargo, se fue perfilando un cuerpo de doctrina, en el que quedaron delimitados los privilegios y las obligaciones del neutral, en contraposición con el status de miembro de una alianza, en tiempos de paz armada o vigilante; o del beligerante, en tiempo de guerra. Doctrina que configura un concepto de neutralidad, estricta o ideal, que en la práctica casi nunca ha tenido más virtualidad que la de teórica referencia valorativa a la hora de enjuiciar el comportamiento de éste o aquél país que se quiso neutral.
SALVADOR BERMÚDEZ DE CASTRO
G.-D.,
Históricamente han sido dos los problemas constitutivos básicos de la neutralidad en el plano internacional: por un lado, su voluntariedad, y, por otro, su respeto por parte de otros países.
No siempre ha sido la neutralidad la resultante de una decisión libre y soberana del país que la asumía. Las ha habido -y las hay- por decisión impuesta, bien desde fuera, bien por imperativos insoslayables de supervivencia en el marco de un contexto estratégico. La actual de Austria es, en sus orígenes, un ejemplo claro de la primera modalidad; la de Finlandia, de la segunda.
Por lo que se refiere a su aceptación y respeto ulterior, sabido es que han proliferado acuerdos bilaterales y multilaterales que persiguieron ese fin. A veces, las propias grandes potencias se han brindado o han accedido a garantizar ciertas neutralidades. Bélgica, en las dos guerras mundiales, pudo comprobar la poca consistencia de tales promesas.
En definitiva, tanto las neutralidades impuestas, como las que requieren de una u otra forma de respaldo, constituyen modalidades sustentadas sobre una debilidad efectiva. Tan sólo las autoproclamadas por libre decisión soberana y fundamentadas en una fuerza real propia que asegure su defensa, pueden estimarse neutralidades no dependientes.
A esa luz resulta revelador analizar los casos de aquéllas que, en Europa, lograron mantenerse a lo largo de toda la segunda guerra mundial. Conocidos son los proyectos de ocupación de sus territorios que, en uno u otro momento, elaboraron los estados mayores de ambos bandos, siguiendo instrucciones de sus superiores políticos. La única excepción parece haber sido Suiza, que, al carecer de mar y estar totalmente rodeada por territorios controlados por el Eje entre 1940 y 1944, debió la neutralidad a su utilidad como centro operativo cambiario y como productor de alta tecnología industrial, no vulnerable, para un solo consumidor beligerante. En definitiva, la debió a su aislamiento. Todas las demás -Suecia, Turquía, Portugal y España- estuvieron en más de una ocasión en precario. Se salvaron por el azar último de los propios acontecimientos bélicos y, en alguna instancia, por impredecibles errores estratégicos.
En todo caso, importa destacar que ninguno de los países citados debió el mantenimiento de su neutralidad a su fuerza disuasoria. Es más, aun así privilegiados por un destino azaroso que no controlaban, ninguno se sustrajo plenamente a los efectos del conflicto. Sus poblaciones tuvieron que soportar incontables limitaciones y escasez, y todos sus Gobiernos se vieron obligados a hacer concesiones, a admitir controles y a disimular recortes humillantes en el ejercicio de los atributos soberanos de sus respectivos países. La lección no pudo quedar más clara. Al irse involucrando en la conflagración, unas tras otras, todas las grandes potencias del momento, ninguno de los países menores hubiera podido autodeterminar su neutralidad; en teoría, tan sólo una de aquéllas podría haberlo logrado. Pero recordemos que la Unión Soviética lo intentó.
Otra de las revelaciones que la segunda guerra mundial dejó al descubierto es la dimensión de los espacios estratégico-operativos que la máquina bélica requiere en nuestros días. Los ulteriores progresos científicos y tecnológicos han agigantado indeciblemente tales exigencias. Los previsibles frentes discontinuos, la consecuente defensa flexible en profundidad, el despliegue y la movilidad que demanda una ágil utilización de las reservas, la articulación del indispensable apoyo aéreo táctico o la seguridad y flexibilidad del complicado sistema logístico de unas fuerzas de tanta versatilidad y con tal capacidad de desplazamiento, han revolucionado drásticamente la delimitación espacial de los escenarios bélicos del futuro.
Así, en un hipotético conflicto entre superpotencias, en nuestro actual mundo bipolar, es ya prácticamente imposible prever en qué área geográfica podrá darse el milagro de una neutralidad casual. Sí es, en cambio, factible el vaticinar, sin error, en cuáles no se producirá el milagro. Europa es una de ellas. La razón es patente: simplemente no hay espacio estratégico suficiente como para que una neutralidad pueda ser respetada, ni fuera de los dos bloques de alianzas existe país con fuerza disuasoria bastante como para imponerla.
Frente a esa línea argumental no cabe ignorar que, hoy, se suele oponer: que los pactos existen precisamente para disuadir de cualquier aventura de agresión al bloque contrario; que, a ese fin, el equilibrio de fuerzas existentes entre ellos adquiere importancia capital, y que, por tanto, resulta críticamente peligrosa cualquier desestabilización de tan volátil paridad. Partiendo de ese supuesto, se mantiene especulativamente como perfectamente viable, y desde luego claramente preferible, una neutralidad que mantenga el equilibrio, a una incorporación, en una de las alianzas, que resulte en su quiebra.
La fundamentación de tal tesis es antojadiza. Sería aventurado que un país serio arriesgase sus intereses y su futuro sobre proposiciones tan discutibles. De entrada, se define la disuasión como un fin en sí misma, sin prever la angustiosa eventualidad de su posible inoperancia. Acto seguido, se hace descansar toda la argumentación sobre un supuesto por demás polémico y di-
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ficilmente demostrable y comprobable: la existencia de un equilibriou actual de fuerzas entre los bloques. Sobre esas endebles bases, toda conclusión tiene más de autoengaño que de análisis realista.
Veamos someramente qué pasaría, en el caso de un conflicto, si un país, con la posición estratégica de España, hubiese hipotéticamente optado por la neutralidad. Nos encontraríamos con la siguiente situación: a) una contienda en la que las partes estarían ventilando concepciones de vida y organización social radicalmente contrapuestas; b) el debilitamiento de origen de las posibilidades de triunfo del bloque beligerante más afin, en función de esas concepciones, como secuencia de esa neutralidad equilibradora previa, y c) una actitud de fuerza de ese bloque afin, que, por razones estratégicas y operativas, buscaría imperiosamente asegurarse el uso de nuestra plataforma y negársela al adversario. En definitiva, una neutralidad que no sería respetada, ni podríamos hacerla respetar y, como consecuencia, una inevitable incorporación activa nuestra a la contienda en el marco de una alianza que previamente habríamos contribuido a debilitar. Habríamos reeditado el error belga de los años treinta.
La existencia actual de neutralidades europeas, a poco que se analice, no invalida cuanto queda dicho. Su localización geográfica y su circunstancia estratégica son muy distintas a la nuestra. Finlandia y Suecia, en el Norte; Austria, en el Centro, y Yugoslavia, en, el Sur, todas se encuentran localizadas en la divisoria entre los bloques. Ninguna de ellas podría voluntariamente alterar hoy su status de neutral sin desencadenar convulsiones de gravedad y alcance imprevisibles. Así, pues, en mayor o menor grado, su neutralidad es en buena parte obligada. Saben muy bien que en caso de un conflicto sería impensable que no se vieran automáticamente involucradas; que, por ende, su seguridad no está cubierta, ni su territorio defendido, ni la pervivencia en su concepción de vida garantizada, en el grado en el que lo estarían si sus fuerzas estuviesen encuadradas en una de las alianzas. Pero tienen claro que, estando donde están, carecen de opción real.
Una vez más, Suiza ha tenido más suerte con su situación y ha podido persistir en su tradición. Podría, si así lo quisiesen sus ciudadanos, adherirse al bloque occidental -aunque sólo a éste-, sin que la reacción consiguiente llegara a mayores. Es evidente que ya no es el guardián de los pasos alpinos, neutral tanto por propia voluntad como por beneplácito de sus vecinos. Lo es simplemente por tradición y por esa convicción que ha ido creando en la conciencia ciudadana la rentabilidad histórica de su neutralidad. Se saben cubiertos por un paraguas disuasorio, a cuyo costo contribuyen indirectamente con el mantenimiento de unas fuerzas propias, a las que se les imputa una capacidad operativa importante. La supuesta calidad de éstas garantiza, llegado el caso, su coordinación razonable con las unidades occidentales. Su inequívoca posición de afinidad política con Occidente y su muy relativa importancia estratégica actual facilitan la admisibilidad de una neutralidad, más formal que de esencia.
Queda el caso de Malta. Carecería de entidad para que nos ocupáramos de ella si no fuera por su relativa importancia estratégica. Su neutralidad es un lujo de neófito; una excrecencia del éxtasis de su recién adquirida independencia. No desconoce que, a la hora de un conflicto, ésta se volatilizaría. Pero el placer de verse libre de tropas extrañas parece compensarle, de momento, de los beneficios que le generaría un alineamiento. Sabe que mientras no acontezca una contienda continental su neutralidad seguirá siendo tolerada, gracias a su minúsculo territorio y a su insignificancia como fuerza militar. Cuanto antecede pone de relieve que, al definir una opción de neutralidad, los factores estratégicos imponen su ley sobre la voluntariedad. En la Europa de hoy, por libre decisión, la neutralidad tan sólo sería viable en uno de dos casos: si se dispone de una capacidad disuasoria suficiente propia -y eso implica una fuerza nuclear-, o bien si la trascendencia estratégica de la decisión fuera exigua para las fuerzas en presencia. Pero, si ésta es importante, o el potencial militar, virtual o posible tiene entidad, la opción desaparece.
Hacer abstracción de esa realidad es, lisa y llanamente, una temeridad. Conlleva un precio muy oneroso. Sabido es que la escena internacional no es hábitat para ingenuos ni para egoísmos primarios. Es una escena sumamente decantada y sutil, en la que a menudo las apariencias de comprensión, tolerancia y aceptación son engañosas. Las advertencias se revisten de veladuras y las amenazas vienen en clave; con frecuencia son formuladas al pasar como simples insinuaciones. Pero, a la postre, los verdaderos intereses de los más fuertes acaban imponiéndose a través de mil canales sinuosos, poco o nada transparentes, pero siempre desestabilizadores. La declaración de una neutralidad extemporánea, que en sí lesione intereses ajenos importantes, es incitación segura a la acción de retorsión.Ninguna potencia, con fuerza suficiente para ello, tolerará pasivamente que otra, claramente más débil, se irrogue la facultad de reducir sensiblemente con sus decisiones la cuota de seguridad que estima necesaria. Su reacción es segura. Las secuencias quizá no sean inmediatas. Las relaciones de causa a efecto a menudo serán difíciles de establecer. Pero el mecanismo se activará indefectiblemente, acumulando presiones, trabas y restricciones de todo tipo, desviando inversiones propias y ajenas, auspiciando divisiones... e incluso fomentando la desestabilización. No se detendrá hasta lograr su propósito: la reversión de la decisión neutralista. A esa altura el precio pagado puede ser sumamente alto.
El ejercicio de la soberanía tiene sus límites. Los traza la fuerza de que se dispone. Hoy por hoy, la neutralidad no está dentro de los nuestros. Es prudencia elemental reconocerlo.
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