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Pequeñas notas de agosto

El Tribunal Constitucional declara inconstitucional parte de la LOAPA. La LOAPA no era un molusco gasterópodo, sino una ley que venía a recortar lo que Freud llamó "narcisismo de las pequeñas diferencias". Había generado esta ley grande alguna ley menor, llamada en la jerga pasillera del Congreso de los Diputados la loapilla. Porque nuestra legislación es ubérrima y en sus sistemas de reproducción anda más cerca de las paridoras conejas que del águila imperial. La verdad es que, a pesar de más de una docena de textos constitucionales (unos promulgados y otros meros proyectos), los españoles nos pasamos 170 años, de 1808 a 1978, sin saber si seríamos por fin un estado federal o un estado unitario. Y andamos ahora con la última constitución que plantea, como señala el profesor Jorge de Esteban, un problema crucial: "el de la indefinición del Estado que aspira a estructurar".El alcalde de Madrid recordaba en un bando aquellos tiempos en que "la fértil abundancia de la pródiga naturaleza era tanta que la depredación, aunque censurable, no se notaba". Lo hace a la manera de Don Quijote cuando discurseaba a los cabreros sobre aquella edad dorada en que "a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas". Y nos pide (el alcalde, no el Quijote) que vuelva "la relación ponderada y capaz con la agreste o cultivada naturaleza". Porque hoy, en esa relación, la fuerza del hombre aplasta sin tacto a la naturaleza, a la feraz natura de nuestro arcaizante emisor de bandos. En otros tiempos la preocupación, y ocupación, del hombre estaba en que la naturaleza no le aplastara a él, pues la naturaleza además de feraz era feroz: era el temible mundo exterior, donde lo mismo podía encontrar un ciclón que un lobo. Ahora esa naturaleza terrible sólo nos llega con algún evento como "la última e impredecible tromba de agua" a que el alcalde se refiere mientras desayuna café con churros en el Comercial, un superviviente de los clásicos cafés madrileños. Antes el campo se metía en la ciudad y dentro del entorno urbano había incluso huertos conventuales o palaciegos. Las olorosas vaquerías eran consulados rústicos. Y en los pueblos, las mismas casas suavizaban el tránsito entre lo urbano y lo rústico, con esos escalones sucesivos del patio, el corral y el cortinal: embaldosado el primero, empedrado el segundo, el último ya con tierra para sembrar por todo suelo. Hoy, del campo en la ciudad nos quedan los puestos de melones, a modo de plenipotenciarios estivales de la feraz natura que diría nuestro hombre. Porque ya los animales domésticos y de compañía tampoco se traen del campo, sino que se compran en una tienda como cualquier otro producto manufacturado.

El presidente del Congreso de los Diputados, Gregorio Peces-Barba, dicen que ha dicho en Mallorca que Manuel Fraga es el más demócrata de Alianza Popular. Parece una afirmación temeraria. Y no porque en ese partido haya más o menos demócratas que en cualquier otro, pues todos sus miembros lo son mientras no se demuestre lo contrario, como ocurre con cualquier otra formación política que esté dentro de eso que llaman los neocursis el arco constitucional. Es temeraria porque la cantidad de democracia contenida en un ciudadano no parece que sea fácilmente mensurable. Nadie -que sepamos- ha inventado aún el democratímetro.

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