Los amigos galácticos
Lo interesante de este futuro fingido de la serie Galáctica es que es el pasado. Al parecer, los humanos, combatidos y perseguidos por los cylones, vagaron por el espacio en busca de un planeta donde posarse y encontraron que el llamado Tierra ofrecía garantías suficientes de habitabilidad. Y aquí fundaron las civilizaciones de las que descendemos -eso sí, como podemos-, y estamos a punto de repetir otra vez la misma aventura, sólo que al revés. Es decir, en el futuro está nuestro pasado, y viceversa. Cualquier idea más o menos científica sobre el espacio curvo, el infinito en forma de ocho o la construcción de la historia en ciclos podrá ayudar a la ficción. Y así nos van acompañando los amigos galácticos -nuestros abuelos y también nuestros nietos- en la misma hora de sobremesa en la que solía llegar mi torpe compañero Ciccione, el periodista ¡talo-canadiense, casado con feminista, visionario, maltratado por su redactor-jefe y finalmente triunfante inútil -ni gana más, ni nunca creen en sus visiones, ni su mujer confla en él, ni la otra le ama: como la vida misma-; llegan, en fin, los humanos a mostrarnos que nuestras preocupaciones son eternas. Como se sabe, la ciencia-ficción se caracteriza por su falta de imaginación, y sólo en el primer capítulo de esta Galáctica vamos viendo ya resonancias de cómo para acudir a la mística hay referencias a la última cena -los doce sabios y el cáliz-, o en el traspaso de las naves por una nova se rehacen las escenas del paso del mar Rojo por los judíos. En realidad, el joven relato reproduce exactamente el sistema de los más antiguos. Cuanto más viajaba Gulliver y más extraordinarios eran los personajes que iba encontrando de isla en isla, más parecido era todo al Londres en que vivía y se enfurecía Jonathan Swift y a sus conciudadaños. La realidad es que todo el sistema fue inventado hace unos 3.000 años por algo a lo que llamamos Homero. Una reciente serie dibujada tuvo el acierto de superponer Ulises, sus amigos y sus familiares, a la ideación galáctica, de forma que el largo viaje por el Mediterráneo pudiera ser el largo viaje por un espacio al que llamamos exterior (desde la orgullosa y errada suposición de que nosotros somos el interior por excelencia; el centro), de manera que las mismas sorpresas, los mismos monstruos, las mismas moralejas y los mismos complejos pudieran ser hallados. Lección de humildad La paradoja consiste en que lo que podría suponer un canto de orgullo a la capacidad humana de vencer leyes físicas y fabricar fantásticos aparatos se convierte en una lección de humildad: no hemos cambiado nada, ni vamos a cambiar.Los aparatos de Galáctica son, una vez más, como nuestros electrodomésticos, pero un poco más grandes y supuestamente más adultos. Como si el vídeo se hubiera hecho mayor, con la batidora y el microondas, y destellaran con más luces, más grititos electrónicos. Entonces, lo que hay aquí, en esta nueva vieja serie de siempre, es el sentido de la aventura, que es la nuestra y, por tanto, la única que podemos concebir: el amor, el sexo, la guerra, la muerte, la enfermedad, las relaciones humanas llevadas al límite. Pero claro está que nada de esto es porque sí, solamente para ayudamos a hacer la digestión en un sillón del salón. Poco a poco vamos recibiendo el mensaje. Para transmitírnoslo llegan a casa los amigos galácticos: desconfiad del pacifismo. Aquel que propone el armisticio es engañado por los cylones que se precipitan sobre los humanos; aquel otro que pretende que se destruyan las armas está colaborando con el enemigo, que, efectivamente, vuelve a precipitarse. No prevalece, naturalmente, porque para ello están los guerreros y su comandante, que vigilan sin cesar, que no obedecen a los políticos (los cuales pasan parte de su tiempo en orgías, mientras el pueblo en éxodo muere de hambre) y están alerta para deshacer los ataques traidores. Va a ser así día por día. Felizmente, como se, sabe de sobra, la televisión no es un instrumento capaz de transformar las opiniones políticas del espectador ni de influir en ellas.
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