Alfonso Comín: cincuentenario y fundación
Hoy hubiera cumplido Alfonso Comín, en la intimidad de su familia y sus amigos, esos 50 años que, a menudo, suelen celebrarse como signo de madurez vital e intelectual, como hito importante en el proceso de la propia tarea y, también, como curva del camino, abierta a nuevos logros y a nuevas perspectivas. Un cincuentenario en vida significa, pues, plenitud y punto de partida fundacional, que se nutre de todo el esfuerzo anterior para construir, con el acervo acumulado, la obra definitiva y, en todo caso, la mejor. Por eso se dice de los que mueren al borde de los 50 años que se han ido cuando más podía esperarse de su prometedora madurez.Desgraciadamente, Alfonso Comín es uno de esos seres significantes que entregaron su vida a punto de cumplir el medio siglo y si, ahora, su 50º aniversario nos coge sin él, su conmemoración desborda la intimidad que hubiese tenido y representa una nueva etapa pública de su espíritu fundante.
El, que desde muy joven fundó tantas cosas, acaba de dar su nombre a una fundación que han creado sus amigos, seguidores y antiguos compañeros de combate, para que siga viva, actuante e influyente la acción múltiple que emprendió cuando aún se hallaba entre nosotros y que respondía, como es notorio, al principio revolucionario de un cristianismo encarnado en el mundo para servir la causa común de la justicia, la libertad y la paz.
Varios rasgos distinguen la Fundación Alfonso Comín de otras que pudieran parecer semejantes. En primer lugar, no se trata de un monumento hagiográfico que perpetúa un culto, cerrado y sectario, a su persona. Algún día me gustaría escribir lo que yo entiendo por santidad, pero me apresuro a decir ahora que Comín no era ese santo (y mucho menos santón) al que algunos, en su respetable ingenuidad, tal vez hayan tendido a venerar. Alfonso era suficientemente católico o universal como para que nadie pueda, tras su muerte, erigirle capillas votivas.
En segundo término, su fundación no pretende dedicarse sólo y maniáticamente al culto y exégesis de su obra escrita o a la biografía detallada y látrica, sino, por una parte, premiar tareas u obras con significación similar a las suyas y que, al tenerla, ponen de relieve que nunca morirá el espíritu que las impulsó, pues el espíritu sopla donde quiere, pero, sobre todo, lo hace sin interrupción, por mortal que sea. Y eso por una parte, porque, por otra, la fundación busca celebrar encuentros, foros, seminarios en los que se debatan, analicen y propongan problemas candentes de nuestro tiempo, que afectan a millones de personas, así como las soluciones que la dignidad humana exige de quienes tienen hoy la responsabilidad de enfrentarse a la opresión de los hombres y de los pueblos.
En definitiva, la Fundación Alfonso Comín es una empresa en marcha, un testimonio activo de lo que hubiera seguido interesando y animando a Alfonso a luchar como cristiano y como ciudadano solidario, nacional e internacionalmente, si hubiese vivido más allá de su cincuentena. No es un azar ni un proyecto oportunista el que la fundación esté ya pensando la posibilidad de inaugurar sus foros anuales con una cuestión que nos interpela gravemente, sobre todo, en España, como es la lucha por la paz en América Latina y, especialmente, en Centroamérica. Las tremendas experiencias de Nicaragua y El Salvador obligan a considerar esa paz como una exigencia urgente, por la que hubiera combatido Alfonso Comín sin dudarlo y sin descanso, ya que, desde hacía mucho tiempo, vibraba por cuanto ocurría en el largo proceso de liberación de los pueblos hermanos de América y en el cual el joven cristianismo ha tenido y sigue teniendo un papel fundamental, discutido e incomprendido por algunos, pero que en último término constituye una de las grandes esperanzas de la Iglesia católita si aún pretende evangelizar de forma comprensible.
Alfonso Comín llevó una vida urgida siempre por la acción indemorable, y si ésta pudo acabar con ella, sus albaceas comparten su nervio, pues se han propuesto que la urgencia incansable les sirva de lema. Nada puede esperar, y Alfonso, transmutado por amor en un colectivo de amigos y de compañeros, tampoco puede esperar ya más ante el combate renovado por la persona humana allí donde se encuentre. Si difunto quiere decir, etimológicamente, el que ha cumplido, Alfonso Comín no será jamás un difunto, pues aunque cumplió hasta el fin, es desde ahora, a sus 50 años, el fundamento, la fundación, de un movimiento inacabable.
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