El humanismo cristiano
Cuando parecía que la joven democracia española iba a llevar adelante un proyecto, absolutamente nuevo en España, de desconfesionalización del Estado, aparecen por aquí y por allá algunas alusiones a un colectivo político que se inspira en el humanismo cristiano.
Recién terminado el concilio Vaticano II, publiqué un libro llamado El cristianismo no es un humanismo, donde recogía principalmente los trabajos con que modestamente había contribuido de manera indirecta a la elaboración de las constituciones sobre la Iglesia y el mundo, sobre la Iglesia y sobre la libertad religiosa. Lógicamente, el título no quiere decir que el cristianismo está ajeno al humanismo. Todo lo contrario: es una religión esencialmente humana, ya que en su centro está un hombre perfectamente humano que al mismo tiempo es perfectamente divino. El verus Deus et verus homo de los primeros concilios cristianos es un punto de partida ineludible.
Pero el cristianismo no puede ser reducido a un solo tipo de humanismo, entendiendo éste como el proyecto total de la vida individual y colectiva del ser humano. En el concilio se discutió ampliamente el tema, pero ganó la tesis de que la Iglesia no es una sociedad perfecta, una especie de alternativa o poder fáctico frente a los poderes reales, sino meramente el pueblo de Dios que anda inmerso en la sociedad humana, respira su aire, aprende de ella, se deja interpelar por sus valores, aunque siempre actúa desde una instancia crítica: la instancia de la fe.,
Consecuencia práctica de uno u otro modelo de Iglesia es que el primero de ellos -la sociedad perfecta- tiene mucho que ver con el poder, utiliza el poder como plataforma de evangelización, mientras el segundo modelo sigue las enseñanzas de san Pablo, según el cual el Evangelio se proclama desde la debilidad, la impotencia y la indigencia.
El entierro de Recaredo
Nuestro Constantino hispánico fue, sin duda, Recaredo, el convocador de los concilios de Toledo, que no se sabía si eran sínodos eclesiásticos o cortes generales. Muchas veces he dicho que a lo largo de los siglos la laicidad española ha pretendido enterrar a Recaredo, pero éste siempre resucitaba más tarde o más temprano. Y la razón era muy sencilla: solamente se le enterraba por lo civil. Recaredo quedaría enterrado para siempre cuando lo fuera por la Iglesia con todos los requisitos de la liturgia. Y esto es lo que ha permitido el concilio Vaticano II. La práctica inexistencia de una democracia cristiana en la naciente democracia nuestra se debe, en gran parte, a la actitud positiva de la Iglesia, empezando por los obispos, cuyo exponente más representativo ha sido el inolvidable cardenal Tarancón.
Sin embargo, "donde candelita hubo, siempre rescoldo quedó", dice el viejo refrán castellano. Hoy surgen algunos brotes de intento de desempolvar el poder fáctico de la Iglesia con la ilusión de instrumentalizarlo a favor de la evangelización. Yo quiero creer que los que así actúan lo hacen de buena fe, pero si reflexionaran un poco se darían cuenta de que están tropezando en la misma piedra de antaño. Afortunadamente, en este momento preciso el poder, en su forma más estricta -o sea, el Gobierno-, tiene ideas claras sobre el carácter aconfesional y laico del Estado español, aunque no por eso no sienta de cuando en cuando la tentación de pecar por el babor de algún pequeño brote del viejo anticlericalismo o por el estribor de un pactismo de corte napoleónico.
Al mismo tiempo la Iglesia no acaba de soltar el lastre de sus antiguos tics de sociedad perfecta. Esto se hace visible, sobre todo, en el espinoso terreno de la enseñanza. La cosa no es fácil, y un juicio maniqueo sobre este problema es, en punto de partida, inaceptable. Pero los hombres de Iglesia deberían hacer examen de conciencia sobre los móviles que los impulsan a luchar por el máximo control de las llamadas escuelas concertadas. ¿Se trata solamente de tener a mano unas magníficas plataformas de evangelización? Según hemos visto, no es éste el modelo eclesial de corte evangélico. Además, la historia nos ha demostrado cómo los centros escolares confesionales han creado a nuestros mejores y más distinguidos agnósticos.
¿Se trata, por el contrario, de defender el espacio de enseñanza privada contra la excesiva intromisión del poder estatal en el terreno de las conciencias? Ésta es una buena motivación, pero habría que conjugarla con lo que para la Iglesia es esencial: la evangelización no nace de poderes fácticos, sino de espacios humildes y modestos.
"No nombrar a Dios en vano"
Éste es uno de los mandamientos de la vieja Ley de Dios, contenido en el libro del Éxodo. Aplicado a nuestra coyuntura actual, significa que las adjetivaciones religiosas de proyectos meramente temporales (políticos, sociales, económicos) no se escapan a la culpabilidad que implica este mandamiento. Esto era precisamente lo que decía Jesús a los fariseos y herodianos: "Dad a Dios lo de Dios y al César lo del César". Si una Iglesia pacta demasiado con el César, dificilmente se puede convertir en instancia crítica de los desafueros que pueda cometer el César. La lectura del magnífico libro de Gore Vidal Juliano, el apóstata, me ha hecho reverdecer mis antiguos estudios de historia eclesiástica y de patrística. Aquella Iglesia constantiniana que se alió con los césares dejó por los suelos la pureza del Evangelio, que hasta entonces se había mantenido bastante auténtica.
¿Por qué los políticos no dejan ya de manipular al cristianismo para sus proyectos exclusivamente temporales?
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