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El grito como convivencia

Las palabras sirven para expresar las ideas, para formularlas. También sirven -hasta cierto punto, y sólo hasta cierto punto- para expresar las emociones. Lo que ocurre es que las emociones, por escapar a la pura razón, no son apresables, en su totalidad, por las palabras. Y por eso las emociones echan mano de otros expedientes entre los que cabe destacar los ademanes, los gestos, la risa y el llanto, los gritos y los silencios, esto es, lo que, de siempre, se entiende, en sentido amplio, como expresión. Al lado de estos expedientes, la palabra se queda indefectiblemente corta. Se queda en el dintel de lo que intenta decir y no es capaz de decir. Hay una última limitación del perímetro comunicativo de la palabra hablada o escrita que es infranqueable y que todo hablante, y no digamos todo escritor, conoce por propia, por acongojante experiencia.Por eso, cuando las palabras no alcanzan a decir todo lo que se les pide, las palabras se tornan gestos. Se convierten en gritos. Equivalen a gritos. Y en eso consisten, a fin de cuentas, los vocablos fuertes que con tanta abundancia usa el pueblo español. Esa utilización de los vocablos como meros gritos más o menos impertinentes puede, en ocasiones, ganar cotas de alta hermosura. Con todo, Valle-Inclán dejó dicho que "a causa de este registro máximo que singulariza al español, antes que atraer, fatiga cuando se le oye".

El uso del grito, como modelo exclusivo, hace que la lengua se nos aparezca muy a menudo, en especial la lengua coloquial, como abotargada por la desmesura imprecatoria, por la pululación de las voces arropadas en toscos e inciviles ademanes. En remangues agresivos. Es el nuestro un lenguaje esmaltado de atrocidades. En definitiva, violencia gritada.

Por haber menospreciado este aspecto de la realidad coloquial -que, aclaro, nada tiene que ver con la belleza literaria- es por lo que existe el riesgo de convertir la comunicación en aullido, alarido, denuesto y barullo. Somos una colectividad de disonantes e imperativas interjecciones. Y vamos camino de convertirnos en grito y nada más que grito. Vamos camino de estar en un grito.

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Suele afirmarse que la libertad de cada uno concluye allí donde empieza la libertad del otro. A mí esta definición casi geográfica, esta definición de topógrafo, no acaba de convencerme. ¿Puede alguien decirme dónde se estrena la libertad del prójimo y, en consecuencia, dónde se paraliza la mía? Yo pienso que la libertad no es tanto un proceso dinámico y articulado, variable a cada instante, multiforme, inesperado y, por supuesto, con abierto, con necesario doble recorrido. Yo soy libre, pero no lo soy de modo plenario -cosa harto sabida, o mejor, harto experimentada- si, a su vez, no son libres aquellos a quienes me dirijo desde mi libertad. Esto quiere decir que yo necesito -fijémonos bien: necesito- de la libertad de los demás para que mi propia libertad se realice. Para que mi propia libertad sea libertad auténtica. No es que mi libertad termine en el punto en el que comienza la del prójimo. No. Es que, justamente, mi libertad comienza con la presencia de la otra libertad. Los dos inicios son simultáneos. Nadie pone barreras a nadie. Ninguna libertad choca con otra, sino que ambas se interpenetran, sin trabas y sin aduanas. (Esto ya lo vio, con su mirada siempre aguda, el primer Camus).

Por eso, porque mi libertad necesita de la libertad de los demás, es por lo que el dictador no es, en realidad, libre. Su omnímodo poder gravita sobre las personas, y éstas, al no poder manifestarse, dejan que ese absoluto poder quede en el aire, sin pared de rebote, sin contraste y, a final de cuentas, sin interlocutor, que es lo propio de la libertad. Pues la libertad sin comunicación no es libertad. De ahí que la lucha contra el dictador sea, de comienzo, lo contrario del diálogo, esto es, el clamor y la sorda vociferación. Se ha dicho que todo pueblo oprimido, al no poder ejercer su albedrío, esto es, al no poder hablar, canta. El canto es, así, una forma del grito, un heroico desgañitarse, o lo que es lo mismo, una forma de dejarse el gañote en la demanda.

Mas si ahora le damos la vuelta a lo que acabo de decir, esto es, que sin la libertad de los demás la mía no es libertad, tendré por fuerza que admitir que en el ejercicio de mi libertad, ya desde que la estreno, está actuando, implícitamente, la libertad de los otros. Si yo en lugar de comunicar, insulto -práctica, por desgracia, corriente, y aún de moda-, ya sólo con esto, con insultar, estoy obturando de inmediato la libertad del prójimo insultado. (El prójimo puede ser, además del individuo particular, una colectividad o una institución, lo que sea.)

El grito convertido en insulto no tiene respuesta racional y civilizada. Insultar, originariamente, es saltar sobre uno. Caerle encima. El exabrupto contra la persona es un aluvión que nos sumerge, que puede aplastarnos -eso es lo que siempre se intenta- y frente al cual no cabe sino la conducta del apartamiento. El desdén. Es decir, el cerrarse al diálogo que el insultante, por descontado, ya cegó con su verbal agresión.

Hay muchas formas de saltar sobre uno, de intentar anegarlo. La ferocidad gritadora es quizá la más aparente. Pero a su lado también florecen otras instancias, otras maneras de saltamos encima, otras maneras de insultar. Son insulto la maledicencia, la insidia, la búsqueda de la vejación, la virulencia. Y no digamos nada de la calumnia.

Mas todo esto trae consigo nuevas y más enojosas consecuencias. Una de las mayores es, a mi juicio, la aparición de un tipo de monólogo obsesivo y, por eso mismo, incapaz de apertura hacia los demás, de apertura humana. Se trata del monólogo rencoroso, delirante y virtualmente violento que torna hosca la convivencia y concluye por arruinarla. Manifestaciones hoy no raras, ni mucho menos, en la vida pública española. ¿Cuál es el peligro? Uno muy grande. Que España se deslice, poco a poco, por la pendiente emocional de una algarabía de enquistados y furibundos soliloquios. En un sordo bramar individual y, en definitiva, en la parálisis y la esterilidad comunitarias.

Y en la evaporación de la cultura. La cultura no es posible sin una lengua que la exprese en toda su plenitud, esto es, en todas sus imaginables manifestaciones y matices. Cada lengua nace y se va formando -complicando- en función de su capacidad para dar forma inteligible a la totalidad de los programas de vida de la comunidad en cuestión. Estos programas de vida no son hacederos si no disponen del haz de vocablos que los formulen. Y estos vocablos a su vez no pueden vivir si no sé ponen al servicio de los usos, las costumbres y los estilos creadores que representan a la comunidad. Lengua y cultura son, pues, creaciones interdependientes. Mala cosa que esa perfusión se atranque en los gritos. La "interiorización y la exteriorización de la cultura" que el lenguaje cataliza -como afirman los lingüistas- puede entrar en coma.

Resultado: destrucción de la libertad entendida como comunicación dialogante -la libertad compartida- e imposición, con no poca petulancia, casi siempre ignara, de la insolente libertad del otro. O lo que es lo mismo: de la libertad sin recorrido bilateral. La libertad estática, muerta. Petrificada. Yo me atrevo a calificarla de libertad de incomunicación.

Hace ya tiempo que la hemos padecido. Que nadie vuelva los ojos hacia ella. Podríamos caminar de nuevo a tientas en constante tropiezo con lo que nos rodea.

Y ahora, ahora sí que podríamos quedarnos ciegos para siempre.

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