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El Estado es el otro

"El Estado soy yo", decía Luis XIV. Admirable declaración política que no ha sido nunca suficientemente elogiada. Servía para que el francés de 1655 supiera lo que era el Estado y pudiera definir su actitud con respecto a él. Puede que desde entonces no se haya vuelto a saber nunca más si el Estado es una realidad o una hipótesis de trabajo. Se ha ido convirtiendo en emblemas y alegorías que no ataca nadie -salvo algún exasperado-, y no es palpable. Los que se definen doctrinalmente como contrarios al poder estatal cruzan sus disparos en la oscuridad.Últimamente se está difundiendo en España la peligrosa idea de que el Estado son los otros. Se me dice que el Estado somos todos (la soberanía popular); como estoy seguro de que no soy yo (mejor irían las cosas), deben ser los demás (por eso van tan mal). Un motivo más para desconfiar de los otros. Cada uno de los cuales, a su vez, desconfía de mí por la misma razón, por la desatinada sospecha de, que el Estado pudiera ser yo, y, por tanto, de que me esté llevando una parte de su dinero entregado a Hacienda. Porque nadie duda de que es su dinero. En países de más arraigo de la noción de soberanía popular y de mayor antigüedad y fuerza fiscal no ha conseguido nunca nadie separar la idea de la propiedad del dinero que se entrega del acto impositivo: es mío y me lo quitan. Incluso en personas que reciben del Estado más de lo que dan -pensiones, subvenciones, subsidios, indemnizaciones, prestaciones-, el dolor de entregar es siempre superior al de recibir. Cobrar es una sensación de justicia, de derecho, de merecimiento; pagar es siempre fruto de una coacción. Engañar al fisco parece una aspiración inteligente, atributo del otro. El cual otro aprovecha siempre el momento para mostrarnós su superioridad o su poder cuando lloramos sobre nuestra declaración, y nos dice: "Pero, hombre, ¿cómo no te las arreglas mejor?

Como el contrabando. Es un país que ha dedicado poemas, novelas y leyendas orales al contrabandista valiente (letra de una zarzuela). Impresiona poco el descubrimiento de una red importante de contrabandistas y la de sus ramificaciones. Apenas sirve para confirmar lo que ya se sabía y lo que ya se intuía: con lo que se colaboraba. Hay un número mucho mayor de contrabandistas pasivos (los que compran de contrabando, con fruición) que de contrabandistas activos.

Hay ciudades enteras que se dedican al contrabando, con gran envidia de las otras. Van desapareciendo, por razones históricas: desapareció Tánger, se destruyó Beirut. Queda, por aquí, Gibraltar; por allá, Hong Kong, Macao. Ciudades donde se practica -o practicó- el contrabando de Estado, con abundantes leyes proteccionistas para esas altas formas de delito.

La nueva y excitante lucha contra la corrupción, la boga de las auditorías, nos produce sentimientos encontrados. Por una parte, la satisfacción de ver descubiertos a los despilfarradores -por lo menos- de nuestro dinero; por otra, la de que la expropiación o la intervención estatal nos vaya a costar más. Pertenece a nuestro folklore la creencia de que hay una economía paralela que hace funcionar las cosas. Es similar a la que supone que un hombre al que se descubre un cáncer y empieza a ser bombardeado por el cobalto, rajado por el bisturí, está irremisiblemente perdido: si hubiera podido mantenerlo secreto, si hubiera sido capaz de organizar toda la sociedad de su organismo con arreglo a ese grupo de células fuera de la ley, podría haber prolongado su vida (salvarla, claro, no la salva nadie). La idea de que toda la economía de Galicia puede bascular si se llega demasiado lejos en la represión del contrabando -que tiene siempre unos límites admitidos- no está solamente emitida por los presuntos culpables, que se ennoblecen así con la vieja leyenda: es una inquietud. La propia de un pueblo que, de cuando en cuando, dice que "más vale no hablar" de algo que le parece horrible, porque el esclarecimiento, el oreo de las cuestiones, puede llegar a destruir la acumulación monstruosa de problemas, errores y contrabandos y ficciones sobre los que vive.

La idea general es que el Estado es un amasijo de leyes que conducen a lo imposible. Leyes acumuladas por generaciones de afanosos Luis XIV menores, y que establecen hoy la idea de un Estado maltusiano que prohíbe aquello que no sabe organizar, y terminaría prohibiéndolo todo. Quizá todo esté ya prohibido y no lo sabemos. La defensa es la del hombre que espera la somnolencia estival de un carabinero, que trabaja la propina o el soborno, que adelanta a los otros por el carril-bus, que compra el tabaco en una esquina nocturna o practica la doble, triple, cuádruple contabilidad y esconde sus libros en cárceles del pueblo. Todos somos forajidos: fora-exidos, fuera del bando o contra bando. Aunque el bando sea literario arcaizante.

La expansión de la idea de que el Estado somos todos no ha tenido buena acogida. Nadie se siente Estado. En cambio, cunde la sensación de que el Estado son los otros. Su malestar es inmenso. Parece el último invento del verdadero Estado, del agazapado, traslapado Luis XIV que debe estar por algún sitio y que se oculta a nuestra vista, sabedor ya de lo que fue de sus descendientes.

Kafka comenzó a intuirlo, aunque aún conservaba bastantes esperanzas (América, el sionismo). Por eso tiene la celebración de su centenario tanta popularidad en España. Era de los nuestros.

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