¿Culpables?
A menudo se habla (clínicamente) de los desempleados. De los que son expulsados del mercado de trabajo como los vómitos más agrios de la crisis. Pero junto a ellos están además los que no tuvieron empleo nunca. Esa legión de miles, uno a uno, que se acercan a las murallas y no entran.El ocio moderno ¿Qué cosa es eso para el que nunca conoció el trabajo? Los despedidos viven como seres condenados, y aquéllos que nunca accedieron al empleo, como presuntos culpables cuyo juicio ha sido trasladado a un día sin fecha. Todos son reos. Pero los jóvenes que ambulan mes tras mes en la periferia del sistema no tienen siquiera la condición de "procesados". Su masa carece de valor y su energía cotizable es igual a cero. Dan su ficha en las oficinas de colocación y sienten que su nombre, repetido una y otra vez, no se convierte en algo más nítido y real sino, por el contrario, en un enunciado borroso que tiende, progresivamente, hacia un testimonio de la nada. No tienen valor, no tienen precio. Pero nadie puede vivir y acarrear su nombre como una cáscara bajo la cual todo es vacío.
La pertinencia de vivir incluye, en un punto al menos, la necesidad de ser alguna vez solicitado. Y así, todo el itinerario del parado consiste en esa persecución: recorrer los espacios y promover incansablemente, promover mil veces, la oportunidad de ser llamado. Entregar su nombre, repartirlo por doquier, para que acaso en una ocasión y desde un punto feliz su nombre sea pronunciado.
Pero el mercado no emite esa palabra. Toda la nómina se encuentra al colmo y el mercado tiene la boca atorada de su mismo vómito. No llama, no nomina, y su extrema clausura persuade gradualmente al parado de la desmesura de su demanda. Más aún: en un paso posterior, lo convence de su culpa. El parado es, además de engreído, injusto: no sólo ignora que no vale nada; insiste además sobre su soñado valor.
Día a día, los que fueron lanzados a las afueras y todos aquellos que jamás consiguieron entrar, se hacen consistentes con su lacra. Y así, un odio creciente, cargado de fiebre y de tragedia, tan incurable como el tamaño de su enfermedad, llena el mundo de engorrosos desdichados sin marca.
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