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Tribuna:Crónicas urbanas.
Tribuna
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Seres o enseres

Manuel Vicent

Los chalés adosados de esa colonia son uniformes, unívocos, unifamiliares. Todos tienen en el jardín un pruno idéntico, un pino semejante, la misma tapia con hiedra, y cuando alguien toca el timbre de cualquier cancela comienza a ladrar un perro parecido. La colonia converge en varios semicírculos hacia una zona común donde está la piscina de riñón, la jaula del tenis, algunos columpios, pequeños andamios de tubería roja para juegos infantiles, y en ese espacio de césped bien cuidado se mueven seres unidimensionales, niños gorditos en triciclo, adolescentes en patines, madres jóvenes sentadas en corro bajo las toldillas con un bodoque de lana en los pies. Durante el día, a ellos no se les ve. Son directivos de empresa o profesionales establecidos que trabajan en la ciudad, en despachos análogos de oficinas equivalentes, en las colmenas repetidas en forma de cajas de cristal. Pero a la caída del sol vuelven al dormitorio simétrico de la urbanización a bordo de coches similares y allí se diluyen también como elementos móviles en esos volúmenes de ladrillo color tabaco.Aquel tipo tampoco poseía ninguna característica especial si se quita la peca en una nalga. Había muchos bigotes igual que el suyo. Existen en el mundo demasiadas miradas marrones de expresión vulgar y él no era un privilegiado en este sentido. Sólo muy pocos elegidos pueden presumir de llevar en la cara una cicatriz de navaja que les saque del anonimato. Se trataba de un cuarentón de diseño medio, un ejecutivo vaciado en molde, con chaqueta de dos aberturas, yugular palpitante contra el cuello de la camisa, patillas grises y corbata con pasador; uno de esos que se pone un chandal los domingos y realiza 100 flexiones de bisagra, según prospecto de mano, para bajar tripa o sacar las gambas al ajillo por las orejas y luego se viste con un polo de cocodrilo en la tetilla. No le pasaba nada raro en la cabeza, aunque aquella tarde el hombre regresaba al hogar un poco más cansado que de costumbre.

Había levantado mecánicamente la puerta metálica y en principio notó que el garaje esta vez no olía igual. Despedía un vaho como de madera húmeda, pero allí se veía lo de siempre, media tonelada de leña, aparatos de gimnasia, la segadora, las podaderas y otros cacharros indefinidos. Apagó el motor del automóvil y realizando todos los gestos habituales llegó al salón principal de la casa a través de la escalerilla interior. Un chiquillo pecoso se cruzó con él sobre la moqueta del comedor y ni siquiera le había saludado. Era normal. Este señor repitió los movimientos de cada crepúsculo. Puso el televisor en marcha, se sentó en el sofá y abrió el periódico por la página de deportes. También entonces, como todas las tardes, se oyó desde la cocina la voz de una mujer.

-¿Eres tú?

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-Sí.

-¿Qué tal hoy?

-Bien.

-¿Te preparo algo?

-Creo que me apetece una copa.

El televisor era de la misma marca y en ese momento emitía una papilla común a todos los mortales del país. En la pantalla se sucedían rostros intercambiables que expresaban pasiones afines con un sonido aproximado y por su parte el hombre estaba rodeado de objetos familiares. La decoración de la sala coincidía hasta en el chino de falso marfil plantado en la estantería. Había cajitas de plata en la mesa de centro, huevos de mármol en un cuenco y el carrito de licores había comenzado a tintinear con un lenguaje que él sabía de memoria. La mujer se agitó detrás del periódico para preparar la bebida y antes de servirla cumplió de rodillas una vez más el rito de quitarle los zapatos, de ponerle las babuchas al marido, o sea, al guerrero vencido que había vuelto del trabajo.

Un seco golpe

No sucedió nada hasta la hora de la cena. Probablemente, este sujeto se sintió cómodo, se aflojó incluso el nudo de la corbata en el sillón y estuvo con la nariz pegada a la hoja leyendo la Prensa largo tiempo sin ser molestado, aunque al otro lado del papel percibía los ruidos cotidianos y unas siluetas humanas que iban y venían de la nevera a las butacas en sucesivos viajes. Era una familia perfecta. Nadie entre ellos se había mirado a los ojos. Junto a él había ahora una madre y tres hijos hipnotizados por las imágenes de aquella película de Ingrid Bergman y cada uno tenía en el regazo una bandeja con la tortilla a la francesa, dos rodajas de mortadela y un vaso de leche. De pronto, en medio de un silencio de televisor se produjo un golpe seco en la segunda planta del chalé. Sin levantar la cara, el hombre preguntó con cierta rutina:

-¿Habéis oído eso?

-Qué.

-Algo ha caído arriba.

-Será el gato.

-¿Qué gato?

-No seas pesado. ¿Qué gato va a ser?

Podía tratarse de una broma del chaval, aunque él estaba dispuesto a jurar que hasta ese día nunca había tenido un gato en casa. Pero en ese instante Ingrid Bergman parecía pasarlo muy mal al pie de un volcán en llamas y la cuestión quedó zanjada. No hubo más palabras, ya que aquella era una familia modelo, es decir, que allí nadie abría la boca mientras el televisor continuara funcionando. También ocurrió un leve percance cuando sonó el teléfono. Una voz muy amigable preguntaba por un tal Enrique. Se había confundido de número. Allí no vivía nadie que se llamara así.

-Oye, macho.

-Diga.

-¿Eres Enrique?

-No, señor. Mi nombre es Jorge.

Alguno de la reunión, tal vez, había celebrado la extraña salida del padre con una risita sin apartar la vista de la pantalla donde Ingrid Bergman acababa de recibir todo el amor que se merece y al terminar el programa aquellos seres del salón fueron ahuecando el ala uno a uno hacia las habitaciones y dejaron solo a aquel hombre hundido en la butaca. Encendió el último cigarrillo de la noche y se puso a lanzar aros de humo al espacio pensando en los problemas de la oficina. Las cosas andaban bastante mal, pero él podía estar contento. Todavía no lo habían echado a la calle, tenía una casa con jardín, una esposa y tres hijos saludables. Entonces comenzó a pensar en ellos. Esa noche casi le habían parecido más altos o tal vez más gordos, no lo sabía exactamente. Había sorprendido de refilón en su mujer un talle muy esbelto, un culo vibrando dentro de un pantalón que no conocía. Eso le excitó un poco.

Ella ya había apagado la luz de la mesilla cuando Jorge decidió acostarse. Entró a oscuras en la alcoba y tuvo en seguida la misma sensación del garaje. Aquel recinto olía ahora de una forma distinta. Eso tampoco le preocupó demasiado. Se limitó a desnudarse metódicamente y a ejercitar los gestos maquinales de 15 años de matrimonio. Palpó el pijama por debajo de la almohada, hizo las tres flexiones de costumbre y se metió en la cama. Pegó la cadera contra el trasero templado de la mujer, cruzó los brazos detrás del cogote y se quedó boca arriba con los ojos abiertos en la oscuridad. Se mantuvo un buen rato así. Entonces, la mujer preguntó:

-¿Duermes?

-No.

-¿Me quieres?

Fue otra sesión de amor con piloto automático. Dentro de las sábanas, cada bulto había adoptado la posición de querencia y de nuevo la mano izquierda de él comenzó a explorar rutinariamente aquel cuerpo cuyos caminos conocía muy bien. Los había recorrido mil veces. Sabía que llegando a un punto la mujer se pondría a bombear lentos suspiros como una máquina, y luego se vería obligado a acariciar esa zona para que ella balbuciera la primera palabra caliente. Realizar este trabajo en tinieblas tenía la ventaja de que uno podía bostezar impunemente mientras bregaba. La operación duró los 15 minutos reglamentarios. La pareja se manoseó en un compás de tres por cuatro, logró sacar algunos acordes de mediana calidad y cuando las cavernas de los dos se llenaron de sangre, se puso a navegar en seco remando hacia puerto franco. No hubo una sola sorpresa. Aquel pasajero había creído adivinar en el subconsciente un magnetismo de otra índole en la carne de su esposa, probablemente una mayor suavidad en la piel, tal vez un volumen distinto en la parábola de los senos o una forma desconocida de crujir en el momento supremo, pero estaba demasiado cansado. También ella había pasado la pulpa de los dedos por la nalga del otro sin tropezar con aquella peca del tamaño de una peseta. Ambos se quedaron sobados como bollos después del débito, se dieron la espalda y hablaron entre bostezos de algunas cosas.

Un invitado al desayuno

Por lo visto, aquella mujer tenía un grave problema. Se acercaban las vacaciones, había que hacer compras en las rebajas y le había caducado la tarjeta de crédito del Corte Inglés.

-Mañana tendrás que firmarme el aval.

-Bueno.

-He encontrado el tresillo.

-¿El tresillo?

-El tresillo estampado que tú querías para el chalé de la sierra.

-Ah, sí, la sierra.

-La señora se refería al Guadarrama, aunque él pensaba en un monte de Albarracín, donde tenía la vieja casa de los abuelos. Después siguieron hablando de algunos proyectos en la penumbra del, sueño. Las vacaciones estaban al llegar. También este verano irían al Corte Inglés para equiparse antes de partir hacia Benidorm como todos los años. El matrimonio dividía el verano entre el mar y la montaña porque eso era muy bueno para los hijos. Desde que lo habían hecho así nunca habían cogido catarro, sobre todo el pequeño, que era muy propenso a la amigdalitis. El hombre sabía que su hijo menor había sido operado ya de la garganta, pero se sentía muy cansado. Finalmente se durmió.

Los chalés adosados de esa colonia son uniformes, unívocos, unifamiliares y todos sus habitantes tienen problemas análogos. En los diminutos corrales de ladrillo color tabaco crece un pruno idéntico, un pino semejante, la misma enredadera y también ladra un perro parecido. La urbanización converge en varios semicírculos hacia una zona común y allí se mueven algunas criaturas en triciclo y madres jóvenes fabricadas a troquel. Durante el día, a ellos no se les ve. Son directivos de empresa o profesionales establecidos que trabajan en la ciudad, en despachos unidimensionales de oficinas equivalentes, en las colmenas repetidas en cajas de cristal. A la caída del sol vuelven al dormitorio simétrico de la colonia a bordo de coches similares y algunos, pueden equivocarse de ratonera.

Este señor se levantó a las siete de la mañana y tampoco observó nada especial. Hizo las abluciones de un ejecutivo medio en un cuarto de baño, que era exactamente igual al suyo, se vistió con gestos automáticos como todos los días de labor y salió bien perfumado con lavanda al salón para coger el maletín. El desencadenante fue aquel animalito. El hombre había entrado en la cocina para servirse el vaso de leche ritual cuando se sorprendió al ver un gato arañándole la pernera. ¿Qué hacía ese bicho maldito en su casa? A partir de la visión del gato, que era el único elemento extraño en su vida, el tipo descubrió que había pasado la noche en el chalé de un vecino sin que nadie de aquella familia, ni él mismo, se hubiera dado cuenta. Al volver del trabajo la tarde anterior, se había distraído un poco, había entrado en la urbanización por otra calle. Desde ese instante no había hecho más que desarrollar un programa.

Sin otra consideración, el hombre montó en el coche y se fue a la oficina. En el camino hacia la ciudad imaginó la clase de ser o de enser que le habría sustituido en su propia casa o en ese elemento al que él había suplantado en un hogar desconocido. Pero éstas eran cuestiones sin demasiado interés. Tenía por delante otro día, muy duro.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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