Dios en el estadio
Las pruebas de la existencia de Dios fueron uno de los temas recurrentes dentro de la filosofía en aquel tiempo, ni del todo lejano, ni siempre ajeno, en el que los filósofos consideraban que algo habría de arreglarse si se demostraba que sí, esto es, que Dios existía o, en el supuesto más raro y excepcional, si se demostraba que no, esto es, que Dios no existía. Más tarde, con el correr de los años y aun de los siglos y el advenimiento positivista, la discusión se centró sobre si, en realidad, se puede demostrar que Dios existe o no existe; me imagino que dentro de poco habrá de argüirse acerca de si es posible y admisible la discusión sobre lo que cabe demostrar, y así sucesivamente. Pero no se trata ahora de meditar en torno a las muchas -y aun innúmeras- posibilidades que ofrece el razonamiento en cadena, sino de glosar y alabar la aparición de una nueva vía destinada a demostrar la existencia divina, en fecha tan actual como la de hace no más que algunas semanas.Por lo común, los filósofos han solido tentarse la ropa y han caminado siempre con suma cautela sobre el suelo movedizo de esta materia y:
1, han proclamado, con San Anselmo, que un Dios digno de crédito no tiene por menos que existir (en la idea, quizá apresurada a la vista de cómo va hoy el mundo, de que la existencia sea una perfección más) o,
2, han asegurado, de la mano de Santo Tomás, que decir que Dios existe es algo evidente y no necesitado de mayores demostraciones ya que basta echar una ojeada a lo que nos rodea, en aseveración que supongo harto arriesgada si repasamos no más que las colecciones de prensa de los últimos años.
Existen, claro es, filósofos más sofisticados y complejos que hablan de proposiciones per se nota y reclaman apriorismos, pero, dado que no es cosa de entrar en mayores detalles escolásticos, pienso que quizá podamos ahora darles de lado.
La novedad última consiste en la aplicación a la prueba de la existencia divina del método científico desarrollado en el terreno del futbol, del balompié de don Mariano de Cavia y del Real Club Betis, de Sevilla. Con motivo del campeonato de la liga italiana y tras haberse proclamado campeón el Roma (algunos locutores de la televisión española, aquejados de una domesticidad ejemplar, dicen la Roma, en femenino), un famoso actor de cine y, a partir de ahora y a lo que se ve, notable filósofo, declaró con toda la solemnidad requerida que la victoria del Roma muestra bien a las claras y fuera de toda posible duda la existencia de Dios.
Detengámonos un punto en el argumento. Como la liga de futbol italiano existe desde hace ya algunos años y sus reglas obligan a que cada temporada se proclame un campeón, la existencia divina no se demuestra por el hecho de que alcance la victoria cualquiera de los equipos contendientes, cosa ya sabida de antemano, sino que se trata de que haya sido precisamente el Roma el club afortunado. No sirvieron, en su día, el Milán, ni el Juventus, ni tampoco el Inter, por no citar sino los equipos que más pudieran flotarnos en la memoria, y ni siquiera la síntesis de todos ellos, la Squadra Azzurra, dado que el campeonato del mundo conquistado en España no fue motivo suficiente para poder ser considerado como prueba. Tenía que ser el Roma y, dado que así fue, Dios existe: la duda ofende.
Insisto en la cientificidad del argumento. Proclamar la existencia divina de forma necesaria es jugar con todas las cartas de la baraja. Pero el que el Roma gane la liga es algo contingente -muy bien pudiera no haberla ganado- y dicho sea desde mis evidentes limitaciones de información futbolística, me parece que en general no lo hace o, expresado sea de otra manera, casi ninguna temporada lo hace. De ahí que vincular la existencia divina a la posibilidad de una victoria deportiva es jugar fuerte, quizá demasiado fuerte, en materia de leyes científicas que no hacen sino aventurar sucesos contingentes. Ignoro los términos exactos del nuevo argumento vittoriano -si se me permite llamarlo así- y no sé s¡ llegaría a completarse al asegurar que la derrota del Roma hubiera demostrado que Dios no existe, pero de la abnegación científica cabe esperar los más altos y óptimos resultados, y debernos confiar en que acabe por salir alguien rematando el asunto.
El argumento vittoriano cuenta, no obstante, con un leve inconveniente. ¿Qué pasará si en el futuro los nuevos filósofos van vinculando la divinidad de forma contradictoria y surgen dos estudiosos que apuestan por la victoria del Atlético de Madrid y del Alcoyano, pongo por ejemplo, desde otras dos contrapuestas afinidades? ¿Y si, para mayor desventura filosófica, acaban ganando la liga el Celta de Vigo o el Deportivo de La Coruña, como personalmente tendría yo que sostener? Es evidente que la prueba vittoriana, con todo su manifiesto valor, necesita todavía de un cierto desarrollo en materia de reglamento. Quizá pudiera ser una solución la de limitar la omnipotencia divina y entender que la victoria del Roma exigió una planificación en varias temporadas, lo que explicaría el por qué con anterioridad fueron otros los equipos afortunados y vencedores.
El trabajo empírico de investigación puede llevar incluso a predecir el año de la futura y próxima victoria, a la vista de lo que ha ido sucediendo últimamente. Todo sea por la ciencia. En cualquier caso, la prueba vittoriana ha abierto un camino insospechado para el enriquecimiento nacional y no me atrevo ni a imaginar siquiera las posibilidades de la teodicea si conseguimos aplicarla al noble juego de las quinielas.
Copyright 1983, Camilo José Cela.
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