Hablemos de las palabras
A los niños de las ciudades, que han nacido en el asfalto y han sido alimentados con potitos, les cuesta imaginar un guisante como un ser con vida, con familia y con historia. Si a una profesora de ciencias naturales se le ocurre preguntar en clase de dónde vienen los guisantes se expone a que el niño de ciudad, con su cabecita llena de automóviles y chimeneas, la mire con condescendiente benevolencia y le responda:-Pero, señorita, ¿de dónde quiere que vengan los guisantes? ¡Pues de la lata!
Algo parecido nos sucede a veces con el lenguaje. Creemos que las palabras están ahí porque sí, porque estuvieron ahí siempre, porque fueron siempre así y no pueden ser de otra manera, como decía el paleto:
-Valga que los franceses llamen mer a la mar o vin al vino, Pero son ganas de complicarse la vida llamarle fromage al queso.
Quien más quien menos, todos hemos escuchado al abuelo contar historias de la familia. Los más comunicativos se han atrevido incluso a encaramarse al árbol genealógico: el bisabuelo que luchó en Cuba, que se casó con una Rodríguez de Burgos, de los del Cid.... y así hasta Viriato. Pero, desde Darwin, lo deprimente de los árboles genealógicos es que todos acaban en el mono.
Las refinadas cortesanas de Versalles, que llevaban un monito en el hombro para realzar, por contraste, su belleza, desconocían su verdadera procedencia genética. Se hubieran llevado un buen susto al saber que a quien llevaban subido al hombro era a su propio abuelo. Después de Darwin, a no podemos contemplar un mono sin hacernos penosas reflexiones.
Todo evoluciona, todo cambia. El tiempo muta al espacio. El tiempo es como un río que fluye. El agua pasa, el río nunca es el mismo. Lo dijo Demócrito: no podemos; bañarnos dos veces en el mismo río. Nosotros también hemos evolucionado, y con nosotros ha evolucionado nuestra más íntima creación: la palabra.
Cuando brotó la primera palabra de Icos labios de aquel primer chimpancé que se dio una palmada en la frente para decir "pienso, luego existo", la palabra tomó vida, multiplicándose de boca en boca por los aires, como una bandada de palomas mensajeras.
Algunas palabras han nacido aquí, en nuestra tierra, en casa de los abuelos. Otras, en cambio, han venido de lejos, de países remotos; han viajado en boca de navegantes y han anidado entre nosotros. Unas son antiguas, tanto como el hombre; otras han aparecido ayer, y muchas de ellas han muerto por el camino, de inanición o para dar su sangre a otras nuevas.
Algunas son verdaderos balbuceos de bebé. Atañen fundamentalmente a la infancia. Son las primeras que pronuncia el ser humano, las que mejor se adaptan a la tierna boca del recién nacido, y quizá fueron las primeras que pronunció el mono. Se trata de sencillas repeticiones de monosílabos: papá, mamá, caca, pipí, baba, bebé, nana. Hay otras que son eternas por elementales, pues simplemente imitan el sonido que quieren expresar: borbotear, aullar, roncar, susurrar, piar, gruñir, maullar.
Una de las que, sin sufrir ninguna transformación, ha protagonizado una larga aventura a través del tiempo es la palabra paraninfo. Sabemos que el paraninfo es el lugar donde se pronuncia el discurso inaugural del año académico en las universidades. Pero ¿quién diría que un salón de actos puede tomar su nombre de la palabra ninfa, con la que los griegos denominaban a las jóvenes diosas de las fuentes? Pronto, en Roma, pasó a llamarse ninfa a cualquier mujer joven y, por extensión, a la novia. En consecuencia, al padrino de bodas se le llamó paraninfo, que significa "el que acompaña a la novia".
Según el rito, el paraninfo anunciaba la presencia de la novia en el templo y, como buen padrino, se extendía a veces en unas emotivas palabras, acordes con el momento. El discursito previo a la ceremonia sentó precedente y arraigó en costumbre. De ahí que en el siglo XVII se llamara paraninfo a cualquier persona que anunciaba una buena noticia. Un siglo más tarde, en las universidades, comenzó a aplicarse la palabra paraninfo al profesor que abría el curso con unas palabras de bienvenida. Por fin, acabó llamándose paraninfo al salón de actos de las universidades.
Las palabras con que nos entendemos no son simplemente sonidos articulados, símbolos herméticos, frías herramientas de la comunicación. Cada palabra es un ser con vida propia, que resuena a través de las edades y de los pueblos. Conocer sus orígenes es conocer los nuestros. Ellas arrojan nueva luz sobre lo que somos, pues forman parte de nuestra historia. Debemos saber, por ejemplo, que cuando decimos ojalá estamos invocando al dios de los musulmanes (del árabe vos-Alá = quiera Dios); cuando damos a alguien una propina (del latín pro pino = para beber), le estamos invitando a echar un trago; cuando sufrimos un avatar (del sánscrito avatara = reencarnación), nos remontamos a las aventuras de Visnú, el dios hindú que se materializaba en pez, enano o jabalí con el fin de ayudar a sus devotos, y, para regalar los oídos de los machistas, añadiré que los testículos (del latín testiculum = testigo) se llaman así por la ancestral costumbre masculina de ponerlos por testigos de su palabra, agarrándolos con la mano para jurar "por éstos", es decir, por sus insignias de varón, que son las partes más sagradas de su ser.
Hace tiempo que las mamás han dejado de bautizó a sus hijos con algunos extraños nombres. ¿Quién se atreve a llamar Hipólito, Eulogio, Pancracio, Teodoro, Filomeno o Nicomedes a un recién nacido? Los nombres, como los hombres, caen a veces en desgracia por funesto azar del ciego hado. Sin embargo, el origen de esos nombres nos arroja un bonito haz de luz sobre sus maravillosos significados. Así, Hipólito (del griego hipos litos) nos sugiere un "caballo de piedra"; Eulogio (eu logos) revela al "bien hablado"; Pancracio (pan cratos) nos presenta al que "todo lo puede"; Teodoro (theos doros), al "portador de Dios"; Filomeno (filos menos) nos habla de un "amante de la vida", y Nicomedes (nique medos), del que "lleva en la mente la victoria".
En otras ocasiones, el conocimiento del origen de las palabras nos aporta el descubrimiento filosófico de un significado terrible, como el de persona (del latín personare = resonar), que no era otra cosa que la máscara de cartón usada en el teatro por los actores como amplificador de la voz. Después de todo, y rizando el rizo en el juego de las palabras, el significado de una palabra tan respetuosa como la de persona nos desenmascara brutalmente.
Pero no nos pongamos serios. No es mi intención rebuscar en el cajón de las etimologías (palabra que no sé de dónde viene), pues para eso existen prolijos diccionarios donde se catalogan todas las palabras, de origen comprobado.
Lo que realmente me interesa, sin embargo, es romper una lanza en favor de aquellos significados espurios que no han ocupado su lugar de honor en los diccionarios etimológicos.
De esta rrianera, me atrevo a poner sobre el tapete el origen incierto, pero curioso, de la palabra cadáver, que no es otra cosa que el resultado de la unión de las sílabas iniciales de la frase latina CAro DAta VERmis; esto es, la "carne entregada a los gusanos".
También. la palabra chiribita parece tener su raíz en las juergas de los antiguos señoritos jerezanos de origen inglés (casi todos ellos), que mezclaban el jerez y el bitter, sherry y bitter, pronunciando en inglés cheribita con la lengua álgo trabada por la explosiva mezcla. La palabra chiribita equivale a chispa en nuestro idioma. No olvidemos que se emplea también la palabra achispado para designar al borracho.
Otro origen curioso es el toponímico de la ciudad die Montevideo. Lo más fácil sería imaginar que viene de la expresión latina montem video, que se traduciría como "veo un monte". Pero no. Al parecer, su nombre viene de la nota que ostentaban algunas primitivas cartas de navegación, en las que la entrada al puerto de aquel lugar se señalaba con la referencia Monte VI de EO. Es decir, para enfilar el puerto había que tomar una referencia a partir del sexto monte, según se miraba de Este a Oeste. Anotación que se leyó Monte vi deo, y que dio nombre a la ciudad.
La palabra ha sido sacralizada en algunos pueblos. El hecho de hablar, ese mágico poder de entendernos, ha sido puesto en el más alto pedestal de nuestra escala de valores.
Entre los judíos, la palabra equivalía al objeto rnismo. Hablar ya era obrar. De ahí que fuera pecado nombrar al Innombrable, a Yahvé. Por eso, en lugar de decir hallelu Yahvé (en hebreo, "alabemos a Dios"), decían sólo hallelu Yah, "aleluya", palabra que aún permanece entre nosotros.
"En el principio existía la palabra, y la palabra era Dios", comienza el evangelio de Juan. Es la magnificación máxima del portentoso hecho de: comunicarnos. La divinización de la palabra es de origen helénico. Juan era, probablemente, un esenio; esto es, uno de aquellos monjes israelitas de cultura griega que habitaban los monasterios alzados a orillas del mar Muerto.
También nosotros decimos que "la palabra es sagrada", y un punto de honor es cumplir la palabra empeñada. Los hombres de bien, para hacerse creer, añaden a su aseveración. la frase "palabra de caballero".
La palabra, ese ser eterno y vivo. Ella es la gran chispa del cerebro, la blanca paloma de la paz. Lo importante es saberla decir y utilizarla. Ella es nuestra primera y última arma, anterior y posterior a las alambradas y a las bombas. Ante todo, la palabra. Y si lo hemos perdido todo, como en el poema de Blas de Otero, nos quedará la palabra. Lo dice el refrán: "Hablando se entiende la gente". Hablemos, pues, aunque sea de la palabra.
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