Gabriel Celaya, presentador San Sebastián
Por lo visto, es inevitable identificar San Sebastián con esa parte privilegiada de la ciudad que se recuesta frente al mar. Sin embargo, muchos ciudadanos de San Sebastián viven en barrios cegados que ninguna guía turística invita a visitar; barrios donde la brisa llega raramente, mezclada con polvo y olores de asfalto. Parece inevitable, porque también los donostiarras -incluidos aquellos que dicen "voy a San Sebastián" para indicar que se trasladan al centro- se reconocen plenamente en la coquetería y la delicia de este escenario de cuento formado por la parte vieja, la bahía, con su pequeña isla sus playitas y sus tres montes. Es una tragedia cotidiana, porque está claro que hay dos clases de donostiarras: los que pueden mirar al mar y los que quieren mirar al mar.Tampoco el programa que Televisión Española emitió el miércoles en el espacio Esta es mi tierra, de la mano del entrañable poeta donostiarra Gabriel Celaya, se resistió a la tentación. Gabriel Celaya, convertido en guionista y presentador ocasional, escribió las mutaciones experimentadas por la ciudad, deteniéndose en un hecho histórico al que concede un cierto simbolismo: la ruptura de las murallas que rodeaban a San Sebastián, entonces plaza militar, y la creación de una ciudad civil, abierta, concepto que el poeta ha plasmado en alguna de sus obras. Quizá estuvo aquí el interés del programa, porque el resto se convirtió en un precipitado reportaje, nada original, donde abundaron los lugares comunes y el tópico folklórico en una carrera desenfrenada por abarcar todos aquellos aspectos que según los autores del programa de finen la personalidad de la ciudad y de sus habitantes.
La conclusión forzosa es que el donostiarra, como buen vasco, come, bebe y canta, juega a la pelota y baila. Como tienen playa, eso sí, los niños juegan mucho al fútbol y de ahí que salgan futuros Arconadas, que tantos triunfos dan a la Real Sociedad. Se dijo que los pescadores están siempre bien hermanados, y unas breves escenas del mercado remitieron directamente al comentarista a la sociedad idílica y pastoril con que soñaba Sabino Arana. Hubo, pues, fragilidad argumental y miopía junto al movimiento de una cámara aturdida que ni siquiera intentó recrearnos con una panorámica definitivamente hermosa.
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