Aragón
Polvo, niebla, viento y sol, y donde hay agua, una huerta; al Norte, los Pirineos: esta tierra es Aragón. Así iniciaba yo una canción, allá por los años sesenta, en un intento de explicarme a mí, a mis paisanos y al resto de mis compatriotas, cómo era el pequeño país donde uno andaba viviendo y luchando. Y ahora, años después, cuando por razones profesionales me he vuelto a recorrer esta enorme y torturada distancia de 42.000 kilómetros cuadrados de extensión, me he reencontrado con la misma realidad: desde la Ribagorza hasta la punta sur de Rubielos de Mora; desde el centro mismo del monte Perdido, hasta las humildes huertas que baña el Turia, o desde las estribaciones orientales del Moncayo, hasta las increíbles perspectivas de Beceite, mi tierra está allí, torturada y dulce, agreste y atemorizada, trágica y bella. Es, como todas las grandes obras de arte, incalificable y difícilmente definible, porque siempre queda un rincón, una ventana, una espantada de niños, que se te escapa a posibles cuadrículas pedagógicas.
Ir desde el Norte al Sur, desde el Este al Oeste, es ir descubriendo nuevas formas de vida, de paisaje, de modos y maneras, de lenguas y dialectos.
Es ir conectando cotidianamente con una realidad cambiante y rica en sus contrastes. Porque nada tienen que ver las cimas agrestes del Pirineo con las llanadas estremecedoras de los Monegros, o para nada se semejan las huertas fertilísimas del Cinca con los paisajes rotos, cubiertos de barrancos, del Maestrazgo turolense.
Y al final hay dos sensaciones que te quedan: una, el vacío, la enorme sensación de soledad que te albergan los caminos, las carreteras, los pueblicos perdidos y, a veces, arruinados hasta la desesperación; la otra, Zaragoza, ese enorme náufrago desmadrado de todas las ruinas migratorias que se alza, despavorido, en el centro del valle del Ebro, como testimonio de los que estamos aquí, para que nadie de los que nos atraviesan hacia el Sur o hacia el Oeste, hacia el Norte o hacia el Este, confunda totalmente Aragón con el silencio.
Zaragoza es, contra viento y marea, contra tirios y troyanos, el portavoz -quizá amadrastrado- del resto de silencios. Es la cresta de la ola que, a veces, nos golpea a todos; pero es nuestra única señal de vida para el resto dé los ciudadanos de este país. Si esta vieja ciudad gótico-mudéjar-arábigo-romana, y símbolo perfecto de la especulación, no estuviese izada a orillas del Ebro, los versos siguientes de mi canción aún tendrían más significado: "Al Norte, los Pirineos, / al Sur, la sierra callada. / Pasa el Ebro por el centro / con su soledad a la espalda".
Esperemos que la vida que hay bajo tanta esperanza surja a flote y revivamos.
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