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Memorias de la egoteca

Una biblioteca personal no es nunca la historia de la literatura universal, pero en cambio se parece bastante a la historia privada de quien la ha ido formando. Durante mucho tiempo pensé que mi biblioteca y yo éramos inseparables, y aun sin acompañamiento de tango hubiera dicho: vivir sin ella nunca podré. Luego, al tener que exiliarme sucesivamente en tres o cuatro países, mi biblioteca fue descendiendo de unos 7.000 volúmenes a unos pocos centenares. La verdad es que cuando llega el momento del exilio a uno le siguen los problemas y los acreedores, pero en cambio no puede cargar con la biblioteca. De modo que he podido comprobar que mi tango mentía: realmente puedo vivir sin ella.Por otra parte, una biblioteca es casi imposible de rehacer. Hay libros que uno leyó y releyó y, sin embargo, ya no volvería a abrir en el plazo que le queda como lector en funciones. ¿A qué volver a comprarlos? Hay otros que jamás volverá a conseguir, aunque lo intente, y otros más que nunca volvería a poner en un estante, aunque se los regalasen. En cambio, hay una parte de la biblioteca de un escritor que sí se va rehaciendo, y es aquella en que junta las distintas ediciones de sus propias obras, así como sus traducciones a diversas lenguas, y otros oropeles. Algo que podría llamarse la egoteca. (Siempre aparecen nuevas ediciones o algún amigo trae un ejemplar muy anotado y arrugadito, hallado en una librería de viejo.)

Es claro que recorrer la egoteca es bastante aburrido y hasta desalentador. A veces uno no puede creer cómo llegó a publicar cierto engendro, y quisiera enterrarlo, cubrirlo de olvido y ni siquiera llevarle flores. No obstante, siempre hay alguien (digamos, una simpática profesora de Saskatchewan, Canadá, que se ha consagrado a la faena de recopilar una bibliografía completa, o estudiantes de Florencia o de Boston que acaso me han elegido al azar para sus respectivas tesis) que me reclama esa nómina exhaustiva que a menudo me deja exhausto.

Por una de esas razones, ahora estoy recorriendo mi averiada egoteca, pero confieso que a esta altura, con los años y exilios transcurridos, soy capaz de juzgarla con la misma objetividad que si fuera una altruteca. Y resulta que muchos de mis libros vienen con recuerdos anexos. Por ejemplo, el primero de todos, que era, por supuesto, de poemas, y que con toda razón fue ignorado por la crítica. Rápidamente me convencí de que La víspera indeleble era un humilde adefesio. Sin embargo, una tarde me encontré con Juan Cuha, un poeta que sólo me llevaba 10 años, pero ya era un nombre conocido y reconocido y precisamente en ese año de 1945 había publicado su cuarto libro, Cuaderno de nubes. Para mí era la imagen del joven poeta realizado. Tomamos un café y supe que había leído mi infortunada Víspera. "Me parece el mal libro de un buen poeta", dijo. Seguramente Cunha, que vive en Montevideo, no ha de acordarse de aquel insólito diagnóstico, pero para mí es inolvidable, ya que gracias a ese empujoncito pude seguir, mal o bien, escribiendo poesía.

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Acerca de La tregua recuerdo, por ejemplo, que un amigo me invitó a una reunión en su piso de Pocitos, y al entrar me sorprendí de que sólo hubiera mujeres, calculo que unas 30. El motivo de la reunión era bien concreto: querían expresarme su disconformidad porque en la novela yo "había matado a Avellaneda", la protagonista.

Malentendidos y erratas

Gracias por el fuego, la novela siguiente, viene con un recuerdo relacionado con España. En 1963 envié los originales al concurso Bibilioteca Breve, de Seix Barral. La novela ganadora fue Los albañiles, del mexicano Vicente Leñero, y Gracias por el fuego quedó finalista. Cuando la editorial quiso publicarla, la censura la prohibió, íntegramente, sin posibilidad de supresiones o enmiendas. Recuerdo que Carlos Barral me pidió eintonces que, desde Uruguay, le escribiera al responsable de la censura española, que era Carlos Robles Piquer, preguntándole los motivos de tan tajante negativa. Así lo hice, y la respuesta fue que mi obra atentaba "contra el honor, la familia y la patria". Después de ese triple KO fue necesario que pasaran 10 años para que aquella novela pudiera publicarse en España. Pero en mí tuvo otra consecuencia: nunca más me presenté a un concurso literario.

La misma novela fue motivo también de un diálogo curioso. Como quizá algún lector recuerde, el protagonista proyecta matar a su padre, pero en el instante decisivo le falla el ánimo y se suicida. Pues bien, una semana después de haberse publicado el libro en Montevideo, un transeúnte me aborda en plena plaza de la Independencia, y tras asegurarse de mi identidad, dice que le gustaría discutir conmigo algunos aspectos de la novela, y arranca así: "Por ejemplo, en ese capítulo en que usted va a matar a su papá...". Me costó un buen rato convencerle de que no se trataba de una autobiografia y que mis relaciones con mi padre eran inmejorables.

Montevideanos incluye un cuento, El fin de la disnea, en el que, aprovechando mi condición de asmático, invento una suerte de masonería del fuelle, integrada natural y solidariamente por todos los disneicos que en el mundo han sido; pero un oscuro médico de provincia descubre una droga que cura inmediatamente la dolencia, y todos los asmáticos, al dejar de serlo, sienten que han perdido una fraternidad que creían vitalicia. El cuento apareció originariamente en la sección literaria de un diario, y al día siguiente empecé a recibir llamadas urgentes de gente que me exigía datos sobre cómo y dónde conseguir aquella panacea. Cuando yo les aclaraba que se trataba simplemente de un cuento, cortaban indignados.

En 1971 publiqué una novela en verso, El cumpleaños de Juan Ángel, con una dedicatoria a Raúl Sandic, líder revolucionario uruguayo que aún está preso. Años después me enteré de un episodio ilustrativo: cierta señora que visitaba a su hijo preso sometió a la correspondiente censura previa varios libros (El cumpleaños, incluido) que traía para el muchacho. Cuando el soldado advirtió la dedicatoria de marras, llamó de inmediato a un capitán y se lo comunicó. El oficial hojeó el libro y dijo: "Déjelo pasar, ¿no ve que está en verso?" Nnca he conocido algo más desdeñoso que la poesía.

Las erratas me. han perseguido con ahínco. Pero la mayor, ya que apareció en letras de cuatro centímetros de altura, tiene relación con mi cuarto libro de cuentos, Con y sin nostalgia. Un mes antes de que apareciera el libro, un periodista quiso hacerme un reportaje, y yo, que venía de una buena bronca con motivo de una edición ¡con 150 erratas! quise tomar mis precauciones. Le dije al periodista que le concedía la entrevista siempre y cuando me permitiera revisar las pruebas. Así lo hizo, y por mi parte se las devolví puntualmente, con todas las correcciones necesarias. Horas después me telefoneó: "Olvidé anotar el título de ese nuevo libro que vas a publicar". "Con y sin nostalgia", respondí. Días después, cuando apareció el reportaje, casi no podía creerlo. En todo el artículo había una sola errata, pero estaba nada menos que en el título, y éste, en una tipografía gigantesca, ocupaba una doble página: Con y sin los tanques.

La verdad es que este último recuerdo me deja un sabor tan amargo que abandono taciturno la implacable, memoriosa egoteca, y voy en busca de la confortante presencia de los libros ajenos.

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