Trias Fargas, con los ojos abiertos
El feliz acontecimiento se produjo en el número 47 de la Rambla de Cataluña, en el piso principal de una casa de muchas volutas de acanto y cornucopias novecentistas, con lebreles y diosas de mármol en la escalinata. Trias Fargas era nieto de segundones por las dos ramas. Sus antepasados tuvieron tierras en Berga y Castellterçol, patria chica de Prat de la Riba. Pero su abuelo materno ya fue catedrático de Ginecología, y su padre ostentaba la cátedra de Cirugía en la universidad de Salamanca cuando al niño le dio por nacer. Por pura casualidad la madre rompió aguas en Barcelona durante las vacaciones de Navidad, y así el hornazo salmantino fue sustituido por la escudella i carn d'olla para celebrar la llegada del heredero. En aquel tiempo cualquier catalán de orden, con futuro intelectual o textil, tenía la obligación de abrir el ojo a la vida cerca del paseo de Gracia. Trias Fargas así lo hizo. Y según la teoría, el niño tuvo una infancia feliz en un barrio burgués, lejos de los escopetazos, en un ambiente familiar de gente académica y acomodada. Por casa caía a veces Unamuno y había tertulias de personajes con pajarita. En cierta ocasión Américo Castro estaba sentado en la sala y el primogénito Trias jugaba con sus hermanos pequeños en el pasillo. El sabio le llamó para realizar una prueba de idiomas. Le preguntó:-¿Tú quién eres?
-El más grande.
-Vaya por Dios. No se dice el más grande. En castellano se dice el mayor. ¿Lo veis?
-¿Qué pasa?
-Esto del bilingüismo es un desastre.
Una existencia mesocrática
El chico iba con una bolsa de cuero a un colegio de monjas monárquicas, y su padre no participaba en política directamente, pero militaba en Acción Catalana, un partido de centro izquierda inspirado por profesionales y señores con estudios. Tenía ideas conservadoras en lo material y progresistas en lo espiritual. Era muy nacionalista, aunque no creía en el separatismo. Todo muy dulce y ordenado, como se ve. Guardaba gran estima por la cultura castellana, respetaba las opiniones ajenas y procuraba estar en la vanguardia intelectual de la época. La existencia transcurría con esa suavidad mesocrática que se deriva del buen juicio, de las pasiones contenidas, entre la escudella diaria y el mazapán de la onomástica, sin contaminarse con la butifarra popular. Y así, todo seguido hasta que llegó el 14 de abril de 1931 y comenzaron a saltar repúblicas por debajo de las piedras. Aquel día Lluís Companys proclamó la suya desde el balcón del ayuntamiento, y él abuelo Maciá, al atardecer, lanzó otra más de su estilo desde el balcón de enfrente en el palacio de la Generalitat, mientras Alfonso XIII en Madrid no estaba para nadie, hacía las maletas y salía embozado por el Campo del Moro en dirección a Cartagena.
En aquel jolgorio de procesiones laicas, manifestaciones, alocuciones, fervores patrios y otros lances de política civil, el adolescente Trias Fargas no perdió la inocencia. Pero muy pronto se inició la ensalada. Y entonces, la amabilidad del barrio se vio poblada de paisanos con canana y alpargatas. Se había perdido, de repente, la cortesía de ascensor; nadie se saludaba ya con el sombrero, y ninguno tenía tiempo de comprar pasteles después de misa de doce. La guerra fue algo muy excitante para el muchacho. Había desfiles con escopeta, pasaban por la calle reatas con manta y cantimplora, se oían tiros y arengas y él no entendía nada. En cambio, su padre lo entendió todo en seguida. Cogió a sus hijos y los depositó en Suiza, como suele hacer la gente fina, ya que los hijos es lo mejor que nos ha dado Dios.
Era lo de siempre: una cosa es la libertad y otra el libertinaje.
-¿Se ha dado usted cuenta?
-¿De qué?
-Todos los milicianos son feos.
-No había caído.
-Mírelos bien. Tienen el cuello gordo y los ojos ensangrentados de furia.
-Es verdad.
-Qué desgracia.
La familia de Trias Fargas estaba envasada con un talante liberal, catalanista, ordenado en una jerarquía de buenas maneras. Para ella, antes que nada, la guerra era una falta de educación, como dar resoplidos al sorber un caldo de sopa o hacer demasiado ruido con la cuchara, aunque algo más grave. Uno podía ser progresista, pero todo tiene un límite para una persona decente, criada con esmero. El desmadre de ambos bandos sumió al catedrático en una postración ética. El caballero catalán se escoré de la contienda, se alejó de los gritos de unos ciudadanos sindicalistas de pescuezo palpitante y trató de llevar una vida normal en su trabajo en la universidad sin perder los modales de republicano, y cuando Franco asomó la oreja en la parte oriental del Ebro, agarró el petate y partió hacia el exilio como un ciudadano puro y sobrepasado por la hecatombe.
Ramón Trias Fargas era entonces un pequeño ser que había espigado su pubertad de forma incontaminada en Suiza. En aquel paisaje había descubierto algo extremadamente raro: la gente era rubia y no se mataba entre sí, hablaba varios idiomas a un tiempo, había iglesias con distintas ceremonias y creencias y unas vacas de ojos azules estaban echadas en el prado mientras el personal hacía relojes y por el cielo volaban palomas de la paz con un billete de banco en el pico. Tal vez allí se fraguaron los valores de este personaje. Probablemente a la sombra violeta de una montaña nevada Trias Fargas decidió ser alto y anglosajón, culto y elegante, para ver el mundo a través de una cerradura de caja fuerte.
-¿Y tú qué quieres ser de mayor?
-Rico.
-Vas bien. ¿Y además?
-Si es posible, catalán.
-Una cosa no quita la otra.
-Entonces quiero las dos.
La familia de Trias Fargas buscó refugio en Colombia después de la guerra, y allí el muchacho hizo la carrera de Derecho, pero muy pronto tuvo una revelación monetaria y se fue a estudiar economía a Chicago. Existe un principio evidente: la naturaleza del hombre está desordenada, y la riqueza es un gran instrumento para recomponer el caos espiritual. Lo bueno sería que todo el mundo fuera rico, pero como no hay dinero para todos, uno tiene la obligación moral de mantenerse a salvo. Trias Fargas, en América, fue acrecentando en su cerebro una sabiduría de librecambio, mientras su cabeza, por fuera, tomaba un diseño de profesor británico, con la melena agitada detrás de la oreja, con el bigote de oficial destinado en el canal de Suez. En política tenía ya algunas ideas conquistadas. Sobre la nostalgia de la tierra catalana, de unas calles burguesas de Barcelona, donde su adolescencia había quedado rota por el fanatismo, ahora comenzaba a fijar en la mente algunos axiomas. Puede haber empresa privada sin libertad, pero no puede haber libertad sin empresa privada. El marxismo se vende como una ciencia, y la ciencia siempre acaba por convertirse en un dogma. Con el título de master en economía, con la memoria de una ciudad perdida y con la filosofía de mercado sellada en el título académico, Trias Fargas, en el año 1950, volvió solo a España, se instaló en la casa de la Rambla de Cataluña con una tía soltera, y comenzó a verlas venir. De pronto, a las nueve de la mañana se hacía de noche.
Instinto para detectar gente fina
-¿Qué significa esta oscuridad?
-Es un apagón.
-¿Y cómo me recorto el bigote ahora?
-Enciende una vela.
Cuando el profesor Trias llegó a este país, los machos se afeitaban con un cirio y al futuro también había que alumbrarlo con una candela de sebo. Él se orientó en seguida por los aledaños de la Universidad, y su instinto para detectar gente fina con brillo inteligente y metálico le llevó. a la Sociedad de Estudios del Banco Urquijo, que entonces estaba lleno de caballeros con alma macerada por la cultura y el dinero. En una caja blindada de ese banco se guardaba a Zubiri. A veces el consejero delegado sacaba al filósofo del cofre de acero, lo enseñaba a unas señoras con estola de visón, sentadas en un salón con cortinajes, y comenzaba una danza de Platón bajo las descargas de una máquina calculadora.
En este ambiente de cultura y balances, aderezado con una crema suave de catalanismo, Trias Fargas ganó la cátedra de Economía y su biografía académica siguió iluminada por el resplandor financiero de las cosas, con algunos percances menores por tener la lengua liberal demasiado larga para los gustos de la época. En los años sesenta éste era un hombre disponible contra la dictadura, siempre que el asunto no fuera más allá de una conversación de despacho, de una ironía envenenada o de alguna firma al pie de una homilía de abad mitrado, pero sus amigos y otros iniciados sabían que ocupaba un sitio de retaguardia en el frente. En el eje de abscisas y ordenadas allí estaba él con el whiski en la mano y Cataluña en el corazón. De esta forma se mantuvo puro, inteligente y rico hasta que murió aquél. El nublado del franquismo, escampó, el caballero Ramón Trias abandonó el porche y dijo:
-Voy a fundar un partido.
-Ventanilla 17. A la derecha.
-¿Qué desea usted?
-Traigo los papeles de Esquerra Catalana.
-¿Y eso qué es?
-Una cosa de izquierda no marxista, con un toque nacionalista, para señores con carrera.
-Le falta una póliza.
El país no estaba para esas sutilezas. El profesor Trias Fargas se dio cuenta muy pronto de que en este territorio el personal es de derechas o de izquierdas sin matices intelectuales, de modo que cerró el baúl de los recuerdos de infancia, cogió el cartapacio y se largó con todo el equipaje hacia la jurisdicción de Jordi Pujol. ¡Oh, que remanso de paz! Por fin había conseguido a buen precio un piso ideológico con vistas al paseo de Gracia. Derecha civilizada, nacionalismo, Virolai, escudella de lujo y un guiño de inteligencia irónica con sobresueldo, más incentivos.
En las calles de Barcelona, en las sábanas tendidas entre los plátanos, ahora Trias Fargas aparece con su cabeza anglosajona en imágenes de propaganda municipal con una consigna de oculista. Abre los ojos. Por su parte, el héroe está mirando un horizonte lejano, con la pupila enfocada hacia arriba como si estuviera divisando la solución de los problemas en las nubes. Es un cartel idealista, impropio de un hombre acostumbrado a hacer números. Sin duda, un futuro alcalde debe tener altura de miras, pero sin olvidar que las alcantarillas, las chabolas y los barrizales están abajo. Trias Fargas tiene una figura de financiero británico en un país donde no hay ningún británico y todo el mundo está sin un duro. He aquí la cuestion.
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