Mañana perdida
Un rayo de sol que parecía acumular todo el polvo del mundo partia oblicuamente la sala en dos, y la gente que esperaba arracimada en los asientos de skay despellejado lo miraba como si de verdad estuviera contemplando la línea que separa la vida de la muerte, la salud de la enfermedad. En el ambulatorio de la Seguridad Social, todo él color de salfumán -color de posguerra para un entorno sólo ligeramente más avanzado en el tiempo-, hasta los niños enredaban con desgana, como si comprendieran lo inútil de su esfuerzo.Yo tenía una gripe galopante y estaba sorbiéndome los humores en un rincón, consultando el reloj y maldiciendo la ingenuidad que me hace creer, todavía, en el funcionamiento de ciertos servicios públicos. Entonces salió una enfermera rubia, de rasgos delicados, casi idéntica a la que, en la pared, desde varios carteles, se llevaba a la boca un dedito y decía schissst, indicando silencio. La enfermera rubia y delicada se detuvo en el centro de la estancia, lanzó una ojeada de reconocimiento y frunció el ceño, como si lo que estaba viendo no le gustara nada. Entonces gritó:
-¡Consuelo Cortés!
Una anciana se estremeció brevemente.
-¡Consuelo Cortés! -volvió a bramar la muchacha.
La mujer se levantó y dio un paso al frente.
-Usted perdone, pero me llamo Esperanza. Esperanza Cortés.
-No importa. ¡Desnuda de cintura para arriba!
La anciana nos miró a todos con perplejidad.
-Vamos, vamos, no podemos pasarnos así la mañana -se impacientó la enfermera.
-Es que...
-Ya sé, Esperanza. Vamos, que hay más gente aguardando.
-Es que yo vengo por lo del tobillo.
Y se señaló tírnidamente la patuca vendada. Aquello encolerizó todavía más a la enfermera.
-¿Puede saberse por qué se levanta? ¡Estamoos haciendo tórax!
Me puse en pie y salí.
Fuera, el sol lo bañaba todo por igual y la gente tenía las cosas en su sitio: el tórax, los tobillos y hasta el nombre.
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