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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La huelga de Vigo

UNA HUELGA general paralizó ayer Vigo para protestar contra la destrucción de puestos de trabajo en la zona y para pedir la creación de nuevos empleos. La respuesta popular al llamamiento de los organizadores fue impresionante y la manifestación cubrió las calles de la ciudad gallega. De esta forma, la experiencia huelguística de Gijón se ha vuelto a repetir, tanto en lo que respecta al éxito de la movilización como a las peculiares características de su origen y desarrollo. Él tono ordenado y pacífico de la protesta, en la que ha participado UGT, se ha combinado con la vaguedad de sus objetivos y la difuminación de su destinatario final.La paradoja de que la población empleada utilice la huelga general para exigir la creación de empleo queda disipada por el aspecto defensivo que reviste esa manifestación para los trabajadores cuyos puestos estén amenazados por el cierre empresarial o el expediente de crisis. En cambio, la falta de un claro destinatario de las exigencias no resulta tan explicable. Las empresas del sector privado no sólo no se sentirán aludidas por unas reclamaciones de naturaleza macroeconómica, sino que se sentirán inclinadas a aumentar sus recelos a la hora de localizar sus instalaciones en zonas de alta combatividad obrera. Las empresas del sector público dependen de la política del Gobierno y de las decisiones adoptadas por el poder ejecutivo. Pero la punta antigubernamental de las huelgas de Gijón y de Vigo -punta bastante roma de por sí- queda además mellada por la participación del sindicato socialista, e incluso de las autoridades locales del PSOE, en esas movilizaciones.

El forcejeo de pasadas décadas por atraer a unas ciudades o regiones la inversión pública no sólo se prolonga en el presente (baste recordar el asunto de Presur), sino que se complementa con la resistencia de las poblaciones afectadas por la racionalización económica de los sectores en crisis, en los que las empresas estatales o subvencionadas tienen una poderosa presencia. Quizá es posible criticar estas manifestaciones particularistas, que endosan al resto de los españoles una carga proporcionalmente mayor ole la crisis y tienden a una especie de industrialización mediante el plebiscito; pero a ningún Gobierno le resultará fácil aplicar medidas de saneamiento que pueden incrementar dramáticamente y a corto plazo el paro en las regiones afectadas y debilitar o arruinar, así, la popularidad de las autoridades.

En cualquier caso, el Gobierno tendrá que afrontar, antes o después, los problemas de unos conflictos que no pueden ser resueltos con los llamamientos a la buena voluntad o con exhortaciones éticas a la primacía de los intereses generales. En una crisis económica de la magnitud y gravedad que reviste la actual, la divergencia de intereses entre la población empleada, preocupada por el mantenimiento de su capacidad adquisitiva, y la población en paro puede proyectarse en una pugna entre las regiones que logran mantener en pie industrias ruinosas financiadas con fondos presupuestarios y el resto del país. La situación que viven ciudades o zonas al borde de la quiebra colectiva impide que las razones económicas y los argumentos del interés general puedan abrirse paso y convencer a los parados de que su sacrificio es inevitable. Pero, por otra parte, el doblegamiento del Gobierno a las presiones locales puede crear una escalada de reivindicaciones en la que las zonas mejor organizadas o dispuestas a alzar la voz ganen la batalla a los territorios más débiles y se beneficien privilegiadamente de los fondos presupuestarios pagados por todos los contribuyentes.

En esta situación, el Gobierno no puede confiar ni en la mano invisible de la racionalidad económica ni en la buena disposición, de los grupos amenazados por la crisis. La magnitud del déficit público y la quiebra sin remedio de muchas empresas estatales o subvencionadas impedirán, a la larga, ir apagando las hogueras de los conflictos mediante la utilización de fondos públicos.

Antes o después, por consiguiente, el Ejecutivo tendrá que exponer las líneas generales de su política industrial ante la crisis y proceder a aplicarla dé forma coherente y firme. La ilusión de que la intervención estatal puede salvar a los españoles del desempleo no es fácil de disipar -cuando desde el Gobierno, y de forma electoralista, se insiste en mantenerla- Pero el presidente González dispone de la autoridad política y el crédito moral suficientes para explicar a sus compatriotas los perfiles reales de una situación que sólo puede agravarse si los fondos públicos siguen siendo aplicados a mantener artificialmente en pie empresas en ruina. La huelga de Vigo es, en este sentido, una hermosa demostración de solidaridad humana y de la capacidad de combate de los ciudadanos. Si el Gobierno sabe canalizar esa solidaridad, y el capital político de sus 10 millones de votos, hacia la ejecución de una política económica racional puede estar seguro de que no le ha de faltar la colaboración y el sacrificio de los españoles, colaboración que no debe desperdiciar en el corto plazo ni en las pequeñas soluciones sectoriales y que le permitirá enfrentarse airosamente, y con grandes probabilidades de éxito, a la crisis.

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