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La buena muerte

No es el sexo, es la muerte el gran tabú de la sociedad occidental contemporánea. Entendiendo por tabú lo sagrado impuro, lo segregado y retirado del comercio social cotidiano por razones de indecencia, la muerte ha venido a ser el tabú por antonomasia de nuestra sociedad.Durante la baja Edad Media y todavía en el Renacimiento, morir, en Europa, constituía un acto público. No sólo la familia, los vecinos, grandes y chiquillos acudían a la casa del moribundo como a un acto social ordinario, también como a un incitante espectáculo donde se representaba a lo vivo el drama de la condición humana. En el siglo XVII comienza la privatización de la agonía y de la muerte: se muere en familia, entre los íntimos. Ya en nuestros días, el trance de la muerte ha cambiado todavía de lugar: de la intimidad ha pasado a la soledad y al extrañamiento. La medicina moderna, además de conseguir aplazar en 20 años su previsible momento, nos tiene preparada una muerte rodeada de atenciones, aliviada de sufrimientos físicos; pero entre sus aportaciones figura también la de haber contribuido a consagrar un tabú en el que el propio moribundo/difunto queda constituido como objeto segregado. El género de muerte que con mayor probabilidad nos aguarda es en una UVI, acribillados palmo a palmo en nuestra carne mortal por las agujas del encernizamiento terapéutico -las mismas que otras veces hacen revivir y por eso no es fácil rehusar-, algunas horas después de que los hijos le hayan entrevisto a usted a través de los cristales, y pocos minutos tras el último vistazo de la enfermera de guardia. Consumado el final, el fallecido es prestamente trasladado al velatorio, es decir, a planta sótano, probablemente cerca de la lavandería; y al día siguiente, el furgón fúnebre saldrá por la cancela de servicio del hospital, por la misma del camión de los desperdicios.

Gracias al pasillo así constituido, segregado de los caminos por donde transitan los vivos, nadie ha visto a la muerte y ésta no existe. Nadie ha visto al moribundo ni tampoco al muerto. Sólo, si acaso, ha podido verse el cadáver vestido y maquillado. El único que ha visto la muerte y el vacío ha sido el propio agonizante: se ha encontrado cara a cara con un vacío no de ultratumba, sino de antes de la muerte; ha mirado alrededor y no ha hallado a nadie. El tabú que rodea a los que mueren, mientras protege eficazmente la tranquilidad de los vivos, les condena a ellos a muerte civil antes de la muerte física.

La muerte civil a menudo se anticipa meses o años al fallecimiento biológico. Con frecuencia, cuando la muerte ha hecho ya visible su acoso definitivo sobre un cuerpo -el accidente gavemente invalidante, la trombosis cerebral, la arterioesclerosis progresiva-, el hombre y la mujer no sólo quedan por completo entregados al cuidado de los otros para las necesidades más elementales -sentarse y levantarse, vestirse y desnudarse, comer y defecar-, sino más bien, y sobre todo, condenados a cierto género de muerte social y a veces, asimismo, psicológica, en que la vida no sólo deja de ser productiva -esto sería lo de menos-, sino, juntamente, deja también de ser gozosa o atractiva, pierde cualquier incentivo, y con ello puerde su sabor de vida humana -vida consciente, motivada-, para convertirse en simple supervivencia fisica de un organismo que nada espera y del que nadie espera nada. Hay personas, desde luego, que prefieren esa mera existencia vegetal a la desaparición en la muerte. Pero algunos, no muchos, se niegan a sobrevivirse a sí mismos, a su autoconciencia lúcida, en forma de vegetales o de mamíferos en progresivo curso de demencia, y optan por desaparecer como seres humanos mientras todavía se, sienten seres humanos.

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Ha sido la opción de Arthur Koestler opción inquietante, es candalosa, porque rompe con el tabú de la muerte y porque rein tegra a ésta al lugar de momento todavía interior a la vida y de horizonte que puede ser serenamente contemplado y elegido desde la vida misma. Puesto que todo tabú impone un silencio protector en tomo suyo, la muerte de Koestler y su esposa, junto con el tabú, está quebrando también silenciamientos; y en estas semanas, pensando en el final de esa pareja, muchos se han sentido, nos hemos sentido, movidos a hablar de la vida y de la muerte.

No debe ignorarse que la absoluta indefensión del enfermo terminal obliga a toda clase de cautelas, por parte de los códigos penales, para evitar los abusos y los crímenes que precisamente su derelicción torna fácil cometer en la más completa impunidad. La cuestión de la eutanasia, aun con todos los consentimientos del moribundo, es, por ello, de lo más complejo y espinoso que pueda plantearse en cualquier reforma penal. No es posible desconocer tampoco las semejanzas que una determinación como la de Koestler presenta con el suicidio puro y simple, semejanzas en este caso resaltadas por la circunstancia de que la mujer, Cintia, se hallaba aún en la plenitud y no en el tracto terminal de su vida, y que su decisión en pos de Arthur se parece bastante al sacrificio ritual de las esposas enterradas junto al jefe de la tribu cuando éste fallece. Con todo respeto también hacia el acto del suicida, hay que notar que con este acto no debe confundirse la voluntaria puesta a término de la propia vida cuando se percibe que la prolongación en la existencia está destinada a ser la de un organismo que vegeta o que, en todo caso, no se corresponde ya en manera alguna con la propia identidad. personal.

La elección no de la muerte, que sigue siendo impuesta y no elegida, pero sí de su momento y de su modo constituye entonces un portillo entreabierto de libertad aun en el seno de la más dura necesidad, una paradójica afirmación de vida, un sí a la vida en el instante mismo de despedirse voluntariamente de ella, una apelación de trascendencia, de algún género de trascendencia o de superioridad del hombre frente al aparentemente absoluto triunfo de la muerte. Ni siquiera es, por fuerza, una opción irreligiosa. No prejuzga nada del otro lado de la línea de no retorno. Simplemente se limita a introducir algún orden humano, algún destello de libertad, en un hecho, el de la muerte, al que, de otro modo, del lado de acá no le queda más sentido que el trayecto de UVI, velatorio y salida por el portón de servicios. En la larga partida de ajedrez que el hombre juega con la muerte (Bergman, El séptimo sello), en los dilatados ardides de Eros para demorar la hora de Tanatos (Freud, Más allá del principio del placer), hay un momento en que la obra está ya hecha, ya se ha conocido el deseo y el amor, ya se ha vivido, sencillamente; y no es suicidio abandonar la partida sin aguardar al jaque mate, que de todos modos está previsto para la próxima maniobra. Este abandono testimonia una supremamente desesperada-esperanzada voluntad de vida, al rescatar como palpitantes, como propios, y no vergonzantes o indecorosos, los últimos momentos de esta vida querida. En eso, es un acto respetable, como también lo es -a estos pluralismos éticos hemos de habituarnos- el de perseverar y agonizar hasta el final.

"Dale, Señor, a cada uno morir de su propia muerte", reza una plegaria de Rilke. En vez de implorarla como una gracia, lo que también puede hacerse y de hecho hacen las oraciones para impetrar la buena muerte, algunos hombres deciden tomarse por su mano la muerte propia, sin dejarla al celo de los médicos. Es una decisión inquietante para los vivos y peligrosa para el tabú protector con el que nos mantenemos alejados, hasta en pensamiento, de la muerte. Pero tal vez, y no sólo tal vez, seguramente, más allá del quebrantamiento del tabú nos aguarda una nueva experiencia cultural de la mortalidad humana, en la que sepamos reconciliarnos con los últimos días de nuestra existencia, sin temerlos inconfesadamente como el abismo negro a que nos acercamos en pendiente acelerada, y podemos disponernos a vivirlos como unos días más entre otros, con igual precario goce, al lado de lo que amamos y de los que nos aman.

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