Descubrir América
Desde Europa se sueña América. Cuando la realidad se vuelve insoportable, se busca la infancia perdida -el mito, la leyenda- hacia una América deseada y malentendida. En los sesenta, América fue la realización de la revolución frustrada en Europa. Los intelectuales, con notable buena o mala consciencia, se proyectaron hacia la América de las guerrillas frondosas, en una incesante búsqueda de sí mismos. Pero olvidaron que era un continente de sangre. Hoy, desde una España que intenta crecer, madurar, entre las ruinas de una dignidad perdida, se busca de nuevo América. El peligro está en que se busque como cataplasma para recuperar el antiguo mito de la Hispanidad, disfrazando las buenas intenciones con palabras hermosas, recuperando los antiguos esclavos con la palabra hermano. Sin intentar comprender lo que no es común, otras voces, otras raíces. Para descubrir América de nuevo, creo que hay que escuchar a los americanos. Pues se puede utilizar un mismo idioma para designar cosas distintas. Confieso que descubrí tardíamente América, como todo en la vida.
Fue en otoño de 1981 cuando fui por primera vez a Cuba, y en un congreso de escritores descubrí tantos acentos como paisajes tiene este continente. No era la América de la literatura, de la fábula y la imaginación, era una América difícil de soportar a través de Europa: era la América de las cifras, la América de la realidad. Y no era fácil oír con serenidad la voz de los portorriqueños, que ven sus casas incendiadas en el Bronx, escuchar cómo son acribillados los niños en las montañas de El Salvador, cómo desaparecen para siempre los indios guatemaltecos, cómo los del Paraguay te recuerdan que "el mundo se ha olvidado de nosotros, pues Stroessner es casi tan eterno como Franco"; escuchar también cómo los que huyen del hambre en Haití mueren en sus barcazas en el mar abierto, o como los brasileños -con otro idioma, no lo olvidemos- nos recuerdan que en la favela hay más televisores que neveras.
Continué descubriendo América en Barcelona. Otros rostros que se integran o viven separados, en una lucha tampoco literaria como la de intentar sobrevivir en una realidad gris, mediocre. Con un pasado a cuestas roto en pedazos. Tenemos cerca la canción y muchas veces no la oímos. La consciencia europea prefiere sublimar lo que está lejos, es más hermoso, que escuchar lo que está cerca, los torturados de El Salvador que te cuentan su historia. O ver, por ejemplo, los ojos y el pelo cano de Aida, la uruguaya que se acuerda, día a día, de que Raúl Sendic está en una especie de cueva, sin ver la luz, casi ciego. Raúl Sendic, como otros en Uruguay, sirve de rehén al Ejército; de este modo, el pueblo no se subleva. Y las uruguayas Estela y Aída sólo piden que lleven a Sendic a un penal, "pues", afirman, "si sigue así se va a morir. Y los que hemos vivido en un penal sabemos de sobras lo que significa". Ellas nos descubren América desde nuestras casas, en el centro mismo de nuestras calles. Porque ellas sí conocen América. Aida tenía 62 años y pesaba 59 kilos cuando llegó a Barcelona, y todavía hoy siente un enorme dolor cuando se da cuenta de que está disfrutando, con la comida, con un vestido de color, con cualquier cosa. Aida estuvo dos años y medio aislada, la torturaron durante un año para que saliera loca y no se acordara de nada. No salió loca, pero tiene graves problemas cardiacos. Porque ella sí se acuerda. Esta América la tenemos cerca, y nos es difícil seguirla día a día. Quizá porque hoy la solidaridad ya no se estila, o quizá porque, como dice José María Valverde, la moralidad de los intelectuales ha entrado en decadencia.
Pero América se puede descubrir desde España. Todos los días. Cuando leemos que los militares argentinos practicaron la tortura en unos veinte campos de concentración clandestinos.
Cuando sabemos que millones de niños latinoamericanos mueren de hambre antes de cumplir los dos años, y vemos que nadie organiza manifestaciones por sus vidas. la realidad de estas vidas que se pierden, pues existen, bastaría para organizar más de una manifestación como la que se formó en Madrid contra el aborto. Pues, con toda seguridad, estos niños existían. No eran fetos. Desde aquí no se pueden pasar por alto historias como la que explicó desde este periódico el jesuita guatemalteco Ricardo Falla, es decir, la historia que se repite: jóvenes, niños, mujeres y viejos, asesinados a machetazos en el interior de Guatemala. Para ahorrarse balas, cuenta el jesuita, los soldados del general Ríos Montt abren a cuchilladas el estómago de niños de pocos meses, o que apenas saben caminar, o bien los estrellan contra un tronco duro o contra una piedra. Mientras, el presidente Reagan conmueve a las sociedades protectoras de animales porque perdonó la vida a un pavo el Día de Acción de Gracias. O, como desde Nicaragua nos advierten, una y otra vez, qué significa la amenaza desde la frontera de Honduras, una amenaza real, llevada a cabo por ex somocistas y agentes de la CIA. Desde Europa, como dice García Márquez, esto no es sino el lobo de la fábula. El mismo lobo que los antifascistas alemanes intentaron denunciar, en 1933, a una Europa soñolienta y autosatisfecha. Hay que oírlos a ellos. Como recuerda el escritor Raúl Guerra Garrido: "América Latina..., para los americanos del norte".
Porque esta mística y mítica Hispanidad, soñada por los nietos del noventayochismo, se diluye ante la perspectiva de que esta otra América, de sangre y de muerte, quede para siempre engullida por la América de Dallas y de las tarjetas de crédito. América, la que ahora pretendemos sublimar desde España, se descubrió a golpes de espada y de cruz.
Fue la proyección de los sueños del español de los siglos XVI y XVII, el europeo que buscaba Eldorado y se inventaba los mapas a su gusto.Ellos impusieron sus tarjetas de crédito bajo el signo de la cruzada.
Hoy, creo yo, el descubrimiento de América hay que hacerlo desde los americanos. Esta América real -y no mítica-, sin sosiego, sin paz, que tanto nos puede enseñar. Donde se vive la muerte, pero se ve también la vida. Y pocas veces he visto tanta vida como en los ojos de la uruguaya Aida, ni he leído tanta vida como en las historias que nos cuenta Eduardo Galeano. Con ellos se comprende que el futuro de este continente existe ya gracias a la esperanza de los americanos.
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