El fin del catolicismo político
¿Puede el Estado o la revolución controlar los procesos mundiales o siquiera atender ya hoy a la satisfacción de las necesidades individuales? La vigencia de esta pregunta define por sí sola el límite cultural de la época. Frente a la indiscutible preeminencia de lo social, en relación a la política, los últimos años son testigos de un desconocido énfasis de lo privado. Lo que hace años fueran consideradas cuestiones de índole privada que actuarían como distracciones de los problemas auténticamente políticos, han pasado a convertirse en la sustancia de lo que para el gran público constituyen sus opciones a la hora de participar en los comicios. El análisis de las circunstancias que han contribuido a este cambio es la base de este trabajo.
Tal como aún hoy las entendemos y practicamos, tanto la política como la cultura son actividades ligadas a una muy precisa concepción de cuál es la escala o la plasticidad de los fenómenos sociales; de la posibilidad de abarcarlos y de diseñar su futuro. De ahí que cuando la dimensión o complejidad de estos fenómenos variaron sustancialmente, tanto la soberanía política sobre la realidad como la soberanía cultural sobre lo imaginario, sufrieran una aguda crisis. Crisis que tenía dos explicaciones o interpretaciones posibles: a) Que no son ya operativos la escala social o el medio plazo temporal con que operaban la política o la cultura convencionales, o bien, b) que son lo social o el futuro mismos los que están hoy en crisis. Y esta segunda ha sido, como era de esperar, la conclusión de muchos pensadores radicales que se han apresurado a decretar por su cuenta el fin de lo social como espacio público y el fin del futuro como espacio teórico. Basta para comprobarlo repasar el título de algunos libros recientes: El fin de lo social (Baudrillard), La sociedad inencontrable (Touraine), El fin del hombre público (Sennet), El futuro privado (Pawley), El ocaso del futuro (Paz).De modo que cuando uno se había acostumbrado ya a las periódicas actas de defunción del arte o de la filosofía (el "muero, luego existo" es un conocido recurso de marketing cultural), resulta que también el futuro o lo social están en trance de desaparecer.
Sin duda, cabría aún preguntarse qué significa eso de que están por desaparecer: ¿que dejan de existir como conceptos, como ideas fuerza, o que se extingue, además, su realidad misma? Pero la verdad es que desde Platón sabemos que ambas crisis no son en absoluto independientes: que la gente sólo descubre lo que tuvo en el mismo momento que empieza a perderlo. Las cosas sólo se constituyen así en valores cuando dejan de ser realidades; cuando la revolución industrial hace descubrir a los románticos lo exótico, o cuando la producción en serie transforma lo distinto en valor comercial. Pero más que su causa o significado, lo que aquí nos interesa es su efecto, ya que, si están en crisis lo social y el futuro, ¿cómo no va a estarlo a su vez ese híbrido de ambos que es la política, es decir, la organización social con una perspectiva de futuro?
Reivindicaciones personales
Al catolicismo político, a la religión del Estado moderno, le ha surgido por fin su propio protestantismo: un talante a la vez más subjetivo y más radical al que no satisface ya el santoral constituido por los Estados que hacían de intermediario entre los individuos y el todo social. La bomba atómica supuso el paso del santoral o politeísmo de las bombas convencionales al puro y duro monoteísmo de la bomba; la crisis energética evidenció la dependencia de las economías estatales respecto de la ecología. Tanto en uno como en otro caso, resultó que no bastaba ya encomendarse al santo Estado de nuestra circunscripción.
Pero es este mismo proceso de unificación el que por otro lado ha fomentado la explosión de reivindicaciones cada vez más peculiares o personales. Las demandas políticas convencionales se han visto así dobladas por demandas relativas a la identidad misma de las personas -identidad religiosa, sexual, nacional, etcétera-. Y sólo en este contexto es comprensible que el Papa se decida hoy a proponer el integrismo privado como alternativa al tradicional integrismo público de la Iglesia (aunque en otro momento, igualmente crítico, el marqués de Sade había dado ya la pauta al proponer la sustitución del crimen público -la civilización- por el crimen privado -el asesinato-). Sólo desde ahí se comprende también que posiciones políticas que hasta ayer parecían meros residuos arqueológicos (cristeros, carlistas, integristas de toda especie) den muestras de una inusitada vigencia y capacidad de movilización.
Y no basta ironizar más o menos inteligentemente sobre todo ello. O no es esto, en todo caso, lo que ha hecho Mario Vargas Llosa en su reciente La guerra del fin del mundo, donde retoma la historia de la rebelión de 1885 contra la República brasileña que culminó con el asedio, caída y paso a cuchillo de los 30.000 habitantes de la ciudad rebelde. Frente al Brasil republicano, unificado, progresista y laico, establecido a la caída de la monarquía, la rebelión de Canudos aparece a primera vista como u na reacción tradicionalista y confesional. ¿Acaso no se levantaron contra el matrimonio civil, contra el intento de establecer un censo de la población, contra el pago de impuestos al Estado en lugar de primicias a la Iglesia? Y, sin embargo, Mario Vargas no nos describe la historia como la lucha entre el progreso y la reacción, sino como la lucha entre el país real y el país oficial, entre el sistema de creencias de la gente y el sistema de conceptos con que la clase dirigente ve al país, entre la tradicional intolerancia religiosa y la moderna intolerancia política "con sus nuevos mitos burocráticos y sus ritos de la corrupción". (J. M. Oviedo). Como los cristeros frente a la reforma liberal de 1852 en México, se trata de la revuelta contra una minoría ilustrada que, al decir de Paz, "afirma al Hombre, pero olvida la mitad del hombre, esa que se expresa en los mitos, la comunión, el festín, el ritual, el erotismo". Es más: una y otra vez se apunta en el libro que en la religiosidad fanática de este carlismo brasileño hay algo de "revuelta cifrada" frente al dogmatismo, rigidez y represión del moderno Estado jacobino. ¿Y quién se atreverá a negar que por el censo empieza, como denuficia el líder de Canudos, la forma más radical y eficaz de control social?
¿El fin de la revolución?
Pero no es sólo que el Estado (o la revolución) no pueda ya controlar los procesos mundiales ni satisfacer las aspiraciones más personales. Es que incluso los servicios sociales más elementales, que la socialdemocracia pretendió transformar en un derecho político, parecen hoy rebasar el marco de sus posibilidades. Todo lo cual no sería un fenómeno circunstancial, sino crónico, si (como sostienen los radical-convivenciales) con el solo aumento de los impuestos: 1. No se ayuda tanto a los pobres como a los proveedores de servicios (funcionarios, contratistas, profesores). 2. Servicios que pretenden ofrecer un modelo no generalizable de salud, saber, seguridad, etcé-
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