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Reaparición de la cuestón social

Con el surgimiento y desarrollo del capitalismo industrial aflora lo que en el siglo XIX se llamó cuestión social. En su sentido más amplio, hace referencia a la situación en que se encuentra una de las clases que ha creado el proceso de industrialización: la clase obrera, sin otro bien que llevar al mercado que su fuerza de trabajo. Tres aspectos fundamentales incluye la tan discutida cuestión social. En primer lugar, alude a la situación social de la clase obrera: niveles de consumo (alimentación, habitación), jornada extenuante de trabajo, sin vacaciones ni jubilación, estado sanitario, etcétera. Todos estos índices, que Federico Engels estudió en la clase obrera inglesa de su tiempo, negaban objetivamente los valores cristianos y humanistas sobre los que reposa la civilización europea. En segundo lugar, se refiera a la situación legal de la clase obrera, sin derechos políticos (voto censatario) y cercenados sus derechos sociales (prohibición legal del contrato colectivo de trabajo, de la asociación sindical). El Estado se revela instrumento de dominación de la burguesía, dejando fuera de su órbita, como sujetos activos de derechos, a la clase trabajadora. En tercer lugar, hace mención de la mayor dificultad intrínseca del capitalismo, a saber, su incapacidad de proporcionar un puesto de trabajo a todo el que esté dispuesto a aceptarlo. El desempleo de una parte de la población trabajadora, que aumenta o disminuye según la coyuntura, pero que nunca desaparecería por completo, dada su funcionalidad (ejército de reserva), constituía de por sí una píldora amarga, difícil de tragar por aquellos que, aunque convencidos de la eficacia del capitalismo, mantenían una idea de la dignidad humana consustancial con nuestra cultura.Planteada en estos términos la cuestión social, dos parecieron las soluciones. La revolucionaria, que partía del supuesto de que el sistema capitalista, por su propia dinámica, lejos de poder resolver estos temas, no haría más que agravarlos; por tanto, no cabría otra salida que la organización política de la clase obrera, dirigida a la conquista del poder político. Con un solo acto revolucionario, la socialización de los bienes de producción, se lograría la transformación de todo el sistema vigente, pasando, en una segunda etapa, a la edificación de uno nuevo, en el que habría desaparecido la contradicción básica, capital-trabajo. La reformista, que, al criticar el supuesto de que el capitalismo necesariamente agudizaría sus contradicciones, concebía la posibilidad de mantener una economía capitalista de mercado, a la vez que se irían resolviendo, paso a paso, estos tres aspectos de la cuestión social. El capitalismo a largo plazo no podría subsistir más que si venía flanqueado por una política social que, con el apoyo del Estado, resolviese estos problemas: elevación sustantiva del nivel de vida de la clase trabajadora; integración del obrero en la vida nacional, como ciudadano con todos sus derechos; y, por último, pleno empleo, como resultado final de este proceso de integración social y política de la clase obrera. Entre el capitalismo y la clase obrera no existiría una contradicción insalvable, sino tan sólo dificultades de adaptación, que cabría corregir si la clase obrera, a través de sus partidos y sindicatos, conseguía una representación adecuada en los órganos políticos del Estado. Un capitalismo corregido de sus deficiencias iniciales podría conservar sus ventajas -libre iniciativa, enorme capacidad de crecimiento-, a la vez que respetar los intereses fundamentales de la clase obrera.

El reformismo y su fin

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La salida revolucionaria del capitalismo la formula de manera fascinante, con la pretensión de constituir un conocimiento científico inapelable, Carlos Marx. En la salida reformista convergen tanto el revisionismo marxista de la socialdemocracia alemana de finales del siglo XIX como el socialismo de cátedra de ilustres profesores de economía alemanes, que, sin tener nada que ver con el marxismo, poco antes habían llegado a conclusiones parecidas. Es altamente significativo que, si en la definición del modelo capitalista los ingleses desempeñan un papel de vanguardia, en la crítica revolucionaria y reformista del capitalismo hay que acudir, casi en exclusividad, a fuentes alemanas. Como dar cuenta de ello nos llevaría demasiado lejos, aceptémoslo como un simple hecho: mientras que el Reino Unido inventa la economía clásica, Alemania realiza su crítica revolucionaria y reformista.

Hasta finales de los cuarenta, revolucionarios y reformistas lucharon por la hegemonía en el interior del movimiento obrero. En la década de los cincuenta, el reformismo termina por imponerse en Europa, tanto por la desilu-

Pasa a la página 10

Reaparición de la 'cuestión social'

Viene de la página 9sión y aun rechazo que produce el modelo revolucionarío implantado en la Unión Soviética como por el éxito del reformismo, que parece haber resuelto definitivamente la cuestión social. En efecto, se corrobora la tendencia a subir los salarios reales, que ya se comprobó en la pasada centuria, pero que ahora alcanzan niveles satisfactorios para amplias capas de trabajadores y que, desde luego, resultan inconcebibles desde los datos decimonónicos; la integración política y social de la clase obrera parece también un hecho irrebatible, así como el pleno empleo que se alcanza por vez primera en la historia del capitalismo. Desde la perspectiva de aquellos años, el problema se plantea en sentido inverso: ¿cómo encontrar mano de obra suficiente para la expansión consustancial con el sistema? A finales de los cincuenta se inicia un amplio movimiento migratorio de mano de obra, del sur al norte de Europa, que se cierra en 1973.

Cuando se había anunciado a bombo y platillo la superación definitiva de la llamada cuestión social, la recesión mundial, que vivimos desde comienzos de los setenta, muestra de nuevo los muchos aspectos todavía no resueltos. El más grave y agobiante es el crecimiento acelerado del desempleo, pero con él enseñan la oreja males crónicos que se suponían definitivamente erradicados: rápido descenso de los salarios reales y discriminación política y social (si no de toda la clase obrera, sí de algunos sectores específicos, como la mano de obra extranjera). El racismo, que después de la experiencia nazi se consideraba totalmente extirpado, renace de sus cenizas como justificante de la discriminación. La vieja cuestión social en sus tres aspectos fundamentales: descenso de los niveles de vida, discriminación y paro, es cada día que pasa realidad más presente en Europa.

El paro como síntoma

Centremos nuestra atención en el paro, tanto por su tendencia al aumento como por estar en la base de los otros síntomas, descenso de los salarios reales y mayor discriminación. Cabe detectar dos posiciones. Los que se aferran a la idea de su provisionalidad y anuncian todos los años para el próximo el fin de la depresión con la consiguiente inflexión en la curva del desempleo, y los que, atentos a los datos de la realidad, sostienen que, en el mejor de los casos, el paro llegará pronto a su punto máximo, permaneciendo estacionario en un punto que para la mayor parte de los países europeos representa un porcentaje de dos cifras. En todo caso, habría que despedirse de la idea de que en un futuro previsible podamos alcanzar otra vez el pleno empleo.

Los primeros, confiados en la experiencia de que toda crisis, por larga y profunda que sea, termina por llegar a sus mínimos, remontándose a partir de ellos, anuncian continuamente mejores tiempos, con la esperanza de que la profecía contribuya por sí misma a su realización: la falta de inversiones se debería principalmente a un problema de credibilidad; si se elimina la incertidumbre y se facilita la ganancia empresarial -reducción de la presión fiscal, flexibilidad del empleo-, el sistema económico vigente saldría de la crisis por sus propios medios. Los segundos, tomando en cuenta los factores reales -automatización y cambio tecnológico, límites ecológicos del crecimiento, estructu

Nueva izquierda como socialdemocracia

Los partidos de la derecha y los socialdemócratas proclaman al unísono la lucha contra el paro como la prioridad básica, coincidiendo además en las vías propuestas que, aunque distintas en pequeños matices, piensan que el desempleo- constituye un carácter inmodificable del capitalismo para las próximas décadas. Pero aquí acaban las semejanzas. La derecha y la izquierda europeas marcan ahora sus diferencias en la distinta reacción frente a una sociedad de la abundancia, en la que el único bien escaso es el puesto de trabajo.

La derecha neoliberal aplaude en el fondo el fin del pleno empleo y del Estado social, que habían empezado a minar seriamente sus posiciones. Un cierto desempleo -se discute la cifra de lo que sería tolerable, añadiendo que el parado, en caso de conflicto, es mucho menos peligroso que el empleado- se considera un bien en sí mismo, al aumentar la competitividad, y con ella la disciplina y la productividad de la mano de obra. Los más eficientes y dinámicos encontrarán trabajo, y los demás es mejor para todos que queden al margen. Las duras leyes de la economía no dejan sitio para la conmiseración ni para otras zarandajas moralizantes. Un país, una economía, una sociedad, es tanto más fuerte cuanto más eficazmente funcionen los mecanismos de selección de los mejores (darwinismo social que además tiene la virtud de legitimar la posición privilegiada de la clase dominante: son por definición los mejores, ya que ocupan las posiciones en las que la competencia es también mayor).

La crisis ofrece no pocas oportunidades a la clase dominante para recuperar y asegurar sus posiciones. La contradicción entre trabajadores en paro y con empleo puede paralizar la acción sindical, si no se reduce exclusivamente al grupo de los empleados, con el fin prioritario de conservar el puesto de trabajo, lo que significa aceptar la disminución de los salarios reales. El desmontaje del Estado social -privatización de la Seguridad Social, precios que cubran costes para los distintos servicios sociales- rebaja sustantivamente o elimina el salario social, condición previa para acelerar el descenso de los salarios reales. Estas dos metas, desmontaje de los servicios sociales gratuitos y disminución de los salarios reales, se están consiguiendo en algunos países europeos sin que se produzcan las tensiones y los conflictos que se anunciaron para el caso de que la derecha se atrevíese a llevar esta política a la práctica. En momentos de crisis desciende la solidaridad -cada cual defiende lo suyo a su modo-, y, si llega a cundir el pánico, lo que se termina por anhelar es al hombre fuerte, al salvador de la patria, en sí el ideal político de la derecha.

La izquierda es también consciente de la imposibilidad de acabar con el desempleo en las actuales condiciones, pero, lejos de aceptarlas como el cuadro racional de lo que tiene que ser, se pregunta por aquello que habría previamente que cambiar en el sistema capitalista para conseguir el pleno empleo. Está surgiendo una nueva izquierda, desprendida ya de los viejos tópicos revolucionarios y reformistas, que se pregunta por las modificaciones necesarias para conseguir y estabilizar el pleno empleo. Una nueva redistribución del trabajo -bien cada vez más escaso- parece ineludible. Lo que todavía resulta cuestionable es el modo efectivo de llevarla a cabo, así como los conflictos de nuevo tipo que pudiera originar. Indagar las condiciones que hacen posible el pleno empleo, así como determinar las fuerzas sociales -mucho más amplias que la vieja clase obrera- que podrían adherirse a esta lucha, fijando una estrategia realista de cambio, es lo que hoy define a la nueva izquierda, que está cuajando en el interior y en los aledaños de la vieja socialdemocracia, ya fenecida en su doble empeño de resolver la cuestión social sin modificar lo más mínimo el sistema capitalista.

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