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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Crepita la vieja hoguera

LOS HOMOSEXUALES han ido a pedir al Ministerio de Justicia algo que ya no tendrían que pedir: no ser discriminados, no ser perseguidos por leyes, ordenanzas o disposiciones sesgadas, por hábitos policiales, por el encubrimiento de situaciones patológicas o enfermedades. Recibieron promesas. Pero esa misma noche, seguramente en la noche de hoy mismo, hay y habrá redadas, vigilancia en centros de reunión, amenazas sobre bares. No hace falta ser arúspice para saberlo: la imprudente actuación policial en la plaza de Malasaña de Madrid pone de relieve la flaqueza de criterios del Ministerio del Interior y de su policía, para quienes el carnaval sigue siendo algo a tolerar.

Hay algunas contradicciones desconcertantes. Una de las que debería huir un Gobierno aperturista es de la terrible trampa de la tolerancia, palabra noble que se ha convertido en turbia: no se autorizan o legalizan ciertas costumbres (homosexualismo, prostitución, pornografía) pero se toleran de forma que en cualquier momento, con cualquier pretexto, se puede interrumpir o prorrogar la tolerancia para que unas personas vivan continuamente en la inseguridad, en una marginación que no cesa, bajo las amenazas. Homosexuales o heterosexuales no sacramentados -sacramento religioso o sacramento civil- viven todavía, en ciertos ámbitos sociales o en ciertas zonas del país, en una situación semiclandestina.

Hace ya años que las normas de la civilización occidental han entendido que la libre disposición de su cuerpo entre personas concordes y no forzadas es un hecho admisible; que puede deslindarse sexualidad de procreación; que cualquier límite a la propia libertad sólo puede establecerse en el daño a la libertad de otro. Hace más años todavía que un insigne científico no vaciló ante la exageración para decir que había en el mundo "4.000 millones de sexos distintos", refiriéndose a la matización de la sexualidad en cada ser humano y a su licitud. Es ya tardío que nuestras normas penales y las conductas de los funcionarios encargados de la represión no lo hayan aceptado. La vieja costumbre de convertir el pecado en delito está demasiado arraigada en nuestra colectividad. Pero parece que éste es el momento en que se rompiese esa vieja costra que ha creado, al cabo del tiempo, una sociedad morbosa, donde el juego de la represión ajena y la propia crea unas tensiones injustas.

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Hay, sin embargo, quienes atizan a esas capas duras y cegadas de la autoridad contra los derechos de estas "minorías sexuales". Hay una desleal oposición, unas avariciosa mentalidad que acapara todos los temas para sus campañas desestabilizadoras, capaces de ver incluso en la moderada e insuficiente actitud de un Gobierno que recoge las quejas de los frentes de liberación homosexual una especie de alta traición a la patria: una traición, en realidad, a las viejas hogueras. Con su pasión de reprimidos (un represor siempre lo es) tratan de atraer hacia su batalla a todos los portadores de viejos prejuicios. Están haciendo un daño no a la gobernación del país, sino a la textura misma de la sociedad, a las posibilidades de comprensión de los otros, al respeto a las minorías. Sus insinuaciones, sus malevolencias como medrosas y hasta como divertidas (triste gracia), quizá terminen aislándoles a ellos, aisladores, enemigos de cualquier libertad posible.

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