Los ojos de la esperanza
Las elecciones de octubre como final de un pasado inmediato, la presencia del Papa como afianzamiento esclarecedor de una conciencia católica y los proyectos éticos y culturales de la nueva situación política son los tres factores decisivos de la realidad y conciencia española actuales.1. El viaje del Papa a España fue preparado con temor e ilusión y vivido luego con gozo y sobresalto. No se sabía qué pensaba él sobre España y su evolución en los últimos años, en que la Iglesia ha intentado ser fiel a su misión específicamente religiosa, y fiel al mismo tiempo a la configuración social y política que los ciudadanos se han dado. La propia Iglesia ha vivido con valor e incertidumbre simultáneos esa aventura histórica, que supone una manera fundamentalmente nueva de comprender las relaciones entre ciudadanía hispánica y confesión católica. Para unos era un esclarecimiento definitivo al que el mismo Evangelio nos obliga; para otros, en cambio, el desistimiento cobarde de una obligación de estar presentes en la sociedad y de hacer manifiestos allí el sagrado nombre de Dios y su voluntad inviolable.
Ante semejante encrucijada de la conciencia católica española, el Papa ha aceptado la real situación constitucional y las determinaciones concretas que el país se ha dado a sí mismo, ha dado la palabra a los católicos, a la vez que la posibilidad de expresarse públicamente como Iglesia en la España democrática. Ha mostrado con su personal actitud la capacidad que la fe tiene para alumbrar el destino personal, para conferir valores e ideales a una sociedad, y con ello ha redimido a los católicos de un cierto acomplejamiento nacido dentro y de un cierto amedrentamiento proyectado desde fuera, según los cuales la fe pertenecería definitivamente al pasado, y la nueva España nacida de la aceptación incondicional de la modernidad debería prescindir para siempre de sus contenidos teóricos y de su presencia institucional.
Con su palabra y actitudes, el Papa le ha devuelto a la Iglesia española su conciencia de grupo con una historia espiritual, espesor cuantitativo y misión ética en este país. Y ello por hablar directa y confiadamente de las realidades cristianas, invitando a su vez a la confianza, a la fidelidad y a la coherencia.
2. Pero ¿dónde se encuentra hoy la Iglesia, y en especial la Iglesia española? Juan Pablo II presupone que los dos decenios anteriores han sido de búsqueda, tanteo, experimentación, ensayo y adentramiento por sendas desconocidas de la reflexión teológica y de la colaboración activa con el mundo. Piensa, por su parte, que ha llegado la hora de unir a todo lo anterior un esfuerzo de identificación explícita de la fe, de clarificación de fundamentos teológicos, de consolidación de instituciones y misiones cristianas, de presencia explícita a la hora de colaboraciones con otros hombres.
Que se haya llegado a esté momento de la evolución y que haya que volver la mirada crítica al pasado inmediato es evidente. Pero tal mirada en manera alguna puede ser anuladora de lo que esos períodos han significado de creatividad, renovación a partir de las fuentes, descubrimiento de responsabilidades en el mundo, solidaridad de la Iglesia con otros grupos humanos en la lucha por la justicia y libertad, diálogo ecuménico y abertura a las grandes religiones, conversación cercana y crítica con la modernidad, reconstrucción de instituciones eclesiásticas condicionadas por el propio pasado. La nueva fase presupone, integra, decanta y trasciende las anteriores.
3. ¿Y cuál es la tarea específica de esa nueva fase de la Iglesia en este país? El Papa sugiere como tarea más urgente la recuperación de la confianza en el valor histórico y humanizador de la fe, que se ha de reemprender para superar una real secularización de las conciencias, no menos real por apenas perceptible. Tarea, por tanto, de refundación espiritual de la fe y de alimentación cristiana de la Iglesia, que presupone y lleva a niveles más hondos de responsabilidad la solidaridad social y política, que esa Iglesia ha vivido en los últimos años respecto de la sociedad. Porque no se trata de volver a los días en que la fe católica era socialmente imperante y la Iglesia gozaba de una situación de privilegio político. Aquí hay que exorcizar para siempre toda nostalgia renaciente, todo interés ilegítimo y toda pereza esterilizadora.
Se trata ante todo de una presencia creadora y consciente en aquellos lugares donde se gesta la nueva conciencia española: el pensamiento, la cultura de la imagen, el trabajo de las manos. En España, el pensamiento religioso y la teología están en un desnivel grave respecto de lo que son los cuestionamientos explícitos de la fe, de la tradición moral judeocristiana y de la Iglesia católica, que mucha Prensa diaria y otras publicaciones hacen. No hay un diálogo en simultaneidad y contemporaneidad de planteamientos con ese reto permanente, con esa acusación implícita, con ese descartamiento incesante de la fe como valor de humanidad y como fermento de futuro. Y es desde ellos desde donde se está leyendo de una forma distorsionada la historia religiosa y la propia historia nacional.
4. En España los teólogos áulicos de este supremo poder que es la Prensa no nos hemos atrevido a exponer con rigor la verdad objetiva de la fe como posibilidad radical de la existencia, y a pensar la significación nutricia del Dios vivo para la vida personal. Nos hemos limitado a describir las funciones, conservadoras unas veces y revolucionarias otras, que los creyentes pueden cumplir dentro de una sociedad. Esas funciones son reales, pero con su sola descripción todavía no nos hemos acercado a lo real religioso, a lo sagrado fecundo, a lo cristiano verdadero. Y hemos contribuido a la trivialización de ese orden de realidades, a la irracionalidad, a la afirmación de los ídolos vigentes, es decir, a la idolatría. "En todas las fases de la civilización los dioses populares representan las brutalidades más primitivas de la vida tribal. El progreso de la religión está definido por la denuncia de tales dioses. La nota clave de la idolatría es su conformidad con el predominio de los dioses vigentes" (A. Whitehead, Adventures of Ideas... 12).
La humilde pero alegre y gloriosa confianza del creyente en su propia fe es la garantía de la confianza del increyente en la propia increencia. Está en el fondo, tiene sentido y eficacia histórica en la medida en que se enfrenta a un Dios realmente creído, amado y obedecido. Desaparecido Dios de la conciencia de los creyentes, desaparece la seriedad de la increencia, que participaba en su reverso de la fortaleza de la fe. KoIakovski nos acaba de recordar cómo nublándose Dios en la conciencia creyente reaparece aquella tristeza solar cósmica que predecía Nietzsche en su intento de mortalizar definitivamente a Dios (Die Sorge um Got in unserem scheinbar gottlosen Zeitalter. Berlín 1981, 10).
5. En un país decididamente moderno son más necesarios los testigos generosos y lúcidos de lo sagrado, que tengan el valor de proferir el discurso del sentido, frente a todos los expertos, quienes, según Aristóteles, saben todo sobre las funciones, pero nada de la realidad y del sentido. "Aquellos saben la causa y éstos no. Pues los expertos saben el qué, pero no el porqué. Aquellos, en cambio, conocen el porqué y la causa" (Metafísica, 981a 28-29).
Quien obstruye el cauce de la memoria radical que nos sugiere de dónde venimos, por qué somos y hacia dónde marchamos, nos ciega los ojos de la esperanza. Quien expulsa de la ciudad a lo sagrado, condena a todos sus vigías a ir tras de ello retornando, camuflado en la magia, el fanatismo, la angustia y el poder que los sustituyen. "Si el mundo no constituye el ser en sí, si tanto el mundo como el hombre que lo habita tienden a un fin, son objeto de un plan y un designio trascendental, es decir, del orden de un más allá en el principio como en el fin, nos importa que dentro del inundo haya testigos inútiles de lo inútil, que es precisamente lo esencial, y que tales testigos se mantengan respetuosos y tranquilos. Ser santo significa ser aparte, y esto, a su vez, es afirmar el derecho al sentido y a la diferencia. El mundo tiene necesidad de que se guarde modesta, pero fielmente, la memoria de la trascendencia y la Encarnación" (P. Chatinu, La mémoire et le sacré. París, 1981).
La segunda y radical ilustración, la que nos ha desvelado cuanto de ingenua e impura arrastraba la primera, nos obliga a comprender, fijar y atenernos a lo realmente real.
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