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Los talantes del hombre

No sé quién decía que los pecados capitales eran excluyentes entre sí como una ley de incompatibilidades que impedía las acumulaciones nocivas. El que cae en los excesos de la gula no es envidioso por lo general. El lujurioso rara vez es soberbio. No es iracundo el perezoso. No hay sitio en el talante del hombre para que coexistan en él tantas pasiones absorbentes. Pero esa proposición, discutible como todas, tiene otros aspectos que, sin relacionarse con la vertiente ética, confirman de una manera indirecta el aserto.He conocido algunos casos de esa doble solicitación que rompe la entrega total del individuo con una inclinación unidimensional. Recuerdo lo que me contaba un ensayista y escritor norteamericano, vástago brillante de una línea de ricos hombres de negocios. "Mi vocación", decía, "era pensar y escribir desde mi época universitaria. Mi inserción familiar me obligaba, en cambio, a dedicarme al negocio petrolífero. Quise compaginar ambos, y el resultado fue un fracaso en los dos frentes. Mi prosa estaba atada y no acababa de hacerla volar en su plenitud. Tenía presente, al escribir, el lenguaje cauteloso de los financieros y la rigurosa exactitud de las cifras cuando quería especular con la pluma sobre temas abstractos. A la vez descubrí que enfocaba inevitablemente los asuntos del business familiar, con prejuicios éticos, políticos y sociales de toda índole. Juzgaba con error, casi siempre, al interlocutor que era un simple competidor o cliente, midiéndole con la vara de medir de los IQ o cocientes intelectuales, equivocándome muchas veces de medio a medio. Al cabo de unos años abandoné el terreno empresarial y me dediqué a escribir artículos, libros y ensayos y a dar conferencias en las universidades. Mis hermanos se ocupan de mi dinero familiar, y yo gano el mío con lo que cobro por mis trabajos literarios y periodísticos. El día que recuperé mi libertad comprendí la radical incoherencia de las dos vocaciones". Kenneth Gabrailth hace un inexorable comentario parecido, con su habitual y sardónico estilo: "El grupo gerencial de empresas", escribe, "tiene en general un profundo recelo por el intelectual y el político que le parecen seres excéntricos, incapaces de transmitir su mensaje. En el fondo los desdeñan, y cuando quieren ser ellos los que vendan su programa político, no llega nunca a la opinión".

Otro caso de relativa incompatibilidad es el del talante deportivo con el intelectual. Hay una curiosa distonía de talantes entre la entrega al sport puro y el trance reflexivo del hombre. Claro es que hay intelectuales de gran profundidad que han sido deportistas en el sentido amplio de la palabra. Recuerdo a Miguel de Unamuno, gran alpinista y andarín; a los hombres de la institución que descubrieron la sierra del Guadarrama y sus rincones más escondidos. Y a Petrarca subiendo al monte Ventoso, en Provenza, para inspirarse en los primeros balbuceos del lirismo moderno y del paisaje como estado de ánimo interior. Pero estos y otros muchos ejemplos no rectifican lo que digo. Hay un talante del ejercicio físico extremoso y competidor que perjudica al recogimiento meditativo. Si los cartujos y las monjas de vida contemplativa hicieran dos horas de jogging al día estoy convencido de que se vería alterada su disposición a la meditación y al examen espiritual profundo. El talante deportivo intenso es un ritmo que descompensa el compás de la creación intelectiva. Diría más. En algunos grandes deportistas se adivina esa alteración vegetativa cuando se leen sus escritos más dinámicos y pulsátiles que sugerentes y evocadores.

Otro aspecto que es ya clásico en la politología se refiere al talante intelectual del político o, si lo queremos decir de otra forma, la vertiente política del intelectual. En la historia de la España contemporánea hemos conocido un gran intelectual metido a político en la persona de Manuel Azaña. Cuando se leen las Memorias o La velada de Benicarló se adivina la tremenda carga que la reflexión del hombre de pensa miento aportaba cotidianamente al criterio e implacable juicio de las personas que lo rodeaban y de los acontecimientos que protagonizaba.

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Hay un nivel último en que el hombre de Estado ha de actuar aunque las solicitaciones de su clarividencia mental le aconsejen, dubitativamente, la inacción. Es el riesgo, la grandeza y la flaqueza del gobernante. Un ser intelectual muy sensible tiene escasa voluntad. Le es preciso, en ocasiones, cerrar los ojos o apretarse el corazón ante la inseguridad o el error que acechan a la decisión definitiva.

En nuestra historia hay también el episodio de los máximos dirigentes de la Agrupación al Servicio de la República, José Ortega, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala. Su contribución fue considerable dado el inmenso prestigio que merecidamente gozaban en el mundo intelectual nacional y exterior. Sin embargo, a los pocos meses del advenimiento de la Segunda República, su alejamiento y discrepancia con la conducción de los negocios públicos fue grande, sobre todo, por una incompatibilidad de talantes que los distanció del proceso de los gobiernos del sistema republicano.

De Cánovas se dijo que era un gran intelectual metido a político. Historiador puntual y exhaustivo sí que lo fue, y conocedor de los entresijos de nuestro pasado, aún de los más recónditos. Pero sus textos que aún hoy son en gran parte válidos, adolecen de consistencia profunda. Baroja escribió una vez de él, que había leído La campana de Huesca, entre grandes risas, por la infantil y melodramática versión del histórico suceso.

De Adlai Stevenson, que fue candidato perdedor en dos ocasiones frente a Eisenhower en las presidenciales norteamericanas, se decía abiertamente que sus especulaciones filosóficas, su lenguaje cuidadísimo y el visible bagaje de su cultura lo hacían imposible como presidente, porque despertaba grandes recelos en el electorado medio de EE UU, al que tranquilizaba más la prosa opaca, el common sense y el banal conservatismo del vencedor militar de la segunda guerra mundial.

Ahora se publican en Francia las Memorias de Edgar Faure, el viejo y experimentado político que lo fue todo, en distintas intermitencias como gustaba de llamar Talleyrand a los variados regímenes que el supremo diplomático conoció y sirvió en su tiempo. Son un riquísimo archivo de noticias y juicios para conocer las múltiples madejas del poder de la tercera, cuarta y la quinta repúblicas. Quizá falte el regusto intelectual y literario, al gran navegante, sutil y astuto, a lo Ulises, de las aguas revueltas de la política francesa.

De Gaulle, gran manejador de la lengua hablada y escrita, con un prurito de neologismos y de giros arcaicos que atrapaban descuidados a sus auditores y lectores, tenía un gran respeto hacia los intelectuales que le devolvían, en su mayoría, esa veneración. Su colaboración con André Malraux fue singular y sorprendente, y repleta de mutua y auténtica estimación.

Paul Valéry escribió que el papel de los intelectuales era remover todas las cosas y sus signos, nombres y símbolos, sin el contrapeso de los hechos reales que asume el gobernante o el político. Y André Siegfried, profundo conocedor del alma británica, decía que el inglés concibe al intelectual como acróbata y a la intelectualidad como algo patológico. La verdad es que nunca se logra la convergencia última del hombre de pensamiento y del hombre de acción. Para que este último decida, ha de obnubilarse, siquiera temporalmente, la exigencia crítica del análisis en beneficio de la solución simplificadora.

Los talantes del hombre son múltiples, pero cuando la inclinación es predominante, se convierte en un movimiento espontáneo, una acción refleja que arrastra a todo el ser, un penchant irresistible. En el mundo proustiano hay un personaje, Lengradin, desgarrado entre el esnobismo y la pederastia, que finalmente se pliega a la vanidad social cuando los deseos se le apagan. Un hombre -escribía Diderot- es una suma de tendencias que lo llevan empujando a lo largo de la vida con alternativas y excluyentes predominancias.

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