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NECROLÓGICAS

Joaquín Garrigues, el maestro

Miles de universitarios españoles identificarán de inmediato esta palabra con la figura ilustre y querida del profesor Garrigues. Porque don Joaquín era sencillamente eso: el maestro de todos y, por fortuna para mí, y de modo muy especial, también el mío.Por ello resulta tan difícil serenar el ánimo hasta encontrar las palabras que expresen en toda su dimensión el dolor profundo que causa la pérdida de un ser tan excepcional que ha formado parte muy importante de nuestra propia vida. Porque don Joaquín era también, sencillamente eso, un maestro de la vida.

Desde la realidad de ese doble magisterio no es, pues, extraño que en estos días firmas tan ilustres, y en páginas tan prestigiosas, se hayan volcado en elogios al profesor Garrigues, siempre justos y muchas veces cordiales, es decir, nacidos del corazón. Los que conocieron más de cerca al maestro habrán podido, sin embargo, comprobar que a pesar de todo quizá hayan quedado en la sombra aspectos muy importantes de su admirable personalidad, y quizá alguno de los más, entrañables.

Para empezar, habría que recordar que Joaquín Garrigues era un gran tímido. Yo diría que tenía esa timidez que caracteriza casi siempre a los hombres verdaderamente inteligentes y justificadamente importantes. Admito que esta primera afirmación puede extrañar a muchos. Pero sus verdaderos y más directos discípulos han sido testigos, en decenas de ocasiones, de anécdotas universitarias que confirman este rasgo humanísimo de su personalidad. Pero Joaquín Garrigues era, también, un ser admirable por su auténtica humildad intelectual, en el más importante sentido de esta expresión. Poseedor de una inteligencia profunda y clara, que asomaba siempre a su mirada, sabía escuchar a todo el mundo con la más respetuosa atención y como si realmente las ideas de los demás, incluidas las de sus más jóvenes discípulos, pudieran engrandecer sus propias ideas. Y dedicaba a sus alumnos y a sus clientes gran parte de las horas de su vida. Porque Joaquín Garrigues era, asimismo, un enorme e incansable trabajador. Bastará recordar aquí como ejemplo, que vale por otros cientos, el día que después de terminar, cerca ya de las dos de la tarde, uno de los dictámenes más importantes y complejos de su vida profesional, en cuyo estudio y redacción había empleado cerca de un año, quiso dedicar, y dedicó, la escasa media hora que restaba de la jornada de mañana a continuar con el dictado de uno de los tomos de su Tratado de Derecho Mercantil, "...porque llevamos mucho tiempo sin hacer nada...".

Y Joaquín Garrigues era, en fin, y por cerrar alguna vez esta lista incompleta de valores, el ser más generoso en el juicio ajeno, ya se tratase de discípulos y de colegas, e incluso de contrarios o contradictores. Consuela pensar que ahora habrá podido conocer el enorme estímulo que para cualquiera de sus discípulos suponía siempre la benévola calificación del trabajo ajeno. Maestro de todos, se permitió el lujo de ignorar el vicio nacional de la envidia. El nunca la sintió por el buen hacer de los demás y, lo que es más importante, no perdió ocasión de re saltar los méritos ajenos.

Desde la pena infinita por su ausencia me gustaría cerrar estas torpes palabras con el recuerdo de otras que tuve la fortuna de dirigir le personalmente en una ocasión importante para mi vida profesional: "¡Querido maestro, después de treinta años de esfuerzos, el único título de que yo realmente me siento orgulloso es el de ser discípulo de Joaquín Garrigues!".

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