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Navidad: la muerte como golosina

No todas las personas aman la Navidad, y hay quienes abominan de ella. Lejos de ser un deleite simbólico de lo feliz, la Navidad es, para ellas, un vano remedo de los perdido y, desde su óptica, soportan mal el combinado de besos húmedos, villancicos rancios y pesados abrazos de mazapán. Se trata de gentes marginales acaso, pero no obligadamente descarriadas. La muerte y su dulzor, más que la vida y sus ácidos, parecen relucir en estas horas embarazadas de pavo y condescendencia. Una suertede tiempo laxo y suspendido, menos del orden de la vacación que del vacío, inspira el presunto gozo de las familias.Alistarse, por tanto, entre los detractores de la Navidad (de esta Navidad excelsa) no significa en modo alguno alinearse,entre los contrarios a la vivacidad de las fiestas. La Navidad es tan igual a sí misma, y de antemano tan redundante, que basta sacar su niolde de escayola del desván e instalarlo. En verdad, nada es tan feliz en la Navidad como la evidencia de su repetición. Ninguna reunión familiar, ningún regalo a los niños y a la esposa, ningún encuentro desde la emígración es agregable en términos de inconsecuente sorpresa a su propia y determinada liturgia de ternura. O, de otro modo, su expediente sentimental es, por adelantado, de tal escala "magnífica", que aparecerá siempre una holgura de decepción o de tristeza entre su cuerpo emocional y el colmo de de nuestras posibles emociones. Noche a noche, pedazo de turrón a pedazo de turrón, y cuñade a cuñado venido de lejos, la fatiga de la felicidad imposible se apodera de los corazones reunidos. Nada es menos íntimo, y a la vez más fastidioso, que estos cursillos llenos de amor y polvorones. (La neurosis debe de tener esta naturaleza oblonga y friable observada al microscópio).

La fiesta, toda fiesta, gratifica a los participantes no sólo por lo que ofrece de conmemoración, sino, ante todo, por la oportunidad que por su excepcionalidad procura para las transgresiones. Es el caso de los Carnavales, de los que la Nochevieja, como antídoto de la Nochebuena, ha tomado ejemplo. Y así, frente a la escenoarafía de la Nochebuena-Navidad, en que los papeles de padre, hijo, suegro se asumen plenamente, en la Nochevieja, los celebrantes son autorizados a disfrazarse e improvisar comportamientos que se apartan de su propia y diaria repetición. Igualmente, en la Nochebuena, la mesa del comedor deméstico, es el centro simbólico de su representación. La mesa como centro estático por los siglos de los siglos, y cuya mejor elocuencia es la horizontalidad y su perfil de clausura.. Por el contrario, el eje de la celebración en el Fin de Año es siempre un lugar sin contorno preciso, asociado a la indecisión vertical del baile y al azar de lo exterior. O de otro modo, la excepción en la Nochevieja es sinónimo de su ruptura: el año que se quiebra y el que se inaugura,.mientras que la excepción de la Navidad es su abundancia de normalidad. La plétora de la normalidad reiterada o, más allá, su opulencia. La Navidad se cumple más cuanto más igual en familia sucede y cuanto más esa familia, aun a través de los rostros ya macerados y maleados, el asiento vacío (pero siempre irrellenable), etcétera, invoca la repetición. Reiteración del soñado tiempo conocido e inmóvil donde todos coinciden al considerarlo cita de lo feliz. Sueño apresado, cerrado y dulce como un mantecado de Estepa, que ha quedado convertido en la estampa de la normalídad. Normalidad, además, mirífica sin conciencia de sí, enaltecida a la categoría de excepción y presta para ser convertida en el paradigma de la concordia en conserva.

El símbolo de la Navidad

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La invocación y celebración de la Navidad, por tanto, a diferencia de lo que se produce a fin de año, no remueve la moral ni la transgrede. La repara. No rompe, sino que remienda. La detención del tiempo y de la vida que transcurre; este es su símbolo. Símbolo de una vida plana o su equivalente: una muerte mansa, convertida en animal deméstico.

La conversación, la degustación, los labios como mecanismo del ósculo. La oralidad y la gula blanca, en definitiva, como alternativa a la centella de la lujuria reina sobre la mesa de la Nochebuena. En la convención, los comensales son los padres de entonces, los hijos son los hijos de entonces; los nietos, incluso tiempo atrás inexistentes, son ahora, cuando existen, máscaras de la escenificación fija.La muerte está planeando sobre el mantel almidonado, se enfosca en la permanente teñida de la nuera y orea el gustoso e invariable guiso de mamá.

Más que la natividad de algo, es la voluntad de negar cualquier indicio de vida cambiante lo que nos reúne. Sonreímos beatíficamente mientras levantamos la copa para memorar ofuscadamente nuestras vidas. Y, en ese instante, coincidiendo con el silencio del sorbo, acude la lucidez sabiendo que hacemos cuanto hacemos como un modesto conjuro para sortear la suicida verdad de que todos aquellos a quienes tratamos de representar aquí, estamos irremediablemente desaparecidos. Desleídos, como una antigua golosina, en la muerte reiterada de las mismísimas navidades.

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