Cena de paz en Harpsund
Al cabo de casi dos horas de viaje nocturno por una carretera glacial, llegamos a la residencia campestre de Harpsund, donde el primer ministro de Suecia, Olof Palme, nos había invitado a cenar aquella tranquila noche del 9 de diciembre. Mercedes y yo estábamos preparados para descubrir entre la bruma un castillo medieval de aquellos de los cuentos de Andersen, y nos encontramos en cambio con una casa muy sencilla y limpia junto a un lago dormido en el hielo, y en medio de un prado apacible donde había otras casas iguales para los invitados. Aquel conjunto es la residencia campestre de los primeros ministros de Suecia.Todos los actos que aquella semana agotadora se llevaron a cabo en Estocolmo terminaban por convertirse en homenajes públicos a la América Latina. Algunos espíritus puros de Colombia abrigaban el temor provinciano de que nuestra delegación cultural fuera a hacer el ridículo en la muy civilizada Escandinavia. Lo que hizo, en cambio, no fue sólo una labor excelente de afirmación cultural, sino una demostración emocionante de que nuestra identidad es ya bastante específica como para ser exportada sin reservas. La propa reina Silvia, que está en la vida real con los pies sobre la tierra, me habló de su pesar por no haber tenido ocasión ni tiempo para aprender a bailar la cumbia con el conjunto de nuestra delegación cultural. Me dijo que la había bailado una vez y deseaba descifrar a fondo el secreto de esa danza tan nuestra, cuya elegancia natural dejó en Suecia un rastro de dignidad y buen gusto. Tal vez nuestro único mérito haya sido ése: haber tenido el decoro de mostrarnos tal como somos, y no como quisiéramos que los otros creyeran que somos.
La cena en la casa campestre del primer ministro Olof Palme no fue una excepción: también aquella reunión, que había sido despojada de todo carácter oficial y se ofrecía como un encuentro entre dos viejos amigos, terminó convertida por la misma dinámica de los hechos en un homenaje a la América Latina. Era un grupo muy reducido de amigos comunes. Allí estaba la señora Danielle Mitterrand, la esposa del presidente de Francia, que no oculta su satisfacción de ser el alma del comité francés de solidaridad con El Salvador. Estaban Regis Debray y Pierre Schori, francés el primero y sueco el segundo, pero arribos vinculados de modo muy estrecho a la América Latina. Había un grupo muy escogido de escritores suecos, entre ellos el presidente del Pen Club Internacional, y nuestro muy querido Sven Linqvist, autor de un estudio muy serio y muy bien divulgado sobre las relaciones entre la propiedad de la tierra y el poder político en América Latina. Estaba, por último, el antiguo primer ministro turco Bulen Ecevit, un hombre de brazo fuerte y corazón generoso, que cumplió varios meses de cárcel después de ser derrocado, y que hasta la semana pasada carecía de permiso para salir de su país. Olof Palme le invitó a esta cena íntima, pero no como político, sino como poeta, que, según él mismo ha dicho, es su vocación dominante. En su breve y amable brindis de aquella noche, el primer ministro sueco lo contó con su sentido del humor habitual: "Me alegro mucho en mi fuero interno de que las autoridades turcas entendieran que son tan inocentes nuestras extravagancias de esta noche, que le dieron a nuestro amigo Bulen Ecevit el permiso para venir".
La sensibilidad de Olof Palme por los sufrimientos de América Latina -que es común a la mayoría de los suecos que conozco- está, por cierto, en el origen de nuestra amistad. Nos presentó François Mitterrand hace muchos años en su casa de Bievre, en París, dentro del paréntesis de alguna de sus tantas derrotas anteriores. Había allí personalidades políticas y literarias de todas partes, de modo que la conversación era suculenta y al mismo tiempo muy divertida. De pronto, sin que nada especial hubiera ocurrido, Olof Palme me hizo llegar el mensaje de que deseaba salir a tomarse una cerveza con los latinoamericanos. Fuimos a La Coupole, como era de rigor a la medianoche, y durante más de dos horas estuvo Olof Palme interrogándonos sobre la situación de nuestros países, con una versación y un interés que nos dejó sorprendidos. Ninguno de nosotros advirtió a un matrimonio de adultos tranquilos que seguía la conversación con un gran interés desde una mesa vecina. Al final, cuando Olof Palme se empeñó en pagar la cuenta, la mujer de la otra mesa le preguntó en sueco si había pagado con dinero suyo o con dinero del Estado sueco. Palme se sentó entonces a la mesa de sus compatriotas desconocidos y les dio toda clase de explicaciones.
En realidad había pagado con dinero suyo, pero consideraba de todos modos que habría sido legítimo pagar con dinero del Estado, porque le parecía que aquella reunión informativa sobre América Latina era un acto oficial importante del primer ministro sueco.
En la cena de su casa campestre logró también cautivarnos con sus recuerdos de nuestros países remotos. Evocó una conversación que sostuvo con Pablo Neruda en su casa de Isla Negra, en 1969, un año antes de la victoria electoral de Salvador Allende. "Hablamos toda la noche frente al fuego", dijo, "rodeados de los soberbios mascarones de proa que habían navegado por todos los mares del mundo. Hablamos, y Neruda era inagotable en sus reflexiones sobre la dictadura como fenómeno omnipresente de la historia latinoamericana, inagotable como el movimiento incesante de la resaca del Pacífico que aquella noche subía hasta la casa". Su brindis puso sobre la mesa el tema de América Latina, y allí estuvo hasta la hora tardía en que nos levantamos para dormir.
Al término de la velada, el primer ministro me pidió que hiciera para sus invitados una síntesis de la situación de América Central en este momento. Yo llevaba tres días sin dormir, abrumado por las solicitudes insaciables de aquel jubileo mortal, pero la petición del primer ministro me pareció tan importante que me metí en un análisis minucioso de casi dos horas, hasta que Pierre Schori, muerto de risa, me interrumpió para decirme: "No sigas, Gabriel; ya estamos convencidos". Fue así como surgió la idea del llamado a los seis presidentes de América Central para que hagan un esfuerzo inmediato en favor de la paz en la región. El sentido de ese llamado, que correspondía al de mi exposición, era que nunca había estado la América Central tan cerca de una guerra generalizada, pero que tampoco -tal vez por eso mismo- nunca habían sido más propicias las condiciones para una solución negociada.
Copyright 1982. Gabriel García Marquez. ACI.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.