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Siete años después

Hace exactamente siete años: y sin embargo, cuando evoco aquel día -el de las fiestas reales- me parece que su recuerdo me llega de un pasado lejanísimo. La jornada madrileña del 27 de noviembre de 1975 fue todavía, más que comienzo de una etapa histórica, pervivencia de un estilo, tramo final de una ruta. De hecho, el gran desfile de la comitiva regia -hasta la iglesia de San Jerónimo el Real, primero; desde allí al palacio de Oriente, luego- respondía aún a rituales suntuarios de cuño franquista. Claro que en la solemnidad había algo completamente nuevo: la lucidísima presencia internacional en el cortejo de los jóvenes monarcas.Los presidentes de Francia y de Alemania Federal, el príncipe consorte de Inglaterra, el vicepresidente de Estados Unidos, estaban allí, y ello significaba una esperanzada apertura de las democracias occidentales hacia la nueva situación española; reverso de lo que fuera, pocas semanas antes, el portazo de esas mismas democracias al franquismo, que se despedía, fiel a su imagen primera, con un puñado de sentencias de muerte. Sin duda, la nota más destacada de aquella fecha histórica era la esperanza. (Color de esperanza, verde pálido y plata, era también el vestido de la Reina -siempre intuitiva hasta en sus ademanes y sus indumentos- bajo las blondas españolísimas de su mantilla.)

Pero la concentración popular en la plaza de Oriente sólo en parte podía entenderse como un designio de cambio, que muchos se resistían a ver encarnado en la monarquía de don Juan Carlos; y el estímulo al entusiasmo de las gentes sencillas congregadas ante el palacio, más estaba en la curiosidad que en la adhesión fervorosa.

Todo parecía frágil, inseguro, provisional en aquel esplendoroso espectáculo; como una representación teatral de gran estilo, en la cual se traslucieran demasiado las bambalinas. Sino que, por encima de lo anecdótico y espectacular, quedaban aún flotando las palabras pronunciadas por el Rey cinco días antes, en el pleno de las Cortes: su llamada "a todos" porque "a todos nos incumbe por igual el deber de servir a España"; su apelación al consenso entre los españoles -que implicaba un designio firmísimo de clausurar, por fin, la guerra civil-. Palabras que habían sido profundizadas y asumidas en la homilía que el cardenal Enrique y Tarancón acababa de pronunciar en la solemne misa del Espíritu Santo. Aquel programa, aquel propósito -que desde el primer momento presentó don Juan Carlos como consustancial con la Monarquía-, tuvo la virtud de transformar lo que parecía inestable y débil en firmísimo eje para el gran cambio preciso. Dos años después, lo que parecía sueño utópico empezó a ser realidad venturosa; y don Juan Carlos volvió al palacio de la carrera de San Jerónimo para abrir unas Cortes Constituyentes, elegidas por sufragio universal. Ya entonces resultaba evidente que sólo la realidad de la nueva Monarquía había sido capaz de eludir una peligrosa ruptura, transformando en evolución fecunda la revolución previsible. Manteniendo intacto su juramento de 1969, el Rey había sabido recuperar, sin desprenderse de la legalidad que le fuera transmitida, la legitimidad de una soberanía popular usurpada durante cuarenta años. Fue la "devolución de Espaiía a los españoles", según la frase feliz de Julián Marías. Y ante los diputados reunidos en el hemiciclo -en buena parte antimonárquicos, empapados aún de las reservas mantenidas, en tenaz y arriesgada oposición, a lo largo de la dictadura-, don Juan Carlos volvió a proclamar entonces su empeño integrador: "La ley nos obliga a todos por igual; pero lo decisivo es que nadie pueda sentirse marginado. El éxito del camino que empezamos dependerá en buena medida de que en la participación no haya excepciones..." (Recuerdo muy bien que el aplauso con que fueron acogidas sus palabras registro aún alguna significativa abstención en los escaños socialistas: la Constitución no había definido todavía al régimen -la forma de Estado-.)

El reconocimiento pleno del magno servicio prestado por la Monarquía al país durante el difícil tránsito desde el franquismo a la democracia, sólo se produciría, con absoluta plenitud, en la ejemplar jornada parlamentaria del pasado día 25. Reconocimiento expresado en el cálido discurso del presidente de la Cámara; en la ovación -esta vez unánime- que vino a subrayar las palabras del Rey, y en el insólito homenaje que los diputados y senadores ofrecieron a los monarcas y al príncipe heredero: el banquete que tuvo lugar en la misma sede de la soberanía nacional.

¿Qué cambios se han producido entre una y otra fecha, entre noviembre de 1975 y noviembre de 1978, para suscitar tales resultados? Me atrevo a señalar que a lo largo de estos siete años han ocurrido tres cosas esenciales. Primera, la Monarquía ha sabido explicitar sus virtudes sustantivas, desprendiéndose de cuanto -en un pasado aún próximo- venía lastrándola, como un ropaje vistoso y distanciante que a muchos hacía confundir el contenido con el continente. Segunda, se ha mostrado en su plenitud, como fuerza integradora, y como clave -al mismo tiempo- de los variados cauces de una españolidad históricamente diversificada. Tercera, en la prueba más difícil atravesada hasta hoy por nuestra democracia recuperada, la Corona se ha jugado el todo por el todo, constituyéndose en escudo de un proceso irreversible.

Durante la primera Restauración -la que trajo Cánovas-, una gran figura política, José de Canalejas, habló certeramente de la necesidad de "nacionalizar la Monarquía", esto es, de lograr que "fuera de la Monarquía no quedase ninguna energía útil". Cuando Canalejas escribía estas palabras, sabía muy bien lo que quería decir. El canovismo había logrado incorporar a la Restauración las dos corrientes -conservadora y progresista- que habían encarnado la tensión dialéctica de nuestra revolución liberal; pero marginando al mismo tiempo la nueva revolución alentada por las reivindicaciones sociales del proletariado militante -según la expresión de Anselmo Lorenzo-. Canalejas preconizaba, en el despuntar del reinado de Alfonso XIII, una nueva síntesis integradora entre los dos ciclos revolucionarios del mundo contemporáneo. "El partido liberal tiene, a nuestro juicio, que recoger una orientación socialista", afirmó; "y si el vocablo asusta u ofende a espíritus educados en otras escuelas económicas y jurídicas, lo sustituiremos con el que se quiera, pero manteniendo íntegro nuestro pensamiento... El socialismo no es sólo una doctrina, un sistema, un procedimiento, sino todo eso y mucho más; es una civilizaciñon. Y en la misma línea, brindaba su comprensión y apoyo a lo que entonces nacía como regionalismo, poniendo la primera piedra para la recuperación de la personalidad histórica de Cataluña, con su famoso proyecto de mancomunidad.

En la medida en que la monarquía de Alfonso XIII no pudo, o no supo, nacionalizarse tal como lo pretendía y lo aconsejaba Canalejas, registró un fracaso histórico que se haría irremediable cuando el Rey trató de cortar el nudo gordiano de espaldas a la democracia. Otro gran político de la época -Melquíades Alvarez- proclamó, por vez primera, el principio de la indiferencia respecto a las formas de gobierno, afirmando que éstas -monarquía, república- quedan legitimadas por su capacidad mayor o menor para hacer posible la democracia en un determinado país y en un determinado momento. Pues bien: la nueva restauración -la de don Juan Carlos- ha logrado nacionalizar la Monarquía según la definición de Canalejas; y no sólo ha hecho posible la democracia según la exigencia de Melquíades Alvarez, sino que se ha constituido en su tabla de salvación a la hora del peligro.

La triple aclamación de Peces-Barba -al Rey, a la Constitución, a España- "porque en el ámbito de una monarquía parlamentaria como la de nuestro país, da lo mismo decir viva el Rey que viva la Constitución o viva España", venía a significar -esta vez con mayor exactitud que en los tiempos de Cánovas- que el régimen así consagrado asumía la continuación de la historia de España; que por fin, caminos que no pueden ser divergentes sin grave riesgo para nuestra convivencia civilizada, se habían fundido en la vía ancha que, recogiendo una andadura de siglos, apunta ya a un venturoso horizonte.

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