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Un domingo con Cecilia

Fernando Savater

Aquella mañana de domingo en Cumaná, capital del Oriente venezolano, tras visitar el mercado popular que ofrece sus mercancías -cestería, flores, dulces, cazabe...- a orillas del allí también escurrido río Manzanares, me propusieron ir a llevar unos tulipanes rojos a la tumba del poeta Ramos Sucre, huésped ya eterno de su ciudad natal. El día estaba espléndido, caluroso, sin agobio. Mientras subíamos paseando hacia el cementerio, el tema de conversación era la matanza de Cantaura, que había ocurrido muy pocos días atrás. Treinta supuestos guerrilleros muertos en una emboscada por el Ejército, utilizando aviones y bombas inciendiarias; entre las víctimas, acribilladas, irreconocibles, que no tuvieron oportunidad de defenderse, parece que había estudiantes de la Universidad de Oriente y campesinos. La izquierda parlamentaria, encabezada por algunos ex guerrilleros contra el perezjimenismo que abandonaron las armas allá por los años sesenta, solicitaba una investigación a fondo de lo ocurrido. Uno de esos episodios, para acabar, que dan a la difícil y necesaria democracia en construcción el rostro patibulario que para ella quisieran los tiranos y los demagogos. La breve obra de José Antonio Ramos Sucre aparece en el primer cuarto del siglo. No alcanza, sín embargo, pleno prestigio entre escritores y lectores venezolanos hasta los años cincuenta. Poesía íntima, valga el pleonasmo, compuesta por pequeños textos en prosa que brindan oscuras y altivas parábolas. Con su modernismo sobrio, muy elaborado, canta invocaciones de un pesimismo atroz, que a veces no desdeñan cierta truculencia tétrica en la expresión. Ramos Sucre se quiso hermano de Leopardi; lo fue quizá aán más de Poe y de Lovecraft. En ciertos momentos preludia a Cioran, pero a un Cioran totalmente desprovisto de humor. Perpetuamente insomne, torturado por una incurable melancolía y por una crónica enemistad con su cuerpo, se recrea a veces en imágenes de camafeo que hoy parece que vuelven a estar de moda: "Yo caí de rodillas sobre la hierba dócil, rezando un terceto en alabanza de Beatriz, y un centauro desterrado pasó a galope en la noche de la incertidumbre". Bifurcó su vida de modesto profesor y funcionario del

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raudal lívido y suntuoso que brotaba de su alma, tal como cuenta uno de sus comentaristas (Tomás Eloy Martínez): "Apenas sintió que podía anclar confiadamente en su propia imaginación, se entregó al riesgo de la doble vida: por fuera, compartió la rutina de sus contemporáneos -las pensiones de Caracas, las retretas del domingo en la plaza Bolívar, el trabajo monótono de la oficina-; por dentro, organizó un planeta de mandarines y de pintores flamencos, de ánades y lobos, de jinetes ucranianos y princesas en palanquín". Quien pueda, que se atreva a tirarle la primera piedra por escapismo.

Antes del cementerio y junto a él está la cárcel de Cumaná. A su puerta, un cartel acoge con cándida ironía: "Bienvenidos a la prisión". Busco otro semejante a la puerta del camposanto, pero no logro encontrarlo. Las mujeres y la chiquillería van de un establecimiento de reclusión al otro, visitando a los parientes que tienen en cada uno de los dos. El sepulturero no siente mucha simpatía por la celebridad que hospeda, y suele, según me cuentan, desviar a los curiosos de la tumba de Ramos Sucre. Pero nosotros vamos mejor orientados. La encontramos frente a una de las puertas del cementerio, por la que se sale hacia el viejo castillo español, que se enseñorea desde una colina, con ajado dominio, de los azules, verdes y ocres del paisaje costero. La tumba está encalada de blanco y tiene cierto aspecto de templete, con su techo plano sostenido por pequeñas columnas y arcos apuntados. Depositamos bajo ese baldaquino los tulipanes, mientras el sol, impúdicamente brillante, nos veda cualquier profundización lúgubre en el momento del homenaje. Una niña nos ofrece agua para las flores que acabamos de poner, modesto empeño comercial sobre cuya superfluidad ni ella ni nosotros guardamos duda ninguna. Comienza a apretar el calor.

La misoginia

Mucho se habló durante su vida, y también después, de la misoginia de Ramos Sucre. Los biógrafos modernos prefieren mencionar su "sexualidad atormentada" (¿cuál no lo es?) y recuerdan su niñez reprimida y su juventud acomplejada, morbosa mente estudiosa. En alguna de sus cartas, el poeta protesta con vehemenecia contra esta reputación de misoginia. Cierto es que la mención frecuente de mujeres livianas en sus textos y algunos aforismos ("El matrimonio es un estado zoológico", "Los hombres se dividen en mentales y sementales") documentan la leyenda, pero quizá revelan más bien un fascinado horror por el coito que el menosprecio de la hembra. Parece que este solterón sin remedio cultivó fanáticamente la admiración por algunas be llas inasequibles de la crónica mundana de la época, mientras descargaba su afectividad con movedoramente retórica en las cartas a una prima comprensiva y linda. Pero la condición sometida de ciertas mujeres no le fue indiferente. Siendo juez accidental de primera instancia en lo civil, al año siguiente de obtener su título de abogado, dicta una sentencia de divorcio, argumentando en contra de las leyes establecidas en el país: "El abandono voluntario de que fue víctima la demandada creó en esta sociedad una situación inmoral que debe ser suprimida... No puede acatarse la imposición sobre la persona humana del yugo de una situación insostenible...". Su sentencia fue muy comentada y contribuyó a la reforma de la legislación entonces vigente. Es éste uno'de los pocos casos de intervención pública con intención justiciera de este hombre retraído, voluntariamente marginado y cuya conciencia política no le impidió servir durante años al dictador Juan Vicente Gómez en el Ministerio de Relaciones Exteriores. No deja de haber cierta paradoja en que destacados escritores de izquierda le hayan tomado luego como mentor literario. Pero esta tensión entre lo íntimo y su uso social es el destino mismo del poeta. En su Elogio de la soledad, de la cual dice que algunos la repután "de prebenda del cobarde y del indiferente", este solitario quiso hablar de sus solidaridades: "No rehúyo mi deber de centinela de cuanto es débil y es bello, retirándome a la celda del estudio; yo soy el amigo de paladines que buscaron vanamente la muerte en el riesgo de la última batalla larga y desgraciada, y es mi recuerdo desamparado ciprés sobre la fosa de los héroes anónimos".

La niña que nos quiso vender agua para las flores se llama Cecilia y tiene once años. Sus ojos son enormes y alborozadamente vivos sobre la piel muy morena, por cuya sombra viajan razas antiguas. Nos cuenta que suele jugar a casitas en el cementerio con sus amigas. Su casa es la tumba de Ramos Sucre, a quien, por supuesto, no conoce. Nos señala después dónde tienen la televisión, el colegio, la iglesia, la casa de su comadre... Ella barre el pequeño templete fúnebre del poeta y lo adorna con flores tomadas de otras tumbas, porque en la de Ramos Sucre nunca suele haberlas. Son juegos de pobres, ya que Cecilia, como ella misma nos indica, es pobre. A veces envidia los corotos de los niños ricos, pero luego piensa que los niños ricos están siempre preocupados porque se los puedan quitar y se alegra de no tener nada. Corotos son los juguetes y támbién cachivaches, chucherías; el origen, más o menos fabulado, de la palabra es divertido: por lo visto, el Libertador tenía en su casa un cuadro de Corot, rodeado de la consiguiente veneración, y los caraqueños empezaron a llamar maliciosamente corotos a todos los adminículos más ostentatorios que útiles. La etimología es bastante ínverosímil, como casi todas. Pero a Cecilia no le preocupa Corot, ni Ramos Sucre, ni siquiera -perdón por la blasfemia- creo que le preocupe Bolívar. Son diez hermanos en su casa, cuatro chicas y seis chicos.

La hermana mayor tiene ya un niño, la segunda está embarazada; la madre hace pequeñas labores de cestería y los demás malviven como pueden. Antes, Cecilia, cuando necesitaba algo para el colegio, iba a pedírselo a su padre, que vendía periitos calientes en Cumaná. Pero tuvo una pelea, alguien le prestó un revólver y al final lo pusieron preso; sí, está allí mismito, frente al cementerio. Ahora Cecilia vende agua para las flores de las tumbas los domingos, y ya va dejando de jugar a las casitas porque es mayor. Le regalamos un bolígrafo y ella, mientras nos habla, se pinta pensativamente rayas en la palma de la mano. De vez en cuando, su carita delgada sonríe y todo no tiene más remedio que hacerse bonito. Todo el espanto, todo el desamparo del mundo se hace bonito. Cecilia tampoco ha oído hablar de la matanza de Cantaura; y el mundo, en compensación, nunca oyó hablar de Cecilia.

José Antonío Ramos Sucre se suicidó en Ginebra, el 9 de junio de 1930, fecha en que cumplía cuarenta años. La dosis de Veronal le tuvo cuatro días en la agonía. Por Cumaná tenía cierta fama de homosexual a causa de su soltería, y éste era un pecado demasiado grave en un descendiente del Gran Mariscal de Ayacucho. Pero sus honras fúnebres, cuando el cadáver llegó, un mes después, a La Guaira, fueron decorosamente solemnes. Quiso que le enterraran en el viejo cementerio de Santa Inés de la capital de Oriente, donde hoy yace. De la muerte, que tanto le tentó durante su vida, tenía escrito: "Bajo su hechizo reposaré eternamente y no lamentaré más la ofendida belleza ni el imposible amor". Ahora, niñas como Cecilia juegan sobre su tumba, donde palidecen los tulipanes que rechazaron desdeñosamente el agua por no intentar prolongar la apariencia de vida de lo nacido para extinguirse en la aridez y la nostalgia.

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