El actor y el espectador
Llegó de la lejana Polonia y en cinco minutos se enteró de lo que yo tardé años en descubrir para publicarlo en el libro de los pecados que el público español era totalmente distinto de los demás. En cualquiera de sus viajes anteriores la masa prorrumpía en aclamaciones cuando en sus discursos el Pontífice tocaba un punto particularmente delicado o sugestivo. Juan Pablo Il está acostumbrado a ello y estoy seguro que en su texto está marcado el punto en que tendrá que hacer una pausa para esperar a que terminen los aplausos. Pero aquí no ocurrió así. Aquí el Papa comprobó con asombro que la gente no necesitaba ser espoleada en su reacción sonora por una frase particularmente intencionada. Que cualquiera les movía a estallar en gritos y batir de palmas.La mencioón de España era un pretexto patriótico, pero igual aprovechaban que dijera que hacía sol o que había que cuidar a los enfermos. En Avila, la expresión feliz del obispo de Roma fue cambiando y a la sexta o séptima interrupción se salió del trabajo preparado para comentar:
"Al pueblo español le gusta más la conversación que escuchar".
Lo que, en lugar del silencio avergonzado que hubiera sido lógico ante la lección, produjo otra estruendosa algarabía que dejó estupefacto al orador.
Pues sí, Santo Padre: así es. Lope de Vega habló ya de la "cólera del español sentado"; es la cólera de quien se niega visceralmente a ser sólo sujeto pasivo en un acto público donde sea otro quien esté en el uso de Ia palabra y la acción. Por eso, las interrupciones son obligadas en este país. Tras unos minutos de escucha atenta empieza el nerviosismo y las ganas frenéticas de mostrarse, y entonces uno se agarra a cualquier clavo ardiente para intervenir. Si no hay pretexto intelectual se emplea el emocional, y de ahí los inesperados "¡Viva!", que, más que desear la larga existencia del orador, es una afirmación de la del interruptor. No es casualidad que los espectáculos favoritos del español sean el fútbol y los toros, lugares donde se puede intervenir continuamente -en el teatro hay que esperar al descanso- para juzgar con seguridad total y en voz bien alta cualquier pase, el de la entrega del balón o el de pecho.
Y no es raro tampoco que los juegos de interior más gratos al español sean el mus y el dominó, los únicos que permiten no sólo hablar sino discutir, reñir al compañero o lamentarse en voz alta de la mala suerte que le acompaña en ese momento...
Yo no sé cómo puede ser un refrán español eso de dar "la callada por respuesta", porque no nos va nada. Y de nuestra ansia de intervenir no se salvan siquiera los lugares mundialmente más respetados, las ocasiones más solemnes. Cualquier extranjero se asombra de la charla que en la misa acompaña a la ceremonia. Cualquier extranjero se extraña de la forma en que aquí acompañamos al himno nacional. Esa música representativa de¡ país es seguida por ahí fuera de dos formas. O coreando su letra o en posición de firmes (en EE UU y otros países americanos, con la mano puesta sobre el corazón). Aquí no. Aquí empiezan los primeros compases y la gente prorrumpe en alborozados aplausos mientras sigue comentando con sus compañeros de tribuna lo guapa que está Lolita o si quedan después del partido para tomarse unas copas.
Por saber todo esto no compartí en absoluto la extrañeza del Papa, aunque, insisto, me admiró la velocidad con que diagnosticó la enfermedad. Aun así, fue un médico comprensivo y generoso. Porque una conversación, Santidad, implica un intercambio de ideas, un poner sobre la mesa versiones distintas del mismo tema. Pero el español la ve sólo como una forma de expresar en un monólogo -en el que a veces deja intercalar el monólogo ajeno- unos razonamientos que siempre son mucho más agudos, inteligentes y oportunos que los que pueda expresar cualquier otra persona.
... Aunque esa otra persona sea el Papa.
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