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Reportaje:

Nadie pondrá flores en su tumba

Se cumplen dos años de la misteriosa desaparición de Marcelino González, 'el Nani', el atracador valenciano más famoso de todos los tiempos

Aquel martes 25 de noviembre de 1980, Marcelino González García había tocado fondo. Estaba solo, acorralado, lejos de Pepa y de las nifías, y necesitaba urgentemente un chute, un trallazo de heroína que galopara por su sangre hasta el cerebro y le aliviara el retortijón que lo consumía. Pero en su escondite del pueblo alicantino de Campello no habla nada con que alimentar la jeringa, y Marcelino ni tan siquiera podía salir a buscarlo. No podía hacer otra cosa que seguir sudando y temblando en la cama, apretándose el estómago con las manos entrelazadas, a la espera de que Pedro o Toni abrieran la puerta de la calle y dijeran: "Tranquilo, Nani. Aquí está".Pedro y Toni eran viejos conocidos de Marcelino, y éste tenía que agradecerles alhora el que le estuvieran dando refugio y droga después de su fuga del Hospital Provincial de Valencia, hacía justamente cinco semanas. Había sido ese el momento fulgurante de sus veinticinco años de existencia, y todos los periódicos y emisoras españoles hablaban de ello. Marcelino puso en juego toda su astucia y todo su valor y, se escapó, vaya que si se escapó, aunque tuviera que dejar tras de sí el eco de varios disparos y a dos policías nacionales baleados. Aquello lo había condenado y él lo sabía. "Ahora sí que vienen a por mí", se repetía una y otra vez, sopesando la pistola del 9 largo, que ya no abandonaba ni para ir a orinar.

Aquel martes de otoño, cuando la puerta del apartamento se abrió finalmente y regresó Pedro, con él no entraron buenas noticias. No había heroína para esa noche y Marcelino estaba en pleno síndrome de abstinencia. Se puso entonces muy furioso, mucho. Y le salió ese frío y duro genio que mostraba a la hora de entrar en un banco con la artillería bajo la chaqueta y dar el "¡Al suelo! ¡Esto es un atraco!". Ese genio que lo había convertido en jefe natural de todas las bandas con las que había trabajado la pasada primavera.

Quedaban pocas horas de sol cuando Pedro propuso a Marcelino salir a dar un paseo. "Ya verás cómo te pones mejor, Nani", dijo. Y añadió: "Pero no vamos al pueblo, ¿eh? Alguien podría reconocerte. Mejor nos damos una vuelta en la barca". La barca era una Taylor 53-C, bautizada An-Mar, de la que Pedro estaba especialmente orgulloso. Apenas hacía una semana que la había comprado en un establecimiento de Valencia, y para él era tan importante como para un niño la bicicleta que recibe el día de Reyes.

Nadie prestó atención a la An-Mar cuando poco después zarpó, ligera como el viento, del puertecito alicantino. Si alguien lo hubiera hecho, tal vez hubiera podido advertir que sus dos ocupantes discutían alteradamente y que la voz cantante la llevaba el más flaco de los dos: un chico alto, moreno, de rizados cabellos y rostro afilado y extrañamente pálido, que exigía al conductor de la motora que regresara inmediatamente a tierra. "Vuelve, que no puedo más, que voy a entrar en la farmacia del pueblo", decía. Pero nadie vio nada, y menos cuando la barca se internó en el mar; y por eso nunca podrá saberse con absoluta certeza si aquel viaje existió y si es verdad que Marcelino amenazó a Pedro con su pistola del 9 largo. Ese fue el último y confuso rastro que Marcelino González García, el Nani, dejó de su paso por la tierra. Oficialmente está muerto desde entonces.

El hilo y el ovillo

Aquel mismo 25 de noviembre de 1980, la Brigada de Policía Judicial, que dirigía, y dirige, el comisario Saavedra, investigaba la muerte de José Vicent Villanueva, cuyo cadáver había sido encontrado días atrás en un descampado cercano a Paterna, a no mucho kilómetros de la ciudad del Turia. Persona o personas desconocidas le habían atado y amordazado an tes de descerrajarle varios tiros en el pecho y dos en la nunca. Vicent Villanueva era propietario de dos negocios situados en la calle de Jesús Morante, de Valencia: el club nocturno Karla y Josvi y una empresa de compraventa de embarcaciones deportivas.

La policía no tenía pistas sólidas y estaba siguiendo el procedimiento habitual en tales casos: averiguar quiénes habían tenido últimamente relaciones afectivas y comerciales con el difunto. Y fue así, husmeando en los libros de Josvi, cómo un inspector encontró el nombre de Pedro Navarro Perona, un joven reclamado por la autoridad judicial que había comprado recientemente una Taylor 53-C. Horas después, el inspector averiguó que Pedro podía estar en el piso que unos familiares tenían en Campello, al lado de la playa alicantina de San Juan.

Al día siguiente, funcíonarios enviados especialmente desde Valencia detenían en Campello a Pedro Navarro Perona y Toni Espada Sáez, y encontraban en el piso que ocupaban dos metralletas con su munición, documentos falsos y unas ropas de hombre con rastros de sangre y pólvora.

La primera y última explicación pública sobre el misterio de Campello no salió de los despachos de la Jefatura Superior de la Gran Vía valenciana, sino del palacio del Temple, sede del Gobierno Civil de la provincia, en forma de un extenso comunicado que sorprendió a sus lectores, porque dejaba más de un cabo sin atar. Nada decía de las pesquisas relacionadas con el caso Vicent Villanueva, y de ellas nunca más se supo; pero anunciaba que Marcelino González, el Nani, yacía en el fondo del Mediterráneo, frente a Alicante, "sin que los buceadores que rastrean la zona hayan podido encontrar sus restos". De la muerte del más célebre atracador valenciano se había responsabilizado el tipo que le estaba dando cobijo.

Según la versión oficial de los hechos, Pedro Navarro alojaba a Marcelino y le procuraba droga desde poco después de que éste se escapara de un hospital, hiriendo a los policías que lo custodiaban. El 25 de noviembre, Pedro había intentado calmar a un Marcelino desesperado por la ca rencia de heroína, sugiriéndole un paseo en su recién estrenada barca. Una vez en el mar, el Nani amenazó a Pedro para que le dejara asaltar la farmacia de Campello. Hastiado de sus violentas y comprometed.oras exigencias, Pedro consiguió arrebatar el arma a su debilitado compañero y le disparó tres tiros a bocajarro. Luego desnudó el cadáver y lo arrojó al agua, atado a la piedra que usaba como ancla de la motora. La pistola siguió el mismo camino. Pero Pedro no tuvo tiempo de deshacerse definitivamente de las ropas, porque horas después fue detenido. Interrogado acerca de ellas, el presunto autor de la muerte de el Nani lo confesó todo.

A Pedro Navarro y Toni Espada se les imputaba además la autoría de dos recíentes atracos a bancos de Vall de Uxó y Museros y cierta conexión con un grupo valenciano de extrema derecha, desarticulado por esas mismas fechas. Los ultras aludidos protestaron vivamente por haber sido relacionados con unos chorizos, y verdaderamente la información del Gobierno Civil no explicaba con claridad cuál era el vínculo entre ambos asuntos.

Lo que no decía el comunicado del palacio del Temple es que una de las dos metralletas encontradas a los detenidos en Campello, una Star Z-70-B, procedía de un cuartel del Ejército de Tierra. Un soldado de ideas ultraderechistas había sido el proveedor de este arma y era asimismo el suministrador del material explosivo que guardaba el grupo capitaneado por Juan Pedro Gómez Ferrer, ex candidato de Alianza, Popular en las primeras elecciones democráticas, ex militante de la Central Obrera Nacional Sindicalista y empleado en una empresa de vigilancia y seguridad. Gómez Ferrer negó a la policía y al juez que su actividad política tuviera intenciones agresivas y admitió- solamente estar en posesión de un buen puñado de fotografías de militantes de la izquierda valenciana. "Las tomamos desde un hotel durante una manifestación unitaria de los marxistas", vino a decir. "Eso es normal entre organizaciones políticas, porque así se conoce mejor a los contrarios".

Noviembre de 1980 había resultado en Valencia un mes de los difuntos muy especial. Una muerte, la del empresario Vicent Villanueva, no había encontrado autor, y el supuesto autor de otra, la de Marcelino González, no pudo presentar el cadáver. Drogas, atracos, armas sustraídas en cuarteles y hasta un comando extremista habían danzado en torno a esos homicidios, liando un ovillo del que salían muchos hilos. Fue como si las pulsiones más oscuras de la ciudad hubieran querido aflorar por un instante para anunciar que allí estaban y que no todo era tan limpio y estaba tan controlado como parecía. Pero, en fin, el mes terminó y llegó diciembre, y con él, la televisión y las calles empezaron a llenarse de reclamos que anunciaban la proximidad del tiempo de la paz y la urgencia de las compras.

La tregua navideña fue definitiva para el caso Marcelino González. La policía archivó su expediente. En el aire quedó el gran interrogante de si Pedro Navarro mató efectivamente a el Nani y, si así fue, por qué confesó espontáneamente en jefatura, cuando las pruebas en su contra eran muy vagas. La versión oficial del misterio de Campello también dejó abierta la puerta para que algunos pensaran que fue otra la muerte del atracador que se había convertido en enemigo número uno para la policía valenciana; y, sobre todo, corrió un tupido velo, que jamás se ha levantado, sobre el único cadáver cierto de esta historia: el de Paterna.

Preso en Valencia

Han pasado dos años. Pedro Navarro sigue en la prisión de Valencia, sin que se le haya juzgado todavía por la presunta muerte de el Nani, y Pepa, la mujer -o quizá la viuda- de Marcelino, sigue pensando que hubo pactos que levantaron cortinas de humo sobre los verdaderos hechos de aquel noviembre. Lo único cierto es que ni Pepa ni nadie puede poner flores sobre el lugar donde reposen los restos de Marcelino González, porque éste desapareció del mismo modo que había vivido el último período de su existencia: a tumba abierta.

Había nacido en Madrid, el 23 de abril de 1955, hijo de un empleado medio que en 1967 se trasladó con todos los suyos a una Valencia en pleno despegue desde la agricultura hasta la industrialización.

A los quince años, Marcelino ya era ese muchacho alto y bien plantado, de cara enjuta, nariz que se ensanchaba en la base y se alzaba en la punta, barbilla partida y enérgica, nuez prominente, ojos vivos y castaños y pelo rizado y oscuro que las fotos policiales difundirían después. Le gustaba escaparse de la casa paterna para correr sus aventuras, disponer de dinero, frecuentar los billares de la avenida del Cid y conquistar muchachas. Era guapo y viril al modo latino y tenía éxito en esa última actividad. Fue por aquella época cuando conoció, en una academia popular del barrio de la Fuensanta, donde vivía, a Pepa Sanz, una chica dos años menor que él, que doce meses más tarde sería su mujer ante Dios y ante los hombres.

Durante los primeros cuatro años de matrimonio, Marcelino trabajó como aprendiz en una fábrica de vidrio con su hermano Julio, y a base de mucha hora extra logró el dinero necesario para evitar que Pepa trabajara. Para él, esa era una cuestión de principios. Casi simultáneamente, sobre la vida del joven cayeron entonces el cierre de la fábrica y la paternidad. Fue la primera de sus dos niñas. Así empezó Marcelino su etapa de camello, y durante un tiempo todo siguió bien. Tenía chocolate para fumar y cocaína que esnifar. Tenía a la siempre fiel Pepa y también a otras mujeres. Conoció a Toni Espada, que sería uno de sus pocos amigos. Hasta regentó durante un año un club nocturno.

En 1978, a los veintitrés años, Marcelino empezó a pincharse heroína. Al principio, el caballo le hacía ver las cosas de color de rosa. Pero, poco a poco, la dosis diaria fue incrementándose y todo el dinero que podía conseguir como traficante a pequeña escala no le llegaba para pagarse su propio vicio. "Fue la dependencia del polvo lo que le volvió loco", dice Pepa. Y añade: "Sobre mi marido se ha dicho que era asesino, sanguinario, cruel, un mal bicho... Todo mentira. Era sólo un pobre enfermo que necesitaba pincharse al día diez o doce veces, que se gastaba 30.000 o 40.000 pesetas al día en droga".

Los primeros cuatro meses de 1980 fueron el punto álgido de la corta y relampagueante carrera delictiva de el Nani. Atracó en ese corto período un mínimo conocido de siete bancos y establecimientos comerciales, con un botín total de muchos millones de pesetas. Y todas fueron operaciones limpias, sin sangre, bien planeadas y ejecutadas.

Un error fatal

El Nani había cometido un error, y la Brigada de Policía Judicial valenciana ya sabía que ese alias ocultaba la personalidad de Marcelino González. El error había sido llevar su propio Talbot marrón a una de las acciones, y alguien había anotado el número de la matrícula. El responsable de la ola de atracos que asolaba la ciudad estaba identificado.

Cayó el 1 de mayo de 1980. Ese día, a las seis de la tarde, media docena de inspectores del grupo antiatracos de la brigada judicial, protegidos con chalecos antibalas y armados con metralletas, lo detuvieron en la cafetería de la gasolinera Cary, en la pista de Silla. No se resistió. Alguien había dado el soplo y la policía sabía que podía encontrarle allí o en un apartamento de Tabernes de Valldigna, donde vivía semiescondido con Pepa y sus hijas. Horas después confesaba siete atracos en jefatura, en medio de vómitos y terribles dolores por la ausencia de droga.

Casi seis meses más tarde, el martes 21 de octubre, Antonio López y Oscar Bustos, miembros de la Brigada de Estupefacientes, informaban en el teatro valenciano Talía, a una asamblea de atemorizados padres de familia, que el 80% de los actuales atracos eran cometidos por jóvenes drogadictos. Precisamente ese mismo día, un grupo de desconocidos había asaltado a mano armada un taller joyero de la calle de Cirilo Amorós, apoderándose de unos veinte millones de pesetas en metales y piedras preciosas. Pero ni la conferencia ni el atraco iban a ser la noticia negra de la jornada.

"Marcelino González García, alias el Nani, detenido en los primeros días de mayo y acusado de siete atracos, se ha fugado esta misma tarde del Hospital Provincial, disparando e hiriendo a los dos policías nacionales que le custodiaban". Así abrían sus informativos todas las emisoras valencianas en las últimas horas del 21 de octubre de 1980. Y los teletipos de las agencias llevaban el suceso a todos los medios de comunicación españoles, con la foto del protagonista. Marcelino se había hecho famoso y había acelerado su galopar hacia la muerte.

Desde su detención, Marcelino había insistido en que lo llevaran al psiquiátrico de Bétera. No podía soportar la existencia en conde la cárcel. Pedía que lo soltaran, que le dieran droga o que lo curaran. No lo consiguió, pero sí obtuvo que lo trasladaran al Hospital Provincial de Valencia para ser intervenido de una fístula anal que padecía desde pequeño. El día de su fuga, Pepa fue a visitarle a las cinco de la tarde con una pistola del 9 largo escondida en las bragas. Así superó el leve cacheo de los agentes uniformados que permanecían día y noche a la puerta de la habitación. Poco después de que Pepa partiera, Marcelino se levantó como un rayo de la cama empuñando el arma, la misma que supuestamente lo mató, y disparó e hirió en la muñeca al policía Serafín Sanjuán, y en la pierna, a Cristóbal García. Enloquecido y armado, salió del hospital, se juntó abajo con Pepa, entró en un taxi y ambos partieron hacia la Fuensanta, donde se les perdió el rastro.

A los pocos días, Pepa Sanz era detenida y trasladada a la cárcel, donde pasaría cuatro meses por complicidad en la fuga, estando actualmente en libertad provisional y pendiente de juicio. Uno a uno, los amigos de el Nani fueron localizados e interrogados, pero nadie sabía nada de su paradero ni quería saberlo.

Luego vino el misterio de Campello, y mucho más tarde, una lluviosa tarde de marzo de 1982, su hermano Julio moría en un tiroteo con policías nacionales cuando atracaba un almacén valenciano de caramelos. La Prensa habló mucho de aquella especie de segunda muerte de Marcelino González, el Nani.

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