_
_
_
_
Tribuna:TEMAS PARA DEBATE / LA AUTORIDAD DEL PAPA
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Poder mítico y poder político

Para un católico el Papa es el representante de Cristo en la tierra. Sin ser divino como lo era, verbigracia, el faraón egipcio, concentra en él, sin embargo, los títulos de sacerdote y de rey. El sacerdocio y la realeza iban juntos en las sociedades antiguas y quien los poseía podía otorgar beneficios a los hombres haciendo benigna a la naturaleza. El Papa, Santo Padre o Romano Pontífice ejerce, por su parte, un papel de puente, de mediador: puesto como vicario por un Dios al que no se ve, es el guardián celoso de la fe y de las costumbres de una comunidad en tránsito por este mundo. Su poder no lo plasma dominando las leyes naturales; su poder es mayor si cabe, ya que aunque las leyes de la naturaleza puedan fallar, él no falla. El Papa es infalible. Cosa lógica pues si nadie extravía voluntariamente a un fiel delegado, mucho menos un Dios todopoderoso permitirá que se equivoque el conductor de su Iglesia. El Papa, en línea con el apóstol Pedro, no puede errar cuando, según palabras consagradas, habla ex catedra.

Más información
La autoridad del Papa

Lo dicho no tiene por qué sonar raro a oído alguno. Creyentes e incrédulos, seguidores de la sobria razón y entusiastas de las locuras de la imaginación, pertenecen a un universo cultural en el que tales nociones hunden sus raíces a fondo. Está de más, por tanto, insistir en que el Papa es un simple invento del imperio romano moribundo o un personaje más lejano que un mandarín, o un residuo, en suma, tan oscuro que sólo es claro para el católico. Quien así opine lo único que manifiesta es la ignorancia del medio en el que,se mueve. No entender nada del Papa, pues, es no entender que uno no es fruto de la generación espontánea, sino de una vieja y tortuosa historia en la que suceden cosas como el que haya Papas.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Hay otro hecho más importante aún. El visitante actual choca contra nuestras costumbres más ilustradas sólo de una manera superficial. La inhibición o el desprecio de los cultos es, a veces, más una pose que auténtica verdad. Los gestos y modos papales, por no hablar de la imposición de la doctrina (que recuerda a la forma según la cual Humpty-Dumpty daba valor a las palabras. Así, se preguntaba en un catecismo francés por qué el comunismo era malo y la respuesta era tajante: porque lo quiere el Papa), chirriarían a la mente moderna. Resulta, sin embargo, que otros líderes le son, en cuanto líderes, bien semejantes. Por mucho que estos hayan secularizado sus formas conservan, no obstante, el doctrinarismo misionero.

Su olor mítico sólo lo disimulan con el perfume de la modernidad. Como escribió un conocido filósofo contemporáneo: "Si los primitivos expusieran su conocimiento de la naturaleza, este no se diferenciaría, fundamentalmente, del nuestro. Es sólo su magia la que es distinta". Aplicándolo al caso: las diferencias externas en la magia no suelen dificultar ver los grandes parecidos de fondo. El Papa, en fin, no sólo es un fenómeno de nuestra cultura del pasado, sino que nos recuerda la extendida magia del presente.

Ahora bien, el Papa y el papado -reconocerá el creyente- humanos permanecen. Y en cuanto tales recorren las peripecias de la especie humana. Hay historias del papado realmente suculentas. Desde los puestos y depuestos por la emperatriz Teodora, pasando por los finos renacentistas, hasta este Papa polaco que escribe poemas -y encíclicas, naturalmente- y viaja ahora por España, los tenemos para todos los gustos. Sus virtudes humanas o sus vicios no menos humanos en nada afectarían -también reconoce el creyente- al poder espiritual que posee. Como es puente, una parte principal se sitúa en la orilla, y tal orilla está tan manchada como cualquiera de las aventuras de los mortales.

Sacerdote y rey

Pero el tema del Papa tiene, además, un valor político. Y es que como el poder espiritual sólo se capta -¡qué le vamos a hacer!- en sus manifestaciones corporales y terrenales, tales manifestaciones a todos salpican, desde los impávidos creyentes a los fervorosos ateos. Detengá monos un momento en ello. El Papa ejerce su poder, en primer lugar, desvelando algunos de los secretos de la naturaleza. A decir verdad, sólo de la naturaleza humana, ya que cuando ha hecho excursiones a la naturaleza a secas ha caído en el ridículo. Y si no que se lo pregunten a Galileo. De esta manera, da al creyente las normas por las que dicho creyente ha de regir su conducta. Si el matrimonio es indisoluble, el divorcio es malo. Y como con el matrimonio va la educación sexual, la píldora, el aborto, la educación de la prole y un montón de cosas más, el mandato divino se posa en medio de la vida de los hombres. Pero no sólo es positivo y revelado ese mandato, sino que el Papa, como privilegiado intérprete, dice llegar a verdades de derecho natural. Una vez más es sacerdote y rey. Con lo cual es la naturaleza la que cae bajo un telescopio que no tiene por qué coincidir con la simple mirada de muchos ciudadanos a los que no se les ha dado el don de mirar tan hondo en las cosas. Y no vale decir que tales enseñanzas las dirige el Papa sólo a los creyentes, puesto que estos, por muy espirituales que sean, se expresan -¡qué le vamos a hacer!- corporal y terrenalmente. Por eso, donde su poder es efectivo (piense el lector un país caulquiera) conseguirán leyes, dinero y, lo que es peor, prohibiciones que, al final, están más de acuerdo con aquellas especiales interpretaciones que con las ganas o la voluntad del pueblo en cuestión.

En segundo lugar, el Papa ejerce su poder sobre "los hombres de buena voluntad". Desde su Estado romano entra en el juego de intereses de los Estados nacionales. Sus palabras, sus presiones y sus influencias tendrían como meta la depuración de la moral, la defensa de los derechos humanos y cosas análogas. Los otros Estados están listos a la colaboración, aunque sólo sea por la habitual sensibilidad del político respecto a la religión -el poder conoce al poder-; tanto para aliarse con ella como para defenderse de una potencial enemiga.

Naturalmente, las cosas no siempre fueron así. Cuando los Estados pontificios añadían al dominio sobre las conciencias un buen ejército, la paz se obtenía en el campo de batalla, lo cual es una manera muy especial de conseguir la paz -se dice- fundamentalmente moral y la idea anterior de puente viene a cuento para ejemplificar el deseo de mediar entre distintos regímenes y hasta entre distintas ideologías. Hay algunas ideologías, por cierto, que, en principio, no gozarían de su favor, como es el caso de las que se declaran abiertamente materialistas. Esto no obsta -y son los milagros de la política y de la supervivencia- para que se pueda entender a las mil maravillas con regímenes que niegan, claramente, lo que el Papa afirma.

Lo del poder político no tendría mucha importancia si el poder del Papa fuera poco. No es así. Dificilmente podría extenderse, en caso contrario, la abrumadora presencia que exhibe en estos momentos en España. Más aún, si alguien se atreviera a poner en cuestión su figura sería barrido inmediatamente de los medios de difusión. El poder del Papa es real y no es indiferente que se actualice de una o de otra manera. De ahí que sea de importancia su uso.

Al margen de la racionalidad o no de las creencias cristianas, el asunto es que no es lo mismo Juan XXIII que Pío XII, o Juan Pablo II que ningún Papa. En una sociedad aparentemente científica, pero realmente mítica, con muchos intereses y no menos inercias, no da igual el poder del Papa. Su poder político llueve sobre todos.

Con lo dicho, en modo alguno quisiera ironizar sobre los creyentes. Como ya enseñó Epicuro, de bien nacidos es respetar las costumbres del pueblo en el que uno estuviera. El mayor respeto, en suma, para las creencias cristianas y todavía más para sus ritos. Lo que ocurre es que los católicos han de aceptar la crítica como consustancial al derecho que ellos tienen a que se respete su manera de ver el mundo. Quien quiere que le dejen en paz ha de dejar, primero, en paz a los demás.

Javier Sádaba es profesor de Filosofía de la Religión en la Universidad Autónoma de Madrid.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_